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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Y punto (74 page)

La fuerza de voluntad me falla, no obstante, y aunque quisiera dejarme vencer por la inercia, mi mente bulle traviesa y no puedo, qué condena, estarme quieta. Son mis dedos, que deberían permanecer inmóviles, los que se mueven y me llevan por la senda irremediable, irreprochable, de la diligencia, los que vuelven al ordenador y teclean impacientes mi contraseña para abrir el correo y eliminar a golpe de ratón el ofrecimiento de todo tipo de maravillas para solucionar mi salud y mi vida. Acaricio por un momento la idea de encargar un kilo de pastillas para dormir hasta que me topo con un e-mail de Lola, diría que me ha leído el pensamiento, y me pongo de inmediato, lo sabía, a trabajar.

Hay noticias nuevas que sé que te van a animar, promete, y no me decepciona, en realidad no lo hace jamás. Me notifica que ha seguido a ritmo frenético con los análisis de ADN, apurando horas de sueño, saltándose plazos y protocolos, despertando de madrugada a forenses para que empezaran a menear tubos de ensayo, y es que Julio César Olegar tenía por amigos a la mitad de los cargos políticos del Estado, empezando por un ministro y un par de subsecretarios de esos que se animan alegremente a descolgar el teléfono a última hora de la tarde y tocar las narices para saber cómo van las pesquisas, no por descubrir qué pasó, que no importa tanto el modo, sino porque la viuda está desconsolada al no poder disponer del cuerpo de su marido y, compréndelo, Manolo o Antoñín, que es el tono que usan los jefes entre ellos, con esa camaradería como de bar cutre con serrín y cáscaras de gambas por el suelo, y cuanto más chabacano se tratan más colegas son, aunque luego se pongan a parir en corrillos diciendo que a Fulanito le han dado el cargo a dedo y Menganito no sabe ni cuadrar un balance, y no mencionemos a Zutanito, que se ha pasado por la piedra a la mitad de las secretarias del ministerio, y es que así no podemos seguir, tú me entiendes, esperando sin saber hasta cuándo os saldrá de los mismísimos devolver el cadáver a la familia, y mientras ni funeral en la catedral ni pleitesía al finado ni disculpas bien servidas, porque lo que yo necesitaría es que fuera ya, Antoñito o Manolo, te lo digo como lo siento, porque me gustaría encontrarme en el cementerio con Paco, el subdelegado, y ese ceremonial, lo de vernos allí como quien no quiere la cosa entre sepulcros, panteones y cruces de mármol, nos vendría que ni pintado sin levantar sospechas ante los periodistas, los votantes y la oposición de la que más pronto que tarde se armará con mi designación.

En resumen, que gracias al amor de Mónica por los actos sociales y las prisas por devolverles el fiambre cuanto antes, sus análisis han sido los más apresurados y efectivos en años y ya tengo su perfil genético, escribe Lola, y mira tú por dónde los ha podido comparar con los de otros muertos recientes relacionados con éste y sus parientes y hete aquí que el azar, inesperado y juguetón, nos revela que tenía con Olvido mucho más que una bella y sufrida historia de amor. Porque además de la pasión, del dolor y las rosas, ambos tenían un hijo en común.

Lo que más me gustaría en este momento sería ponerme a dar saltos en torno a mi mesa, que es algo que siempre pienso aunque luego nunca me anime a hacerlo, pero realmente hoy no es emoción lo que siento. Hay un niño en un internado sin padre y madre porque los dos han sido asesinados en poco más de cuarenta y ocho horas. Eso no es para congratularse y sí para agarrar el teléfono y empezar a tirar de unos cuantos hilos después de que Lola me jure que los datos están contrastados y se pueden esgrimir ante la viuda, el ministro y Nuestro Señor.

