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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Y punto (70 page)

BOOK: Y punto
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Ante mi sonrisa de hiena que no admite réplicas no le queda otra que salir con el rabo entre las piernas. Yo aprovecho para encararme con esta chiquilla boba que empieza a dejar de serlo a pasos agigantados.

—¿Pero tú de qué vas? —musito en un susurro con vocación de grito.

—Ay, Clara, es que hacía tanto que no me tiraban los tejos que…

—Qué tejos ni qué niño muerto, ¿eres capaz de irte con él a tomar algo, así, a la buena de dios? ¿Tú le has visto la cara? ¿Y qué le digo yo a Carlos?

—Tampoco es para tanto, no me voy a fugar con él, sólo a tomarme un café. Además, qué puede pasarme con un chico tan bien educado. Es, cómo te diría… galante, chapado a la antigua. Y por Carlos no te apures, para el caso que me hace… Si viene por aquí y te pregunta le dices que me fui a casa de mi hermana porque había quedado con ella en salir de compras y si quiere algo importante que me llame. Ya verás como ni se acordará de que existo, lo que yo te diga.

—Creo que es un error. Y además, que no me quedo tranquila —insisto.

—Por favor, si sólo vamos aquí al lado. Mira, te prometo que mañana a primera hora te llamo para contarte que no me ha violado ni descuartizado ni nada, ¿vale, Clarita? Lo tuyo es la monda, antes no parabas de meterte con Carlos, luego lo defiendes y ahora te sulfuras porque charle un rato con ese compañero vuestro tan formal. A ver si me dibujas un mapa porque te juro que no te entiendo, de verdad. ¿Quién es ahora el poli malo y quién el bueno?, ¿eh? ¿Quién?

Y se va, se pira, desaparece con su bolso y, como el hada Campanilla en su escena principal, la estela de polvos de colores que deja a su paso me envuelve y me hace pensar mientras su ausencia se torna cierta y el telón de mis ideas comienza a bajar. «Poli Bueno» y «Poli Malo», ¿quién es el bueno y quién el malo, Carlos y León, Nacho y el Bebé, Fernando y Bores o Santi y Carahuevo? Cuántos nombres, cuántos hombres, todos policías y una larga lista con números de teléfono que sé que guardan las respuestas. Y frente a mí, pinchados en el corcho de cualquier manera, los interrogantes con los pseudónimos y las identidades que les hemos ido colocando, las auténticas personalidades que Olvido, que les conocía mucho mejor que nosotros, nos ha ido revelando; tenemos «la Familia» al completo: Virtudes, Vito, Malde y mi querido Culebra; «Letrado Insaciable», cómo no, un Butragueño que no se sonroja al reconocer su condición de putero; también nuestro «Sencillo Hombre de Campo», don Julio César Olegar, alguien con quien sólo ella intimaba de verdad; y permanecen algunos huecos vacíos que por el momento renuncio a investigar porque no doy para más aunque me cargo en mi mente, movida por la lógica, a algunos alias poco probables, como al «Editor de Bestsellers», que posiblemente sea Jacinto u otro pamplinopla similar porque por lo que sé estos tipos son demasiado blandos, demasiado pusilánimes como para asesinar en la vida real; elimino también al «Pederasta Ficticio», sea quien sea, pues sé que quien aspira a algo sin cumplirlo es demasiado cobarde como para soñar con dar el gran salto; igualmente borro al «Subsecretario Trepa» y al «Futbolista Merengue», ya que ninguno se jugaría la plaza por darse el placer de cargarse a alguien, aunque fuera por afición, y también al «Viajante de Calzado Rijoso», por esporádico, y al «Voyeur Patológico», porque un mirón jamás osaría pasar a la acción, y al «Poeta Ingenuo», alguien tan sensible que se resistiría con toda su alma a ponerle a una mujer la mano encima. No, creo que ninguno de éstos podría ser el desalmado al que busco y, convencida, sigo eliminando momentáneamente para priorizar a los sospechosos porque no quiero perder días enteros llamándolos sin resultado, por eso desecho también a los «Alcaldes de pueblo», al «Boxeador» o al «Ginecólogo» que exploraba de más. Sé que corro el riesgo de equivocarme, pero todos tienen números de teléfono fijo y ninguno es de esta ciudad, son aves de paso despreocupadas y el asesino, me lo dice el alma, se mueve por aquí, está muy cerca, es sigiloso y no dejaría huellas tan claras. Pero va a caer, decide con los labios apretados, esto no se puede quedar así, ahí está, en la pared frente a mí, lo tengo justo delante, a un metro de distancia, enmascarado bajo uno de esos apodos y tengo que dar con él. Ya se ha llevado a cuatro y no sé cuándo va a parar. ¿Cuántos nombres en clave me quedan?, ¿quién de ellos es la cara del mal? Los que más me escaman son «Tarado», «Masturbador», «Músico Loco», «Gay Frustrado» y, ¿por qué no?, «Universitario Ambicioso».

