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Authors: Mercedes Castro

Tags: #Relato

Y punto (35 page)

—Le estábamos esperando —se adelanta París procediendo a efectuar una genuflexión preñada de pompa ridícula y boato de mercado—. Soy el subinspector Carlos París. Lamentamos profundamente la pérdida de su padre y no quisiéramos importunarle en estos momentos tan difíciles para su familia, pero debemos hacerle algunas preguntas.

—¿Entonces a mí ya no me necesitan? —es nuestro corrector de estilo, que aprovecha para escaquearse sin estilo.

—Puede irse, pero me gustaría que estuviera localizable —respondo haciéndome cargo de él mientras París le propone al huerfanito un lugar donde hablar con más comodidad—. Nos ha sido muy útil. Gracias por todo —y en un gesto espontáneo le planto un beso en cada mejilla. Se sorprende, lo noto, seguro que jamás ningún policía se ha despedido de él así (a menos que su padre lo fuera, claro). Sonríe como si hubiera acertado tres en la Primitiva, un premio pequeño pero premio al fin y al cabo, y se aleja sorteando despacio a los especialistas de balística atareados, a los periodistas de sucesos que disimuladamente se saltan las barreras creyendo que no nos damos cuenta, a los inevitables vecinos cotillas que comienzan a dejarse ver.

Cuando llega a la rampa de salida se gira y me dice adiós con la mano como si yo fuera una miss en un concurso de belleza, vaya comparación, pienso, y también agito la mía como la bella más bella de toda Venezuela. Quién sabe qué secretos mecanismos hacen que coincida, una vez de cada seis o siete mil, la química entre dos personas. Quién sabe si me lo volveré a encontrar y en qué contexto. Ahora que caigo, no sé ni su nombre. Seguro que los agentes lo tienen anotado. Claro que no es lo mismo saberlo que oírselo decir. Definitivamente, no es lo mismo.

Yo me debo ahora al chico moreno que, macilento en la oficina acristalada de los vigilantes, bajo la luz pálida, cutre y amarilla de un neón que oscila por las ráfagas de viento caliente que se clavan como cuchillos, en un sillón ajado con la gomaespuma brotando como hongos de sus brazos rajados y ante un calendario con una jaca que ofrece sugerente sus pechos turgentes, aguarda a que entre para interrogarle sobre su padre, que se metió en un váter con una escopeta y la asentó entre sus piernas. Su padre, que apretó el gatillo en el garaje donde dormitan sus Jaguares ahora faltos de domador. Su padre, que rumia su sueño por fin sereno en un ataúd de azulejos donde esparció su cerebro.

—No sé por qué han tenido que hablar antes con el del quinto C. Es un cretino que se cree muy listo, pero no es más que un…, un…

—¿Corrector? —apostilla Clara mientras comprueba que no se puede sentar porque sólo hay dos sillas y ninguno parece dispuesto a ofrecerle la suya, al final tendré que quedarme de pie cual secretaria, tomando notas en mi libretita como esa asistente que siempre ha deseado París, alguien dócil que no le haga sombra y le deje llevar el peso de la conversación mientras se hace el duro y suelta esas frases rimbombantes que ensaya cada noche ante el espejo o con Reme, que para el caso es lo mismo. Y es que se debe a su público: cincuentonas, jefes y niñas monas susceptibles a los halagos y cucamonas—. Él halló el cuerpo —añade con dureza porque a esta gente, por muy penosos que sean los hechos, hay que dejarles bien claro desde un principio quién manda, que están acostumbrados a ordenar desde que nacen, que siempre han tenido
nannies
y doncellas sobre las que disponer, que sus antepasados llevan trescientos años sin pasar hambre y no respetan a nadie que crean inferior y no hay lástima que valga ni pesares ni dolor mientras tenga un muerto pudriéndose en un garaje y no le encuentre solución.

—En todo caso quisiéramos que entienda —ataja mi compañero para quitarle hierro a mi tono— que sentimos mucho su pérdida… —ya la ha cagado, ya se ha bajado los pantalones. No puede evitarlo, es imposible que se coloque a la altura del interrogado si éste tiene la caja fuerte a rebosar. Todo para él es una cuestión de arriba o abajo, de sometimiento o servilismo. Acaba de revelarle a Esteban Olegar en este preciso momento que se arrastra ante él y claro, ahora me tocará a mí reparar lo que él jodió, ponerle remedio.

—… Pero ahora no le interesarán los pésames —corto— y sí averiguar cómo ha acabado aquí su padre. Y discúlpeme si le parezco brusca —miento.

—Soy muy consciente de cómo ha acabado, agente, así que lo que deseo, y discúlpeme si le parezco brusco, es terminar de una puta vez e irme a casa a consolar a mis hermanas.

Joder con el angelito, ya se veía de lejos que era un rico cabrón, pero esta frase borde dicha con sonrisa de cocodrilo descoloca al más pintado. Quién lo diría con ese aire mezcla de lord inglés y niño cantor de internado suizo.

—Subinspectora —le corrijo—. Puede comenzar cuando quiera.

