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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Y punto (51 page)

BOOK: Y punto
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—¿Una cinta?, ¿cuál? Si esta mañana hemos oído la grabación de la casa de Vito y también tu conversación con Virtudes que, por cierto, Clarita, y no te ofendas, a ver si en un futuro eres capaz de conseguir mejor calidad de sonido.

—A sus órdenes, señor —responde cortante.

—Tampoco te pongas así, mujer, que sólo era una sugerencia… ¡Y no me has dicho cuál vas a oír! —dice casi gritando porque ella ya se aleja.

A ti te lo voy a contar, soplapollas, comemierda, pelota, cagón, piensa mientras busca la cinta en el archivo por su fecha y cierra la puerta y pasa de los cascos porque prefiere escucharla tal cual, como la oyó el primer día, al principio de todo.

Oye… ¿estás ahí?

Qué bonito, tía, los dos a dúo en el contestador, qué delicado: Clara y Ramón, Ramón y Clara… A ver si un día nos hacemos un mensajito así tú y yo.

Pues no, no debe de estar. Bueno, a ver qué le digo. Déjame pensar…

Oye, gata, que tengo que verte mañana, hay algo para ti. Cosas para contarte, micha, y una para enseñarte, ja, ja… ¿No quieres?

No digas que no. Búscame mañana, ¿me oyes?, que es importante, tronca, en serio.

Y oye una cosa, no me tomes a mal lo de antes, que era broma, coño, ya lo sabes, pero búscame, no te olvides.

Que no tardo nada y voy.

Ahora no, luego.

Pues eso, que te acuerdes de mí. Que soy el Culebra, joder.

Una vez leí en una novela que alguien llegaba a su casa, ponía la televisión y se aterraba al oír las risas enlatadas de las comedias yanquis. Y no es para menos. Esas risas se grabaron en los años cincuenta, cuando los capítulos se hacían en directo con público en los platos, y aunque actualmente también se graban series con espectadores reales parece que sus carcajadas no gustan a la audiencia, no resultan tan auténticas. Vaya mierda de realidad esta en que preferimos las risas de gente muerta hace décadas porque suenan mejor, más ingenuas, más limpias.

A qué suenan nuestras risas hoy. A qué sonará la mía. A amargura, a estrés, a pánico, a hartazgo, a temor.

Está claro que nadie debe haber sido más feliz en la vida que un americano de los años cincuenta al que seguimos oyendo carcajear, como yo al Culebra, que parece contento en su mensaje, contento y apurado, con prisa, como si le estuviera esperando alguien y sólo yo le atase en su partida.

¿A qué suena la risa del Culebra?

A verano, a ilusión, a pasión.

A eco.

Qué pasaría si el Culebra no estuviera solo cuando grabó su mensaje.

Parece que hable para alguien más que al simple contestador.

Y pulsa de nuevo el botón de play y aísla las frases.

Pues no, no debe de estar. Bueno. A ver qué le digo. Déjame pensar…

Que no tardo nada y voy.

Ahora no, luego.

Qué pasaría si todos esos incisos que parece hacer para sí mismo no fueran delirios de yonqui que habla solo sino frases para un interlocutor que escucha y no se deja sentir, que tiene prisa, que no quiere esperar, al que se le ofrecen disculpas y se le asegura que no vas a tardar nada, ya voy, ahora no, luego.

Quién estaba con él. Quién esperaba a que grabara su mensaje para mí.

Tal vez un colega, otro drogata, como el mimo yonqui. Quizá le aguardaba para ir a chutarse los dos, cuando el Culebra, con todo dicho, con su mensaje grabado en mi contestador, quedara libre y pudiera perder la cabeza. Pero en ese caso, cómo es que sólo murió mi confidente.

Y si no era un colega, si fue su captor, el que le encañonó con la pistola y le obligó a meterse el más osado de sus sueños, cómo es que se dejó, cómo es que le hablaba tan afable, tan relajado, cómo no fue más explícito en su mensaje sabiendo la que le iba a caer y, sobre todo, qué tipo de asesino le da permiso a su víctima para llamar a una madera.

Joder. Tengo que mandar cuanto antes esta cinta a analizar.

Tengo que descifrar esos ruidos que bailan al fondo.

Tengo que aislar el sonido de esa otra voz.

Tengo que averiguar si hay alguien más.

*

—Carlos, hay que analizar esta cinta. Había alguien más con el Culebra.

—Mucho quieres gastar. Vaya bronca te va a echar Santi cuando se entere.

—No lo creo. ¿Y dónde está? ¿Aún no ha venido?

—Ni flores, pero en su ausencia yo soy tu superior, y vas a explicarme…

—Cuando Santi llegue os lo explico a los dos. Me marcho, necesito pensar.

—Pero tendrás que pedirme permiso para irte porque yo soy…

—Vale, ya lo he oído. Intentaré no tardar.

—Al menos dime adónde vas.

A la puta calle. Fuera. A por aire. A pensar.

*

—Buenas —digo al entrar.

