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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Y punto (53 page)

Esteban no dice nada. Calla y fija su vista en el horizonte de tejados y antenas y, aunque estamos a tanta altura, oigo que en nuestro silencio se entremezclan levemente los cláxones del tráfico. Yo no insisto, le dejo que digiera bien, que mastique sus recuerdos y motivos hasta que regurgite una respuesta aceptable. Y, por qué no reconocerlo, disfruto de esta tregua efímera, me relajo como si mi profesión fuera otra y tuviera al lado a alguien inofensivo junto al cual apreciar las vistas, alguien con quien bajar la guardia, a quien no hubiera acabado de acusar de ningún delito, con quien pudiera enfrentarme sin temor y sin pensar que tengo los codos apoyados en la barandilla, la espalda abierta al vacío y la mano demasiado lejos de la pistola.

—Usted es como si fuera virgen, ¿sabe? —reflexiona pensativo, dulce.

—Siento decepcionarle, pero a estas alturas va a ser que no.

—Al menos lo es para mí. Usted no le conoció. Me refiero a mi padre, al fascinante y maravilloso Julio Olegar. Al César. No tiene con quién compararme.

—No irá a decirme ahora que todas sus peleas y ese enfrentamiento casi enfermizo vienen de un complejo de Edipo mal asumido.

—¿Por qué no? —reconoce riéndose, y cambia de posición y se planta frente a mí, cerca, demasiado cerca—. A fin de cuentas debo darle una respuesta o al menos una explicación, ¿no es lo que espera? ¿O desea algo más, señora agente?

—Con una respuesta me basta —declaro incómoda.

—Pues bien —y se arrima un poco más todavía y me arrincona con sus brazos en la barandilla obligándome, en esa situación, a mirarle a los ojos mientras hace su confesión—, sí, sabía de la existencia de Olvido. Al poco de asentarme en la ciudad y empezar a trabajar con mi padre me di cuenta de su obsesión por jugar al squash y una vez me atreví a seguirle. Estaba claro que se veía con una mujer, pero no sabía de qué tipo, podía ser una amante, un antiguo amor de juventud… Esa situación me asustaba, lo reconozco, porque esa debilidad ponía en peligro los negocios de la familia y a todos nosotros.

—No veo cómo —le interrumpo.

—Le hacía presa fácil de un chantaje. ¿Recuerda el vídeo de aquel periodista? Yo vivía en constante preocupación, me ponía enfermo cada vez que lo veía salir los miércoles, tan contento, silbando como un adolescente. Estuve muchos meses pensando qué hacer, era obvio que no podía hablar con él, que se negaría a renunciar a esos encuentros. Por eso opté por hablar con la única persona de confianza que con certeza estaría al tanto del asunto: el abogado de la familia, Roberto Butragueño, su tapadera.

—Así que sólo decidió actuar para proteger a su familia —insinúo cínica, aunque sé que se encuentra demasiado encima de mí y no debería estarlo.

—Por supuesto. La vida sexual de mi padre me traía al pairo; el bienestar de mis hermanas, no —me asegura tan vehemente que tengo que desviar la mirada—. En un primer momento Roberto lo negó todo, no confesó hasta que le puse contra la pared. Entonces me informó de que Olvido era una prostituta de lujo con la que se veía desde hacía un tiempo. Le pregunté todo tipo de detalles y él, que también era cliente suyo, me ilustró sobre los servicios que ofrecía y su calidad como persona. Toda esta información me alteró sobremanera: mi padre se veía con una profesional. Hubiera preferido mil veces una querida porque eso implicaría al menos una cierta fidelidad hacia él. Ninguna mantenida muerde la única mano que le da de comer y le paga los caprichos; una puta, por el contrario, es peligrosa e independiente: dispone de otras fuentes de ingresos, de modo que si quisiera extorsionarle o humillarle públicamente no tendría nada que perder y sí mucho que ganar. Por eso decidí afrontar la situación, hablar cara a cara con ella y pedirle, pagándole incluso, que dejara de recibirle.