Sí, podría ser este último. Empezaré por él porque, si es quien me temo, sé que no tendría reparo en acabar con una vida que no se plegara a sus caprichos.

Clara descuelga el teléfono decidida, con una sonrisa en los labios incluso, marca el número de un móvil y espera con caima, complacida, alejada de toda duda la sombra de un error.

Un tono, dos, tres, y un mensaje grabado de alguien cuya voz conozco y que anuncia que está ocupado y no va a descolgar por nada del mundo. Da igual. Sé perfectamente qué recado le voy a dejar:

—Buenas tardes, éste es un mensaje para Esteban Olegar. Soy Clara Deza, adivine dónde he encontrado su número privado. Le llamo para comunicarle que he vuelto a pillarle en una mentira y en algo más. Me gustaría que pudiéramos vernos y aclarar algunas cosas. Llámeme, gracias.

Y al colgar asumo que esto es una provocación, que cualquier otro en su sano juicio levantaría el vuelo si fuera culpable, que París me matará en cuanto se entere de lo que acabo de hacer, pero me ha podido el espíritu juguetón de disfrutar como el gato con el ratón y sé que Esteban no huirá. Tiene demasiado que demostrar, hacerme callar, enseñarme que es más listo, más chulo, que lo tiene todo pensado, que ha sabido cubrirse las espaldas con coartadas perfectas, que no le voy a pillar. Por eso llamará, seguro. Sólo tengo que esperar.

Satisfecha, contenta como hace días que no lo está, recoge sus pertenencias, se pone su chaqueta de cuero y se levanta dispuesta a marcharse con una sonrisa en los labios, con un deje de niña resuelta que, más que aprobar, se marca un sobresaliente que nadie apreciará. Pero da igual, no importa, y se permite acercarse al corcho y poner, junto al nombre en clave de la lista, la auténtica personalidad del «Universitario Ambicioso», ahora cabeza del imperio Olegar.

Ya en el coche, entre el tráfico absurdo y los viandantes que maldicen a los antepasados y, especialmente, a la santa madre de nuestro querido alcalde que nos jode la vida con las obras, no puede evitar entrecerrar los ojos agotada y confundir la silueta de los muñecos rojo y verde de los semáforos con la de los dos nombres incluidos en nuestra lista: «Poli Bueno» y «Poli Malo». ¿Quiénes son?, ¿quién demonios podrán ser?

Se acuerda de sus compañeros, de París que salió huyendo por no enfrentarse a Reme, del Bebé que no aparece, de León con sus ojos invisibles e inescrutables, de Santi lleno de tubos, Carahuevo lamiendo culos, Bores enterrado en papeles, Nacho pateando calles, todos, en definitiva, con su propio rol, y asume que tendría que encararles, reunir valor y preguntárselo a la cara. Pero es lo de siempre, otra vez, le doy vueltas y más vueltas a ideas peregrinas en mi cabeza y no soy capaz de llevarlas a cabo.