—Buenas —me responden los parroquianos. Pero llamarlos parroquianos es, ciertamente, una incongruencia, y además, está fuera de lugar porque, que yo sepa, por aquí cerca no hay ninguna parroquia.

Estoy en el bar frente a la casa de Olvido. Y la verdad es que no se parece en nada a Casa Poli, ni a un bar de barrio ni, para ser sinceros, a ningún otro.

Cuando vinimos aquí por primera vez había empezado a oscurecer y no me fijé porque las prisas eran muchas, mi cansancio más que suficiente y los vecinos pululaban como luciérnagas, asomados a las ventanas sobresaltados por nuestras sirenas, deslumbrados. Tanto como para no dejarme ver más que ojos abiertos y caras curiosas, manos crispadas cerrando las solapas de sus batas y ningún local a la vista porque lo tapaba un mar de rostros encendidos.

Y cómo demonios iba a fijarme en él, pienso, si esto no es un bar, es más bien el típico lugar de decoración difusa, indefinida, inexistente, que no se sabe lo que es desde fuera, con cristales tintados que reflejan el exterior, colores neutros que no dicen nada y una puerta que parece acorazada y no deja pasar más que el silencio, que no llama la atención y hace que te sobresaltes si ves que se abre. Pero bueno, dirías sorprendida, si estaba abierto, si había gente dentro.

Los hay tomándose el martini o el café que muchos necesitamos a última hora de la mañana, o eso parece, porque por momentos me da por pensar si no serán maniquíes. Me paro, me fijo, y observo que se mueven: respiran. Vamos por buen camino, si respiran puede que también hablen.

—Buenos días —repito. Y me encamino hacia la barra.

—¿Qué va a tomar? —me pregunta un fornido camarero de camisa blanca impoluta, manos de platero y ojos de farero.

—Un café con leche —casi susurro mientras ejecuto la imposible tarea de sentarme en un taburete de diseño. Cuando por fin lo consigo me dejo mecer plácidamente por la música ambiente, una melodía
chill out
de carácter hipnótico que acaba por adormilarme más aún, de modo que cuando colocan ante mí la taza junto con un azucarero de diseño que no sé por dónde abrir, me asusto como una de esas viejas que se quedan traspuestas en el autobús.

—¿La he molestado? Discúlpeme, por favor —musita amable.

—No, es que estoy un poco cansada —me excuso—. Apenas he dormido.

—¿Niños?

—Más bien trabajo. Soy policía.

—¿De verdad? —y el camarero, qué tierno, abre los ojos asombrado y hasta diría que maravillado perdiendo esa compostura chic que sus jefes, estoy segura, le habrán impuesto—. Qué trabajo más interesante, ¿no?

—Según como se mire.

—Yo siempre he querido ser policía, desde pequeñito —confiesa en un impropio arranque de locuacidad—, pero soy de natural pacífico y claro, me daban reparo las armas. Luego pensé que, como también era un trabajo de riesgo, mejor me iba lo de ser bombero, pero al final no pasé las pruebas médicas porque soy miope, pero mucho. Y ahora ya ve, aquí estoy, de modelo, y no se crea, que dicen que la miopía me da una mirada especial, como más intensa.

Por un instante estoy tentada de dejar correr la pregunta que me quema en la garganta, esa que sé que acabaré haciendo, que acabará hundiendo el tenue hilo de confianza tendido entre él y yo. Si algo he aprendido tras años de ardua tarea policial es que la confianza es como una pompa de jabón frágil, inconsistente, huidiza. Cualquier gesto puede romperla, cualquier palabra a destiempo puede dejarla escapar. Por eso me recuerdo que es mejor callar inconveniencias y, como cuando era niña y creía que así conseguiría evitar un estornudo, me hago cosquillas en el paladar con la punta de la lengua para ahuyentar las ganas locas de sacar la cuestión espinosa de turno que arruine este proyecto de interrogatorio disfrazado de conversación distendida.

Sin embargo, lo único que logro ahuyentar con mis dudas y mi silencio es a este pobre chico que, cansado de esperar una frase ingeniosa, coqueta o simplemente amable, parece dispuesto a marcharse al otro extremo de la barra, y es entonces cuando recuerdo a mi madre en plan admonitorio y prudente sentenciando que antes de decir inconveniencias lo mejor es callar, y decido que ya va siendo hora de mandar a la mierda los pocos restos que me quedan de los consejos de mamá y hablar, soltando cualquier cosa, incluso la inconveniencia que antes me empeñaba en abortar, con tal de no dejar escapar a la presa.

—¿Puedo hacerte una pregunta? Espero que no te parezca mal, pero mi trabajo me ha vuelto muy curiosa. Si eres modelo, ¿qué estás haciendo aquí?

El chico no me insulta, no me pega con una botella en la cabeza, no se da media vuelta y me asola con el peso de su indiferencia, no me manda a hacer gárgaras, ni siquiera parece que se enfade. Simplemente se pone colorado. Mucho. Desde el cuello de su inmaculada camisa hasta las raíces de su cabello, e incluso añadiría que las puntas. Se mira los pies, no sabe qué hacer con las manos y, desde luego, si es una pose le queda cojonuda. Si por el contrario su reacción es auténtica, porque me cabe la duda, entonces tengo que llamar a mis amigas de inmediato, lesbianas o no, y comunicarles que no toda la fe está perdida: aún quedan hombres en este mundo que merezcan una sonrisa.