Por ejemplo, le cuento a Butragueño que sé quién es el padre de Andrés, pero no me deja que le revele su nombre. No es asunto suyo, reitera, y no consigo averiguar si se está haciendo el loco, lo intuye o prefiere ni oírlo. Es más, me pregunto si lo sabría el propio Olegar o por cuál de los dos progenitores se hubiera inclinado el abogado de mediar una disputa entre ambos. De igual manera, insiste en desentenderse y, en todo caso, no puedo dejar de admirar su fidelidad y su silencio: será un putero y un fresco, pero es un perro fiel. Inquiero sobre el testamento de su cliente y amigo pero aún no ha sido abierto, lo mínimo es esperar a enterrarlo para repartirse el botín, ironiza. Aun así, me revela que el vigente, tras numerosos cambios debidos a los avatares de su existencia —suicidios de esposas, segundas nupcias, hijos e hijas que reclaman su lugar—, data de hace sólo diez meses. No pidió asesoramiento en ningún término de la redacción, no le consultó y no le permitió leerlo, me asegura, y no soy capaz de averiguar en la distancia si me miente o, como siempre, me oculta información. Sólo me dice que le sorprendieron sus ganas de querer cambiarlo, porque tras tantas enmiendas en el anterior no había nuevos motivos que él conociera que sugirieran mejorarlo con respecto al precedente. Quién sabe, confiesa, qué vueltas da la vida de la gente.

Prefiero no responderle, le agradezco su atención, me despido y cuelgo. Yo sí me hago una idea del porqué, pero quién soy, a la postre, para chafarle a nadie una sorpresa que ha guardado agazapada hasta después de su muerte.

Me planteo cómo continuar ahora: ¿llamo al heredero del imperio Olegar o me reservo esta baza para el final? Afortunadamente, el teléfono resuelve mis dudas proclamándose protagonista y resistiéndose a callar hasta que descuelgo. Es, para mi sorpresa, doña Mónica, la viuda. Acaba de elegir las flores, me cuenta, y la música también, y ha comprado vestiditos negros de alta costura para las niñas, no los quieren iguales porque tienen muy definida su propia personalidad, me explica, y ha elegido un sombrero precioso para ella que realzará su rostro sin taparlo y le dará ese aire de belleza etérea y dolida que, por supuesto, quedará arrebatador en las portadas de las revistas del corazón. Esto último no me lo dice, pero por mi instinto como mujer y policía no me cuesta imaginar sus pensamientos mientras me ofrece, con su más exquisita cortesía, la posibilidad de verla, porque ahora mismo está libre y a mi entera disposición. Debe de ser que en el fondo no soy mala, aunque lo intento, porque me contengo y no le digo qué me hace recordar esta frase que en un pasado, lejano pero no olvidado, probablemente tuvo que pronunciar con más frecuencia de lo que hubiera deseado, así que dejo pasar con pesar la ocasión de ejercer mi ironía y la cito para dentro de una hora aquí, en comisaría, aprovechando que estará libre de monos, asnos, gorrinos y demás elementos bulliciosos de la jauría.

*

Mónica Olegar, revestida de su nueva autoridad, de su reciente condición de viuda, entera y abnegada, hace acto de aparición y, nada más descender por las escaleras, percibo que se siente decepcionada: apenas hay público que la pueda aclamar, sólo un par de novatos de la oficina de Denuncias, algún agente que no asistió a la operación porque tuvo guardia, y yo. Casi hasta me da pena. Llegaba tan bien arreglada, tenía tan planificada su puesta en escena, que no dejo de advertir lo descolocada que se siente ante la escasa audiencia.

Se nota a la legua que piensa que su estatus recién adquirido, que luce como un estandarte, la hace más respetable. En el fondo toda su vida ha sido eso, una carrera desbocada hacia la fama primero y, después, una vez adquirida, hacia la respetabilidad. Pero a mí no me engaña, hay quien cree que una desgracia convierte al damnificado en merecedor de lástima, en receptor de una compasión colectiva que le otorga carta blanca para actuar a su modo o al dictado de sus caprichos. En este caso concreto, si Mónica era ya una mimada, una malcriada, ahora es, directamente, una consentida. Pero en algo se equivoca: los damnificados aquí son los muertos, ella sólo es una mera superviviente, una mantenida que permanece viva alimentándose de los restos que le dejó su marido al palmar, como las cucarachas tras la explosión nuclear.