—Vaya —comento escéptica—, y se le ocurrió hacerlo justo un miércoles.

—La esperé en la cafetería y, en cuanto la vi aparecer, fui hacia ella e intenté hacerle comprender las implicaciones de un escándalo que afectaría sobre todo a mis hermanas. Pero esa mujer… Esa zorra insolente e hiriente me respondió que su negocio también estaba basado en la ley de oferta y demanda y que, como buena profesional, no mezclaba sexo con amor, de modo que si mi padre se había quedado colgado de ella no era problema suyo. Entiéndame, me puse furioso al escucharla recitar con tal sangre fría lo que podía llegar a ser nuestra ruina, por eso perdí los nervios y sí, he de asumirlo, llegué a zarandearla en la calle en un arrebato del que me arrepiento, y más ahora que dice usted que está muerta. Pero todo quedó ahí, créame. La dejé ante su portal y regresé al despacho. Puede preguntárselo a mi secretaria, ella se lo confirmará. Y ahora dígame —inquiere sin cambiar de postura, manteniéndome enclaustrada en el cerco de sus brazos ante el vacío—, ¿está satisfecha?

Durante un brevísimo segundo pienso en largarme, en decirle que sí, que me lo he tragado todo, la comida estaba deliciosa y el paseo ha sido celestial, la conversación escabrosa pero intensa y sus respuestas productivas y satisfactorias. Pero me acuerdo de Olvido con los ojos abiertos, balanceándose de un lado a otro sobre la habitación con gesto de sorpresa y las palomitas enredadas sobre su pecho y entre sus piernas, y me doy cuenta de que ahora también soy su presa, estoy atrapada entre él y el aire a mis espaldas, y me enfado tanto por su osadía, por ese querer seducirme en la distancia corta pensando que si miro sus ojos de fiera tal vez me olvide de mis deberes y mis sospechas, que reacciono, tensa y osada, y sabiendo que estoy cometiendo un error, suicida y temeraria, loca y dispuesta, le confieso que no.

—No, no lo estoy. Creo que me ha mentido, creo que hubo más. Un hombre como usted, tan expeditivo, tan astuto y eficaz, no pudo volver aquí con el rabo entre las piernas dejando que una prostituta se saliera con la suya. Y tampoco creo que sólo la hubiera visto una única vez ni que, casualmente, esa ocasión fuera el miércoles, el mismo día en que su padre desapareció y Olvido falleció. Sé que me oculta algo, que pasaron más cosas, que lo sabe, y que me lo niega.

—No me llame mentiroso… —susurra, y sus rasgos se vuelven peligrosos.

—Sólo digo que su versión me parece incompleta. No aceptaría una derrota con tanta deportividad. Es capaz de más.

—¿De qué me cree usted capaz, Clara? ¿De buscar a una mujer, mejor dicho, a una puta, que sólo pretende destrozar una familia, y partirle la cara? —y se frena para observarme no ya furioso, sino amenazador, e inquirir con una voz trastocada que no parece suya, que parece más bien el ronquido de un gigante o el silbido de una serpiente de cascabel—. ¿Y cómo dice que la mataron?

—La ahorcaron. La colgaron de una viga en su propio apartamento.

—¿Murió asfixiada en su casa? —y ante ese brillo suyo en la mirada, yo, como el ratoncillo fascinado por el baile hipnótico de la cobra, no acierto a responder y me limito a asentir con la cabeza y de repente noto sus manos en mi cuello y su cuerpo contra el mío y sus labios cerca de mí visibles en esa media sonrisa que no sé si es de dolor o placer, y me falta el oxígeno aunque no me oprime con sus dedos, sólo envuelve mi garganta en un gesto que es de posesión y de dominio, privado, sexual y enfermizo.

—Suélteme —balbuceo, y me revuelvo como puedo para aflojar sus manos y conseguir liberarme de ellas. Pero no cede, se aprieta contra mi pecho y no hallo el espacio suficiente para maniobrar ni, siquiera, conseguir alzar la rodilla para golpearle en la entrepierna.