—Bueno, esto es sólo temporal.

—Claro —asiento ante la vieja trola, la trola universal que uno se cuenta a sí mismo—. Por supuesto.

—Es que he tenido una mala racha últimamente —anda que no he oído yo decir esto a yonquis, putas, camellos y chorizos en los calabozos—, y ahora que estaba a punto de levantar cabeza, he vuelto a caerme. Si es que parezco gafado. Dice mi madre que es por las envidias, como soy tan guapo, ¿sabe usted?

—Sí, es una posibilidad —dictamino—, el mal de ojo nunca es descartable.

—Es que es mucha mala suerte, pero mucha —me asegura convencido—. Mire, se lo voy a contar porque me ha caído bien: una de las clientas de este local, una mujer muy amable, se había ofrecido a ayudarme. Me decía que tenía amigos en las altas esferas del mundo del espectáculo. La verdad es que era bien maja, y van la semana pasada ¡y se la cargan! Todos dicen que fue un suicidio, pero yo estoy convencido de que no fue así. Ella vivía demasiado bien y siempre estaba contenta, nunca le vi una mala cara. Usted, que es policía, ¿cree que una persona así se podría suicidar?

—¿Cómo te llamas?

—Pablo.

—Oye, Pablo, esa amiga tuya no sería por casualidad Olvido Ugalde.

—¿Cómo lo ha sabido? —exclama sorprendido.

—Atando cabos, cielo, porque si estoy aquí es para investigar su muerte. Como acabas de decirme que eras amigo suyo, imagino que no tendrás inconveniente en ayudarme y echarle un vistazo a algunas fotografías que he traído —y saco del bolso, sin darle la oportunidad de responder, un sobre del que extraigo algunas instantáneas—. ¿Te suena de algo este hombre?

—Sí. Venía todos los miércoles a verla —responde con seguridad—. Como ella vivía ahí enfrente, él muchas veces hacía aquí el tiempo hasta la hora de su cita. La verdad —se sincera— es que los empleados ya teníamos a su costa un poco de cachondeo. Hasta hicimos una porra para ver si acertábamos cuántos miércoles iba a faltar en tres meses, y ya llevábamos un mazo de pasta acumulada, porque no se perdía ni uno. Llegaba siempre con una bolsa de deporte y más de una vez, con las prisas por subir, se la dejaba olvidada y tenía que bajar luego a recuperarla o, si salía muy tarde y nosotros ya habíamos cerrado, la recogía un mensajero al día siguiente.

—¿Recuerdas si el miércoles pasado se presentó?

—Muy fácil —responde contento y me guiña un ojo—. Sólo hay que comprobar la porra.

Y se inclina y saca de debajo del mostrador una libreta para pasar parsimonioso sus hojas hasta dar con una lista. Pablo me señala la columna de fechas, todos los miércoles están tachados con cruces rojas. El último también.

—¿Eso quiere decir que apareció?

—Sí, pero fíjese a la derecha, en las incidencias —efectivamente, hay un apartado con anotaciones como «Se tomó otro café al salir / contentísimo», «Cara de agobio / propinaza» que detallan la actitud de Olegar antes o después de las citas. Busco interesada la última anotación, correspondiente al miércoles 9: «Apareció / no llegó a entrar ni al portal». Para que luego digan algunos que los bares no son un servicio de utilidad pública.

—¿Tú tenías turno? —le pregunto amable, y como asiente continúo con mi interrogatorio—. ¿Puedes explicarme qué pasó?

—Que ella no le abrió. La llamó muchas veces al portero automático pero no estaba o no cogía. Luego volvió a entrar aquí y realizó una llamada con su móvil. Al salir estuvo un rato mirando hacia arriba, a sus ventanas, y al final se fue.

—¿Por qué no observas con atención las fotos? Quiero estar segura de que no confundes al hombre de los miércoles con otro.

—Como para no estar seguro después de los meses que llevo aquí, claro que es él. Un momento… —y acerca la foto familiar de los Olegar a sus ojos de cegato—. A éste también lo conozco. Lo he visto varias veces, aunque casi nunca paraba aquí. Sin embargo, ese mismo miércoles vino a primera hora de la tarde y sí que entró. Se tomó un té con cilantro, casi nunca lo pide nadie, por eso lo recuerdo, estuvo un buen rato esperando sin dejar de mirar a la calle hasta que, cuando pasó por la acera, a eso de las cuatro, salió corriendo tras ella y se pusieron a hablar muy acalorados. Parecía que él quería subir a su casa, pero Olvido no le dejaba. Hasta la cogió por el brazo y la zarandeó.

—¿Y al final subieron?

—No lo sé. Alguien me pidió un café en ese momento y me despisté, luego, cuando volví a mirar por el ventanal, ya no estaban, se habían esfumado. Pero vamos, era él, estoy convencido. Ese aire de chulo es como para no olvidarlo.

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