Me falta valor, me faltan huevos, claro, como que no los tengo, diría cualquiera de éstos para burlarse de mí, para convencerme de que este curro, por más que nos pongamos feministas y hayamos quemado sujetadores en manifestaciones, entiéndeme bien, nena, me caes de puta madre, pero no está hecho para ti. No es personal, de verdad, que te quiero mogollón, que eres como una hija, o como una hermana, o como una mascota para mí, pero se trata de un trabajo para hombres, y punto. No hay más vueltas que darle, o se tienen o no se tienen, los huevos, me refiero. Y sí, de acuerdo, será que me sobra más de medio cerebro para hacerlo y me pesan las ubres y me faltan los susodichos, pero con ellos no es que me sienta femenina, débil, torpe o cobarde, es que ando escasa de rencor y en el fondo los aprecio y sé que alguno está detrás de esos dos nombres en clave, porque no existen las coincidencias, porque todo gira peligrosamente cerca de esta comisaría, porque ya no creo que existan los Reyes Magos y si pienso mal, acierto, y me pierdo y me pierde el temor de tener que encarar al «Poli Bueno» o al «Poli Malo», qué más da, dos maderos en la lista de clientes de una puta asesinada, eso es lo que cuenta, y saber que pueden serlo alguno de ellos, de los que me faltan al respeto, los que me ponen de mal café o se mofan porque me lo tomo todo demasiado en serio, los que me mienten o no cuentan la verdad o nunca sé adónde van.

Como París, recuerda de pronto, París que le dio plantón a Reme el martes por la noche sin explicación alguna, que la dejó tirada sola frente a una cena fría. ¿Tuvo guardia el martes por la noche? Que yo recuerde no, no me suena y casi lo aseguraría, aunque con este baile de ausencias y sustituciones cualquiera se entera. Y la memoria de Clara se inquieta y la conduce mentalmente al panel de corcho donde, además de las fotos de cadáveres que se acumulan en su conciencia como deberes pendientes, además de las pocas identidades reveladas en la lista de Olvido y de un calendario precario de muertes y horarios, se cuelga la tabla de turnos para la guardia frente a la casa de Vito, una guardia que no sé ni por qué se sigue haciendo si desde que me entrevisté con él quedó bien claro que nos ha pillado, murmura para sí, vaya tontería gastar tiempo y efectivos, disfrazándonos de repartidores de periódicos o de verduleros cuando, en el fondo, ellos saben que estamos y nosotros sabemos que lo saben y todo se reduce, imagino, a esperar el momento en que tengamos que actuar. Pero eso, a fin de cuentas, no es ahora asunto mío, quién lo iba a decir, con las ganas con que lo cogí no hace ni una semana, y sí lo es el saber dónde se metió Carlos, mi Carlos París, un martes por la noche sin novia y sin guardia que cumplir.

Mete un frenazo con su coche en mitad de la calzada, los automovilistas de atrás pitan e insultan a partes iguales, busca una ocasión, espera su oportunidad, su turno para ejecutar una pirula, cambiar de sentido de circulación y volver a comisaría, volver de nuevo a la caza, volver de nuevo a la vida.

Casi sin aliento aparca sobre la acera de la comisaría, menos mal que el gordo a estas horas no está, andará cenando en su casa con los pies en remojo de tanto currar sin sentarse, la columna hecha un ocho y su mujer dándole friegas y preguntándole por qué no lo van a cambiar nunca de destino, por qué tiene que ser siempre el que pringue en la puerta, por qué nadie se da cuenta de lo que vale, nadie le da una oportunidad. Cómo decirle que hasta él mismo sabe que no sirve para más, cómo decirle a ella, que no entiende de escalafones y titulaciones, que se sabe tan quemado que es imposible que se domine y se llegue a callar, siempre soltando barbaridades, metiéndose con las agentes novatas que en unos meses ya tendrán la misma categoría que él, esas niñatas acomodadas que tuvieron tiempo y apoyo para estudiar y que le llaman morsa y caraculo y ni se molestan en saludarle cada vez que se proponen entrar.