Con todo, estar aquí no deja de imponer, y dudo mucho que la Mónica católica, apostólica y romana que se planta ante mis ojos, por más que haya visto y vivido escenas con sujetos de todo pelaje que ni un curtido policía se imagina, sea una excepción. A pesar de ello, nunca dejaré de admirar el uso que ella y algunas otras sabias mujeres pueden hacer del maquillaje. Lo lleva como una máscara solemne y excepcional en un baile de carnaval, no una máscara que esconda su dolor, sino que lo realza. Estoy segura de que mañana o pasado o cuando quiera que suceda, ministros y subsecretarios se mearán de gusto al verla y se darán de tortas por salir en la foto a su lado, pasándole una zarpa consoladora por el hombro, tendiéndole su pañuelo, acompañándola en el sentimiento. Pero ella no llorará, se le estropearían sus pinturas de camuflaje. Se mantendrá, como en este momento pretende, hierática y soberana, flanqueada por sus tres deidades rubias que asustan y conmueven, y sabrá sobrellevar con admirada serenidad y decoro el miedo de enfrentarse a su propia soledad, el final de una época en la que todo lo que brillaba era oro.

—¿Qué será de usted ahora? —me intereso, directa, en cuanto toma asiento.

Finge no entenderme y me obliga a explicarle que preveo que, muerto su marido, su hijastro le dará problemas. No a las niñas, por supuesto, pero a usted sí. No la respeta y debe de estar esperando con ansia el día en que un desliz, un supuesto novio o cualquier portada equívoca puedan invalidar el legado que Julio dejó para garantizar su posición.

No lo hará, me asegura. Esteban es un alma buena, adora a sus hermanas…

—Pero a usted no —matizo incisiva—. Juraría que desea quitársela de encima.

Es entonces cuando Mónica, sin perder las maneras, saca las uñas, primero como advertencia, quizá más tarde como arma, y anoto en mi memoria que están bien afiladas. Me informa de que «su hijo», desde la muerte de su padre, ha demostrado una lealtad conmovedora y después, por si acaso, me asegura que no es tonta, cosa que ni por un instante dudé, y que Julio se avino a firmar un generoso acuerdo prematrimonial en caso de divorcio o defunción, buena prueba, así pues, del demostrado talento de esta dama para vivir del cuento. Finalmente, como si el breve rato que llevase charlando conmigo fuera una soberana pérdida de su caro y ocupadísimo tiempo, me interpela con altivez:

—Y ahora dígame, ¿ha averiguado algo? ¿Qué pretende de mí?

En realidad nada, quisiera decirle, sólo tocarle un poco las narices, hacerle perder la estudiada clase y teatralidad que demuestra allí por donde va, incendiar la imagen de falsa abnegación que se gasta y, una vez expuesta su verdadera naturaleza y sus miserias, tirar del hilo, a ver qué encuentro bajo esa careta. Lo único que hago, en cambio, es preguntarle qué pasaría con su situación si, a efectos legales, Julio tuviera más hijos que los reconocidos, si sospechaba que pudiera tener una relación con alguien más y si por un casual le suena el nombre de Olvido Ugalde.