—Hace cuatro días que mi padre falta de casa. El día 9 desapareció, pero hasta entonces siguió sus horarios y costumbres habituales: se levantó temprano a pesar de que llegó muy tarde del trabajo la noche anterior, llevó a mis hermanas al colegio y después acudió a su empresa. Tuvo varias reuniones y a la hora del almuerzo bajó, como siempre, al gimnasio. Luego volvió a su despacho y no salió de él hasta las seis. Desde entonces, su rastro se perdió. Tendría que haber acudido a su club, como todos los miércoles, pero nunca llegó allí. Esa noche, al ver que no regresaba, empezamos a preocuparnos. No contestaba al móvil ni al teléfono del coche. Preguntamos a todos sus amigos, empleados…, incluso llamamos a los hospitales. Nadie sabía nada. Llegamos a pensar que lo habían secuestrado y hasta barajamos nombrar un portavoz para negociar el rescate. Pero todo fue inútil, pasaban las horas y seguía sin aparecer.

—¿Nadie les llamó? —pregunto.

—No. Así que asumimos lo inevitable. Mi padre no es un irresponsable, era muy consciente de sus deberes familiares y ante cualquier contratiempo no dudaba en avisarnos, por eso estábamos convencidos de que algo grave tenía que haberle pasado. En un momento loco hasta llegué a pensar que podría estar comportándose como, ya saben… el típico millonario hastiado de su monotonía que decide huir forrado de dinero y empezar de cero en otro país sin ataduras ni obligaciones personales. Pero no, no habría sido su estilo y además sus fondos bancarios no han sido tocados. Ese carácter suyo de hombre austero y luchador no le permitiría el «dispendio» de una nueva vida de lujo y relax. ¡Y sin trabajar! ¿Se imaginan a mi padre en una isla paradisíaca, sin hacer nada y rodeado de mulatas? No, claro, ustedes no le conocían. Yo sí, por eso sospechaba que le había sucedido algo así.

—¿Algo así como qué? —pregunta París.

—Como su suicidio, obviamente.

—¿Por qué está tan seguro de que se ha suicidado? —rebate Clara.

—¿Acaso no es lo que ha pasado? Un tiro en la cabeza, una escopeta a sus pies… Qué otra cosa puede ser.

—Tal vez un intento de atraco. O de secuestro, como antes ha dicho —sugiere París—. No podemos dar nada por sentado. Trataremos este caso como un homicidio y entrevistaremos a cuantos hayan tenido alguna relación con él. ¿Lo entiende?

—No soy estúpido, agente —responde con frialdad, y me recuerda a los niños déspotas de las novelas dickensianas, a un príncipe de tenebrosas intenciones con facciones afortunadas, a un Neroncito ensimismado que asciende al poder demasiado pronto, a un rey adolescente que envía a la horca a los súbditos que no le quieren, que corta la cabeza de las mujeres que no le desean, que manda a mazmorras a los bufones que ya no le hacen gracia, que asola los países que gozan de los dones que el suyo no tiene, que juega a desollar gatos para reírse de su muerte.

—Nadie le está llamando estúpido —le advierto—, sólo le informamos del procedimiento. La investigación será exhaustiva y necesitaremos el máximo apoyo. Por eso le hemos pedido que reconozca el cadáver. No creo que ni su madrastra ni sus hermanas estén en condiciones de hacerlo.

—Por otra parte —y ahora París retoma la conversación en una perfecta interpretación del rollo poli bueno/poli malo que, quién lo diría, nos está quedando bordado—, esperamos que comprendan que sólo nos mueve el afán de esclarecer los hechos, y que aun a sabiendas de que nuestras pesquisas pueden ser molestas, intentaremos ser discretos y respetuosos.

—Qué detalle, ¿debo darles las gracias? —responde irónico el niño Esteban y, si no me jugara la placa, le daría una hostia con la mano abierta aunque su padre esté a dos metros con los sesos desparramados por el suelo. No trago esa pose de duro, esa cínica serenidad, esa autocontención de cadete disciplinado. Si se pusiera a dar alaridos de dolor, a romperse los nudillos contra las puertas, entonces me caería mucho mejor, le haría más humano.

—¿Quiere que dejemos las preguntas para otro momento y pasar ahora a reconocer el cuerpo? Sabemos que necesita estar con los suyos, señor Olegar, así podrá marcharse. Es normal que no se sienta en condiciones de continuar…

—No, puedo seguir —afirma de inmediato, como era de esperar. Todos retardan el momento de enfrentarse a la cara destrozada, a los ojos sin vida, y nosotros, aves de rapiña, manipuladores de la muerte y los sufrimientos ajenos, usamos ese temor y jugamos al chantaje y les exprimimos las respuestas, los rencores y recelos, las rencillas de familia y esa falta de pudor del desconsuelo porque sabemos que, aterrados como están, la mala conciencia de estar vivos y su propio pavor les impiden inventar cualquier mentira.

—Su valor es admirable —le adula París, y lo dice con voz suave, como de terciopelo, como de mano que acaricia el lomo de un perro fiel.

