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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Y punto (47 page)

—Esto… Clara.

—¿Tú también? Qué os pasa hoy a todos —y me vuelvo para encontrarme a Santi, cabizbajo y alicaído, con esa mirada de perro salchicha que se le pone cuando tiene que decir algo que no le gusta. Vaya día. Primero la bronca, luego París que huye asumiendo su inutilidad como alcahuete y ahora éste.

—Tenía que decirte…, bueno, que me ha surgido una cosa y…

—Y qué —pregunta harta de tanto punto suspensivo.

—Pues que no voy a poder ir a comer contigo como quedamos.

—Pero ¿no decías que era importantísimo que habláramos?

—Compréndelo, Clarita, un compromiso es un compromiso.

—Lo entiendo perfectamente, pero el compromiso era conmigo.

—Tienes toda la razón, pero es que sé que tú lo entiendes y en cambio ella…

—¿«Ella»? No sé por qué pero me da que no estás hablando de tu mujer ni de ninguna de tus hijas —y él se encoge instintivamente y Clara, al advertir su miedo, le mira de hito en hito taladrándole, clavándole sus pupilas en las suyas, huidizas, cobardes, esquivas—. Entiendo. Sigues con ésa.

—No es lo que parece, sólo hemos quedado para…

—Déjalo, no busques más excusas ni prometas que es la última vez y que sólo os vais a devolver las cartas de amor y nunca jamás la volverás a ver. Que no me he caído de un guindo. Cómo no la vas a ver más si trabaja en la farmacia de enfrente. Y además, que la cornuda parezco yo con este rollo que te estoy soltando, es lo que me faltaba, vamos. Pero ¿se puede saber qué te da? No, tampoco me lo cuentes, me imagino perfectamente lo que te puede dar una madurita entrada en carnes, teñida de dios sabe qué color y vestida como una veinteañera recalentada. Poca vergüenza es lo que tienes, Santi, poca vergüenza. Y te irás al monte de El Pardo, como siempre, como dos adolescentes que no tienen casa donde meter. ¿Me puedes decir por qué no te lleva a la suya, ella que no tiene nada que perder? Va a ser que le da más morbo hacerlo en un coche, como cuando era joven, aunque por sus años debería ser en un carro tirado por caballos. Y tú, claro, de pobre diablo tragas con lo que sea con tal de follar. Pero como se entere tu mujer la vas a destrozar. Estoy por decírselo yo.

—¡Ni se te ocurra! —pero parece más una súplica que una amenaza.

—No seas patético, hombre. No te preocupes, que no lo voy a hacer. Quién soy yo para romper una familia, eso que vaya en tu conciencia, no en la mía. Pero dime, sólo para que me quede tranquila porque no voy a poder dormir esta noche pensando lo que estás haciendo sin una buena explicación: ¿por qué te vas con ella sabiendo que es un putón?

—No lo entenderías. Me hace cosas que no me hacen en casa.

*

¿Laura?, soy Clara, que si os venís a comer y os pongo al día de los casos y así de paso nos vemos las tres.

No, lo de Javier va lento pero seguro.

Ya sé que os llamo a última hora pero…

¡Cómo se te puede ocurrir eso! Para nada sois un segundo plato, lo que pasa es que ha sido una mañana de mucho lío y se me ha hecho tarde para llamaros.

Vale, pues os espero en Casa Poli.

En Casa Poli parece que el tiempo no avance, es como si cada vez que entrases te sumergieras en una zarzuela para la que nunca hubiera caído el telón, en una escena retenida en un bucle del espacio-tiempo en la que permanece atrapada la típica taberna de barrio madrileño con su paella, su pulpito y sus patatas bravas dibujadas en los cristales del escaparate, los bocadillos de calamares rebosando grasa en el mostrador y la vida congelada sobre las mesas con sus botecitos de palillos y los granos de arroz en el salero.