—¿Así? —musita—. ¿Así es como se sintió esa puta antes de morir? ¿Qué siente usted, Clara?, ¿miedo? Dígame la verdad, ¿no está excitada?

—Déjeme… —consigo jadear.

—¿Está asustada?, ¿nerviosa?, ¿inquieta? —insiste con su aliento de fresa en mi boca de presa—. Pues así es como me tiene usted a mí, exactamente así.

Le miro y no sé si está enojado o se está divirtiendo, a mis espaldas silba el viento que se levanta y me alborota el cabello y su cuerpo tenso sobre el mío inclinándome con su peso cada vez más sobre la barandilla de acero y cristal. Quisiera decir algo, que parara de jugar quizá, pero tampoco sé si esto es un juego y desde luego ya está durando demasiado y, como un escalofrío que me recorre entera, me doy cuenta, aunque ya lo sabía, de que Pietro desapareció hace un buen rato y estamos los dos solos, terrible, abrumadoramente solos, yo en la terraza con él y él en su vida de ausente, y es esa soledad la que lo vuelve travieso y difícil, sin nada que perder más que un hastío sin medida.

—¡Suéltala! —ordena inesperadamente una voz de hombre.

Intento volverme como puedo y sólo consigo, prisionera entre sus dedos devenidos en garras, girar un grado la cabeza y contemplar por el rabillo del ojo a París con la pistola desenfundada en posición de apuntar, las piernas abiertas y un furor en la expresión que no recuerdo haberle visto más que una vez, o tal vez dos, hace mucho, en un tiempo ya perdido.

—No voy a hacerle nada —responde Esteban Olegar con apatía.

—A mí no me lo está pareciendo. ¡Y te he dicho que la sueltes!

—Y si no la suelto qué me va a hacer…

—Te reviento la tapa de los sesos, niñato de mierda, y ya seréis dos menos en la familia en apenas una semana.

Le ha dolido. Lo noto en sus ojos que tengo tan cercanos, en esas pestañas que tiemblan y en las pupilas negras que se dilatan como pozos sin fondo y se quedan fijas, inmóviles, clavadas entre mis cejas; lo noto en la presión de sus dedos, que me sujetaban sin apretar antes y ahora se contraen como recorridos por un espasmo y se ciñen sobre mi garganta con fuerza aunque sin lastimarla, y también en su respiración, pareja a la mía, que se detiene por un momento antes de reanudar su ritmo oscuro y sereno como una fúnebre sintonía.

—Se confunde, agente. No quiero hacerle daño —y no sé si se lo dice a él con esa voz lejana y altiva o a mí, con ese tono íntimo y conspirador—. Es demasiado valiosa para eso. Es única, es virgen, ¿no se había dado cuenta?

—Pues si es tan valiosa suéltala de una puta vez. No te lo diré dos veces.

—No disparará. No es capaz.

—Ponme a prueba.

Y su actitud es tan resuelta que hasta Esteban se percata de ello y yo comprendo que sí, es perfectamente capaz de hacerlo y casi deseo que lo haga.

—Sólo estábamos jugando —y pícaro me guiña un ojo como dando a entender que se ha acabado la diversión porque este capullo nos la ha chafado, qué lástima, agente, se perdió el intenso momento de intimidad, adiós a la tensión sexual y al caliente coqueteo, y ahora afloja sus manos de mi cuello pero no las retira, lo acaricia y, manteniendo su cuerpo sobre el mío, se inclina un poco más y me besa, un beso húmedo, jugoso, que me permite notar su calor, la tersura en su piel, los nervios contenidos y el hambre de no estar solo, de no estar perdido, de estar poco a poco dejándose llevar sin control, cada vez menos cuerdo. Y me pilla por sorpresa, no me permite reaccionar y, atrapada como estoy, sólo puedo ver a París de reojo, sorprendido también, petrificado hasta que empieza a gritar:

—¡Que la sueltes, hijo de puta cabrón, te he dicho que la sueltes! ¡No le toques ni un puto pelo más!, ¿me oyes, mamarracho?, ¿me estás oyendo?