Para mi absoluto desconcierto, he de reconocerlo, se desmorona como un castillo de arena ante una leve brisa y, entre hipidos y sollozos desaforados, muy en contradicción con el alarde de compostura que antes mostraba, lo desembucha todo: que su matrimonio era una farsa, que como pareja hacía años que habían perdido la ilusión y la pasión, que no quedaba nada más que la rutina de fingirse unidos ante las amistades, que la llegada de Esteban recién acabados sus estudios no fue más que el agravante y la situación tornó a peor a raíz de las broncas entre padre e hijo por cómo dirigir sus empresas y que, para qué negarlo ahora cuando todo ha perdido su sentido, Julio se veía con alguien. Pero, jura y perjura, ella nunca quiso averiguar con quién. Lo que sí sabía con certeza es que lo que más deseaba su marido en el mundo era otro hijo varón. No por cuestiones de reafirmación personal, orgullo de macho o futura herencia patrimonial, sino para corregir todos los errores cometidos con su primogénito: él estaba seguro de que había criado mal a su primer hijo, que sus rarezas y su frialdad no eran su auténtico carácter sino una pose que asumía para castigarlo, para hacerle sentir culpable por la muerte de su madre, para que se doliera tanto como él de que lo enviaran a internados en el extranjero en lo que creía un evidente intento de quitárselo de en medio. Sostenía que, de tanto fingir desprecio y hostilidad, había acabado por creérselo hasta convertirse en un niño amargado, un joven con cara de ángel que le martirizaba a cada rato. No se lo perdonaba, y cuando regresó a lo que nunca debió dejar de ser su hogar la ruina se instaló definitivamente entre ellos y su matrimonio se desmoronó por completo. Yo aguantaba como podía a base de pastillas y abrigos de visón —admite sin un asomo de culpabilidad que merece toda mi admiración—, y cada vez me iba venciendo más el miedo y la presión porque, por más que lo intentáramos, no lograba cumplir su más preciado deseo: no pude darle un varón, no le di la oportunidad de corregir su error, confiesa pretendiendo convencerme con su mirada húmeda, aunque sospecho, y tengo fundadas pruebas para hacerlo, que lo único que procuraba era asegurarse ese heredero que, como Esteban me reveló en su vileza, hubiera provocado el ansiado incremento en su parte de la herencia.

En cuanto deslizo en la conversación el tema monetario parece serenarse. Saca un pañuelito inmaculado de su bolso francés de tres mil euros y se enjuga con afectación las lagrimillas que, sí, soy una pérfida, no me han ablandado ni por un momento. De todas formas, agradezco que haya cesado el llanto. Me incomoda ver sollozar a una mujer empeñada en parecer digna a toda costa mientras contempla cómo sacan a la luz sus secretos de alcoba y, sobre todo, tanto llorar me hace perder el tiempo y dificulta mi interrogatorio obligándome a soportar pucheros absurdos e hipidos de niña boba. Parezco cruel, lo sé, pero qué se le va a hacer. Lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo. Además, quedan temas por indagar, como cuál de mis tres preguntas la ha hecho llorar.

Estudio con detenimiento cómo se recompone y comprueba en un espejito si el rímel es tan bueno como la dependienta de aquella perfumería de lujo le garantizó, y llego a la conclusión de que no le preocupa su situación, porque la mancha de mora con otra verde se quita y bien que se ocupa de mantener un cuerpo de bandera de los que llaman la atención por la acera. No encontraría demasiada dificultad en convencer a otro pardillo de que le sufragase los caprichos, y hasta que éste llegue estoy absolutamente convencida de que se las arreglará más bien que mal con el pico que le habrán dejado y con los bienes de las niñas que, mientras no alcancen la mayoría de edad, seguirá disfrutando. En cuanto a si le jodería que a estas alturas apareciera un hijo secreto de su marido, la veo muy segura de que es del todo imposible porque ni por una fracción de segundo se ha planteado, desde el instante en que lo sugerí, que nadie más que ella pudiera haberlo conseguido. Por último, asume que Julio tuviera sus líos, pero me temo que lo considera algo esporádico, a salto de mata, con muchas a la vez o ninguna en especial, así que sólo me queda insistir aquí porque parece que, de todo lo que he citado, lo que más le ha dolido es oírme pronunciar el nombre de otra mujer.

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