Espero sentada al fondo a Dolores y a Zafrilla —a quienes en cuanto aparezcan tendré que llamar Lola y Laura—, con las manos inquietas manchando de sudor el mantel de papel y oyendo la musiquilla de la tragaperras a la que un chino no da tregua porque sabe cuándo dará el premio por el sonido que se mezcla con la rumba del aspirante a cantante de turno que suena en la radio a todo trapo. Lo dicho, un clasicazo. Le echo un vistazo al menú del día y recuerdo de pronto por qué estoy aquí y no en el oriental o en el kebab de al lado ni en ninguna de las cadenas de comida rápida del centro comercial ni tampoco en alguno de sus restaurantes de la planta alta, mucho más fashion y caros: porque se come de puta madre, como en casa, como cuando mamá sabía que volvías de Madrid y se metía entre fogones y se esmeraba en cocinar para su niña, que hacía mucho que no venía. Y al pensar en ella me acuerdo del bulto del pecho y de que ayer, como siempre en la ducha, creíste notar que había crecido, y del miedo que te invadió, que te atenazó más que meterte en casa de Vito, más que Cara de Gato con sus ojos de psicópata, más que entrar en comisaría sabiendo que te iban a comer viva tus propios compañeros. Y ya llegan las dos, riendo por cualquier cosa, y es fácil fingir que todo va bien y hacer como que se olvidan los males y los temores, y pedir comida con muchas calorías que sepa a gloria y tarta casera de postre y una suerte de ficción de hogar mientras se habla de todo y de nada en un intento de olvidar las penas, los jefes absurdos, los polis incompetentes que cobran más que tú, los comepollas que siempre ascienden, lo duro que es el amor incondicional de una hipoteca o el tiempo que hace que no echan un polvo en condiciones.

—Hablando de polvos —comenta Zafrilla—, acabo de acordarme de ese mechón de pelo que hallaste en la chabola del Culebra. Me ha dado algún problema procesarlo, porque no se trata de pelo arrancado, sino cortado, y no había ni una mísera raíz que echarse a la lente, pero lo he comparado con las muestras de Olvido y es suyo. Completamente segura.

—Qué raro, no recuerdo que tuvieran el mismo color.

—Pues la muestra que yo extraje del cuero cabelludo lo confirma —explica Dolores—. El pelo se oscurece con el paso de los años y su tono puede cambiar por mil motivos que no implican el uso de un tinte: el sol, baños en piscinas demasiado cloradas, excesiva exposición al salitre de la playa…

—Ésta es otra prueba más de que el Culebra y Olvido se conocían —recapitula Clara—. ¿Puedes averiguar hace cuánto que se cortó el mechón?

—El pelo lleva muerto por lo menos diez años —confirma Lola.

—Eso significa que tenían una relación muy estrecha desde hace tiempo, porque una no se corta una trenza y se la da al primero que pasa por la calle.

—Frena, Clara, que tampoco quiere decir que se conocieran hace diez años. Ella pudo habérselo cortado en un momento y regalárselo mucho después.

—Lola, no nos chafes la ilusión. ¿Os imagináis que hubieran sido novios? —elucubra Zafrilla con ojos soñadores y mirada perdida.

—Ya salió la romántica —se burla Clara—. Como ahora lo ves todo rosa…

—¿El qué? —pregunta Dolores.

—Nada, nada, tonterías suyas —responde Zafrilla colorada cambiando de tema—. Y dinos, ¿qué tal vas con las autopsias?

—Con el varón que me enviasteis el domingo, el del garaje, acabo de empezar, pero de Olvido sí tengo novedades. Además de algunos detalles que os había comentado, como lo de las uñas rotas y las palomitas de maíz introducidas a la fuerza bien sabéis dónde, han aparecido ahora algunas lesiones internas bastante inusuales. La más llamativa es un tímpano roto.

—¿Son anteriores a la muerte?

—Inmediatamente anteriores. Estimo que se produjeron entre treinta y cuarenta y cinco minutos antes del fallecimiento.

—Hostia —exclama Zafrilla.