Esteban, tras morder mis labios, introducir su lengua, saborear el interior de mi boca, profanarme el paladar, se aparta de mí con languidez, levanta las palmas con aire condescendiente y, moviendo la cabeza como un maestro que le explica la lección a un alumno particularmente obtuso, protesta.

—Qué poco perceptivo es usted, oficial, qué puritano. ¿O es que no sabe distinguir entre la amenaza y el escarceo amoroso? —y a pesar de que París no ha cesado de apuntarle, baja sus manos y saca un pañuelo del bolsillo para limpiar la huella de mi carmín.

Me tiemblan las piernas pero no quiero darles el placer de ver cómo me siento en el suelo, derrotada, así que me quedo de pie, jodida pero de pie, apoyada en la barandilla, y mientras el anfitrión se aleja camino del ascensor París se abalanza sobre mí y, consciente de mi palidez, me abraza con fuerza haciéndome casi daño, pero no importa, seguimos así, abrazados y serios los dos, cuando Esteban, junto a la compuerta que acaba de abrirse, se vuelve hacia nosotros:

—Espero que sepan disculparme, pero ahora debo marcharme. Ha sido un placer, agentes. Y, Clara, ya sabe que estoy siempre a su disposición.

Y accede al interior, contemplándonos impasible mientras aprieta el botón y un muro se cierra entre él y nosotros, y oigo a París que me susurra por entre el pelo que el viento ha enmarañado y que Esteban Olegar ha olido:

—Si quieres lo hago detener ahora mismo por agresión a un agente.

*

—No te entiendo, Clara, de verdad que no te entiendo —refunfuña París en el coche, camino de comisaría.

—Qué no entiendes, ¿que no quiera empapelarle? Te lo he dicho mil veces, no llegó a hacerme daño, sólo me inmovilizaba. Lo que más dolió fue el susto.

—Pudo haberte lanzado al vacío sin ningún esfuerzo.

—Pero no lo hizo, y que yo sepa aún no se juzgan en este país los pensamientos sino los actos.

—Sí las tentativas. Sólo con el hecho de cogerte por el cuello habría sido suficiente para colgarle una agresión. ¿Te ha dejado marcas?

—Creo que no, apenas llegó a apretar demasiado.

Pero…

—¡Ni peros ni hostias! —brama—. Ese tío está como una puta cabra y pudo tirarte desde su terraza, o estrangularte, o violarte o todo a la vez. No uno ni dos, tres delitos, tres, de los que podemos acusarle. Y con mi testimonio hubiera bastado. ¿Quieres hacer el jodido favor de explicarme por qué lo hemos dejado escapar? No, si encima va a ser que te gustó el beso…

—Vete a tomar por el culo.

—Lo teníamos, Clara, por mis muertos que lo teníamos, y sabes tan bien como yo que ese niñato no oculta nada bueno.

—Es cierto, lo teníamos, pero ¿para qué? Sólo podríamos denunciarle por tentativas, nada más, y con los abogados que se gasta no tardaría ni un suspiro en salir, primero bajo fianza y luego libre por falta de pruebas. ¿Y de qué nos sirve ponerle sobre aviso y entretenerlo unos cuantos días entre calabozos y juzgados? Estamos detrás de algo mayor, no lo olvides, tenemos tres muertos, los tres están relacionados, y dos de ellos directamente con él.

—Ah, qué bien, ya veo que has planeado darle cuerda al muchacho. Pues muchas gracias por comunicármelo, qué honor. Te advierto que no va a ser tan fácil como te piensas controlar a un tipo así; es imprevisible, se puede salir por peteneras en cualquier momento y, en todo caso, tampoco tienes indicios de que sea el responsable de alguno de los crímenes… ¿O sí?

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