Y es entonces cuando me sacan de la jaula, desenganchan mi correa y me lanzo y ataco porque ése es mi papel: dar el primer bocado. Sólo que esta vez no siento remordimientos, no siento que esté abusando, no siento pena ni compasión por este malcriado y egocéntrico, por este perfecto hijo de puta congénito, por este consentido de pelo negro, ojos negros y posiblemente negro corazón que me mira educado, distante pero insolente, que me taladra con destellos de curiosidad malsana a través de la densa red de sus pestañas.

—¿Por qué no nos llamaron para denunciar la ausencia de su padre?

—Como les he dicho, al barajar la posibilidad del secuestro optamos por no tomar ninguna iniciativa hasta contactar con los secuestradores.

—Vaya, ya veo cómo confían en nosotros. Dígame ahora: ¿tenía su padre armas de fuego? Muchos empresarios llevan pistola para su defensa personal.

—Él odiaba las armas. De pequeño su padre le obligaba a ir con él a cazar y, no sé, algo le debió de pasar, porque las aborrecía, aunque sabía manejarlas. No es algo que se olvide con el tiempo, siempre lo decía, aunque yo jamás le vi empuñar una.

—Si en su casa no hay armas, ¿dónde podría haber conseguido la escopeta?

—Un momento, ¿cómo se llama usted? No me lo ha dicho —sonríe y consigo ver en sus ojos un destello de picardía, maldad o, quizá, sólo diversión.

—Subinspectora Deza. Pero no creo que esto le importe demasiado.

—Subinspectora Deza —y casi deletrea el
subinspectora
lenta, morosamente—, yo no he dicho que no poseamos armas de fuego, sólo que mi padre las odiaba y jamás se acercaba a ellas.

—Así pues, ¿hay armas de fuego en su casa, señor Olegar? —incide París.

—Sí, las hay.

—¿Son suyas? —disparo.

—Por quién me toma, ¿por un francotirador? —me recrimina, aunque no le diría yo que no, y luego finge ofenderse—. Las armas pertenecen a alguien, cómo decirlo, mucho más pasional: a mi madrastra.

Permito que la frase flote en el ambiente y París, en su papel de poli comprensivo, de poli buen rollito, de poli inalterable, no interviene. Sé que Esteban Olegar, alrededor de veintimuchos, peligrosa mirada, oscura sonrisa, inteligencia superior a la media, calculador y de ego desmesurado, paladea esos puntos suspensivos que él solito ha provocado.

—¿Y cómo es eso? —pregunto al fin, como se supone que tengo que hacer.

—Es tiradora. Al plato. Compite y gana. Gana mucho, casi siempre. Una excusa de esposa aburrida para huir de su hogar. El tiro viste en la alta sociedad, le da un toque salvaje. A lo amazona de élite.

—¿Salvaje? —y enarco las cejas y me burlo con desdén, para picarle, para que lea en mi rostro un qué sabrás tú, niñato, lo que es salvaje.

—Mujeres con armas, que pueden atacar… ¿No le parece salvaje? Ah, claro —de golpe finge darse cuenta—, usted también va armada, por supuesto, pero jamás dispararía por motivos tan superficiales, ¿no es eso? Usted es de las que limpian las calles, de las que cachean a los chorizos y agarran del moño a las gitanas en las redadas… Discúlpeme, agente —hace como que retrocede ante mi gesto serio—, espero que sepa perdonarme, es que me resulta fascinante conocer a una mujer que porta armas en serio y no por entretenimiento.

Y me escruta tan fijamente, tan a fondo, saboreando mi cabreo, disfrutando de su intento de herirme, que debo respirar con fuerza varias veces y evitar que me vea apretar los puños, el tic nervioso del pie que bato con furia y concentrarme para seguir con la farsa, el papel que cada uno interpretamos, esta mano de póquer que jugamos con cartas fijadas de antemano basada en no responder a la provocación del otro, en no caer en la tentación de rompernos la cara.

—¿Cómo se llama su madrastra? —pregunta París, que constata que ya está bien de tanto teatro e interrumpe el duelo para apostar en mi favor.

—Mónica —responde con desprecio.

—¿Mónica-qué-más?

—Mónica-señora-de-Olegar. Una mujer como ella no necesita más.

—¿Y qué tal se llevan ustedes? —ahora retomo yo.

—A las mil maravillas. No olvide que es la madre de mis hermanas.

—¿Todas niñas?

—Sí. Amanda, Alicia y Amelia. Nueve, seis y tres años. Amadas. Admiradas. Adorables. Mi padre era un loco de los juegos de palabras, de ahí sus nombres de seis letras que empiezan y acaban con A. Si hubieran continuado, ahora habría también una Ángela o una Analía. Lo cierto es que Mónica parecía dispuesta a seguir pariendo en busca, imagino, de un Arturo o un Andrés con el que atar para siempre su parte del imperio. Un varoncito le vendría de muerte. Creo incluso que mi padre llegó a incluir una cláusula al respecto en el precontrato matrimonial. Pero a la tercera hembra se cansó alegando que ya estaba bien de retoños para alguien de su edad.

—Vaya suerte la suya —insinúo para demostrarle que yo también sé provocar, que puedo tocar los cojones como el que más.

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