—Sí, hostia, pero la que le metieron antes de cargársela. ¿Hay alguna posibilidad de que su tímpano se rompiera por cualquier otra causa que no fuera un bofetón? —pregunta Clara expectante.

—Un tímpano se puede romper por mil motivos, como que si eres un bruto quitándote la cera puedes terminar con el oído perforado, así que no esperes que te diga que sin ningún género de dudas el de Olvido se rompió a raíz de un fuerte golpe. Sin embargo sí hay alguna señal que sugiere que pudo haber violencia. Es un rastro muy leve. Me explico: hasta que no hallé la rotura del tímpano no se me ocurrió fijarme con atención en sus orejas, pero en el lóbulo derecho había un ligerísimo desgarro en el agujero del pendiente que no se veía porque éste, que era muy grande, lo tapaba. Incluso había una gotita de sangre. Podría interpretarse como que Olvido se llevó un bofetón en la zona del oído con tal violencia que se clavó el pendiente y desgarró el lóbulo. Ya sé que está muy traído por los pelos, pero es lo único que se me ocurre. Eso sí, te garantizo que también se produjo poco antes de su muerte.

Clara sondea a sus amigas y, con las palmas extendidas hacia abajo, pide tregua como un árbitro en un partido, un tiempo muerto que me permita calmarme y evitar que empiece a ilusionarme como una tonta, porque algunas cosas están empezando a encajar y es todo tan perfecto, tan redondo, que temo aceptar que mis sospechas comiencen a ser ciertas.

—No me quiero alterar, pero ¿me estás diciendo que tienes pruebas de que alguien golpeó a Olvido y luego montó la escena para simular un suicidio?

—Eso me temo a tenor de los indicios.

—¿Entonces la golpeó hasta matarla y luego la colgó?

—No, el tortazo no la mató, pero una rotura de tímpano conlleva un fuerte dolor que puede llegar a provocar un desvanecimiento. Mi teoría es que opuso muy poca resistencia, la pilló desprevenida. ¿Recuerdas las uñas rotas y algunos arañazos superficiales? Te dije que podían ser típicas señales de una sesión desmadrada de sexo fetichista y, si lo piensas, eso es lo que indica el escenario. No sé si entraría en los cálculos del asesino que perdiera el conocimiento, como creo que sucedió, pero así, con ella noqueada, le sería mucho más fácil orquestar la pantomima del ahorcamiento.

—¿Y cómo hizo? ¿Usó la soga como polea a través de la viga del techo?

—Imposible, Olvido era un peso muerto. Si la hubieran levantado tirando de la cuerda habría dejado en su cuello marcas por rozamiento. Por otra parte, presentaba todas las señales propias de un ahorcado, lo que indica que alguien la sostuvo subido a una silla, le colocó la soga y la dejó caer.

—¿Y no podrían haberla drogado o amenazado a punta de pistola, como al Culebra? —sugiere Zafrilla.

—No había rastros de droga o alcohol en los análisis —precisa Dolores.

—No, además ella no se habría dejado —afirma Clara—. Ni a punta de pistola. Estoy segura. Era inteligente y con carácter. Supongo que esperaba a un cliente y se vistió para la ocasión según sus exigencias, pero en un momento dado comprendió que iba a morir y decidió pelear aunque su agresor fuera armado. Intuiría que, para no llamar la atención de los vecinos, el asesino evitaría disparar, y creyó tener una mínima oportunidad. Con lo que no contó es con que la dejarían inconsciente tan pronto. Luego el asesino montó la escena para que pareciera una muerte accidental en el fragor de un juego sexual.

—No me encaja, las señales de violencia apenas eran perceptibles —añade Zafrilla—. Si ella estaba en buena forma y se enfrentó a un hombre, la lucha, al estar igualada, tendría que haber sido más intensa. Un cuerpo a cuerpo entre dos oponentes siempre provoca daños visibles para ambos a menos que él fuera bastante más grande y robusto. Yo que tú barajaría la opción de que tal vez hubiera dos personas. De esta manera sí tiene lógica: uno la sujeta y otro la golpea, uno la sostiene en el aire y otro le pasa la cuerda por el cuello…

—No está mal pensado, y de ser así no tendría por qué tratarse de dos hombres. Podría ser una mujer y un hombre, o dos mujeres… —subraya Clara.