El tablón del turno de vigilancias me observa, no me pierde de vista desde sus ojos como celdas clavados en la pared. Lo único que tengo que hacer es comprobarlo, ¿tenía guardia París el martes por la noche? Y siempre es lo mismo, el miedo a saber, a descubrir farsas que me decepcionen, falsedades que me duelan, traiciones que me puedan lastimar pero qué más da si al fin y al cabo casi todos me han decepcionado ya. Vamos, hazlo. Acércate y mira. Échale un par.

No. No tenía guardia. Y Javier el Bebé tampoco. Ambos estaban libres para buscarse como alternativa un ligue pasajero o acechar a un compañero en lo más recóndito del monte. ¿Es eso lo que haría París?, ¿ponerle los cuernos a Reme, esa histérica, preferir salir solo o llegar tarde antes que soportarla toda una noche hablando sin parar? Imposible saberlo, imposible conjeturar dónde se metió o si quiso de verdad quitarse a Santi de en medio. Y qué motivos tendría. No se me ocurre ni uno. Apenas se conocen, es un recién llegado, ¿de dónde vendrá, qué amigos tendrá en otras comisarías, en otras ciudades, qué conocidos entre los jefazos de las mafias locales? Pero no, vaya tontería, París es demasiado recto, demasiado cuadriculado, demasiado cobarde. Para todos estos asesinatos ha hecho falta un poco de creatividad, un cierto sentido de la gamberrada, un dejarse llevar más lúdico, más cruel.

Le pega más a Javier el Bebé, que tampoco tenía guardia y, además, no ha llegado ni a aparecer. Se perdió ese mismo martes y hasta hoy, dos días después, sigue sin responder a las llamadas, con ese extraño arañazo en la cara con el que apareció el día de la muerte del Culebra y su aire de inocencia que chulea a las muchachas, seguro de su gracia, ambicioso, insolente, siempre metido en chanchullos cuando no acaba más que de empezar. Tengo que averiguar dónde estuvieron los dos, juntos o separados, desapegados y misteriosos, tipos a quienes no acabo de ver venir, con sus complejos y sus silencios y ese buscar una camaradería que no acaba de cuajar. A fin de cuentas son los nuevos y guardan una noche perdida, quién sabe si compartida, que no quieren explicar.

Decidida, con un misterio más en la mochila llena de secretos a desentrañar, Clara se dispone a marcharse de una vez, convencida de que ha dado con otro nicho de mentiras que a estas alturas, reconozcámoslo, ni me decepciona ni me desanima ni me obsesionará. Me da lo mismo, me da igual, sólo es otra pieza que no encaja en una maraña de datos y nombres que no logro ordenar. Calmada, tranquila, convencida de que no va a pasar nada peor, con esa paz que da el saber que todo depende de la fatalidad, que todo se empieza a desmoronar y no lo podrá evitar, sale con las manos en los bolsillos y la mirada baja hasta que una sombra se le echa encima sin avisar.

—¡Cuidado! —grita Clara arrimándose a la pared y a punto de perder el equilibrio en el recodo más angosto de la escalera que asciende, enrevesada y oscura, hacia la salida—. ¿Qué querías, atropellarme? —pregunta sin saber aún a quién se está dirigiendo.

—Perdón, es que iba pensando en mis cosas —se disculpa una voz compungida.

—¿¿¿Y tú dónde coño te habías metido???

*

Javier el Bebé no sabe qué responder. Se siente confuso, y lo entiendo. El pobre chico llega como quien se fuma dos días de clase creyendo que su única preocupación será encontrar a alguien que le preste los apuntes y se topa conmigo histérica y odiosa, interrogándole como una madre porque su hijo volvió muy tarde anoche. Farfulla un saludo con desconfianza, la que da el tener que hablar sin saber qué sospecha el otro, y no sabe si es conveniente de entrada proclamar su inocencia o, por el contrario, esto le hará parecer más culpable.

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