—¿Entonces descartamos la hipótesis de un solo asesino?

—No me atrevería, Laura. Como dice Lola, todo está demasiado en el aire. Yo creo que aún es pronto para dar nada por sentado.

—Pues no me parece justo, qué quieres que te diga —protesta Zafrilla—. Con lo que te estamos ayudando no tendrías que descartar mi idea así como así.

—Pero ¿qué tontería es esa de descartar tu idea si sois las únicas en quienes confío y con las que puedo hablar, si cada vez que intento abrir la boca ahí dentro —y señala con el mentón, en la otra acera, la puerta de la comisaría— les veo en las caras las ganas de fusilarme?

—No, joder, ahora no, que tengo la cámara frigorífica a tope y con el empresario ya voy servida por el momento —exclama Dolores con voz teatral.

Ríen las tres quedamente, cínicamente, con esa risa desesperada de lo perra, lo puta que es la vida, y más la nuestra, trabajando como negras todo el día, con esa mierda de la liberación femenina que mira que nos la han vendido bien y ya ves tú, qué asco de invento, lidiar con los compañeros en la oficina, con el carrito en el supermercado, con la familia en el cumpleaños, con la celulitis en el baño gimoteando porque no tenemos un cuerpo perfecto y, para rematarlo, odiando que nos lo recuerden nuestras parejas, si las tenemos, porque vaya insensibles y egoístas que son, y si no pues todavía peor, con el ansia de sentirte incompleta, como si te faltara algo. Qué mierda, vaya mierda de vida.

Y casi le dan ganas, qué cosa más tonta, de ponerse a llorar para ser consolada, que seguro que me entienden, que me dejan desahogarme y no se van a asustar ni a poner nerviosas como Ramón cada vez que me deshago en lágrimas ante él porque no sabe qué hacer, no encuentra el botón de reseteado. Ellas seguro que me abrazan como una madre y me dejan descargar esta pena porque es lo que necesito, porque es tan triste, pero tan triste, más incluso que el propio llanto, llorar a solas, a escondidas, sofocando los gemidos que suben por la garganta y casi sin querer empiezan a llenarse los lacrimales y Dolores, tan aguda, tan perspicaz, está a punto de preguntarle si esa luz en su mirada es por la risa o todo lo contrario cuando se interrumpe porque en el comedor entra un traje de caballero azul oscuro con su corbata y su camisa y sus zapatos relucientes y un hombre dentro.

—Hola, Ramón —saludan Dolores y Zafrilla.

—¿Qué haces aquí? —pregunta Clara estupefacta.

Ante tal avalancha de atención femenina y quizás azorado por la mirada embelesada de Zafrilla, con ese brillo en el rostro de jovencita arrebatada, él no acierta a articular palabra y se limita a besarlas ante Clara, a quien no besa pero acaricia el pelo antes de entregarle varios pliegos de fotocopias enrolladas.

—Ante todo hola, Ramón, qué tal estás, qué alegría verte —la corrige.

—Hola, Ramón, qué tal estás, qué alegría verte. ¿Qué es esto?

—Los planos que me pediste la semana pasada. Como sé que estás muy liada, he quedado por mi cuenta con el padre de mi colega el concertista para ahorrarte su rollo y que los tuvieras cuanto antes —y me los ofrece con una sonrisa y comprendo eso que sienten las madres cuando sus hijos de cinco años llegan a casa con el collar de macarrones cargado de ilusión y no puedo resistirme a sonreírle yo también porque a veces, muchas más de las que me merezco, todavía es ese héroe protector y tierno del que me enamoré, ese que no se merece mis silencios.

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