—Está bien.
Contó mentalmente: veinte... treinta... cuarenta... La inhalación empezaba de nuevo y sentía ya el impacto de las moléculas de aire. La pared alveolar se tensaba de nuevo, haciéndole tambalearse y caer de rodillas.
—¡Ya está! —gritó Owens—. Puede regresar.
—¡Tiren del
snorkel
—chilló Grant—. ¡De prisa! ¡Antes de que empiece otra exhalación!
Empujó y los otros tiraron. Sólo hubo dificultades cuando la boca del
snorkel
se
acercó a la cara interna de la burbuja. Allí resistió un momento, como si estuviera atornillado, y después la cruzó con un chasquido al cerrarse la película.
Grant había esperado demasiado. Una vez recuperado el
snorkel
desde el exterior, hizo un movimiento como para lanzarse de cabeza en la grieta, pero el comienzo de la exhalación formó un torbellino a su alrededor y le hizo tropezar.
Por un instante, se sintió preso entre dos rocas, y, al liberarse de ellas, se arañó ligeramente una espinilla. (Lesionarse la espinilla contra una partícula de polvo era una cosa digna de contar a los nietos.)
¿Dónde se hallaba? Sacudió el cable salvavidas, desprendiéndolo de una protuberancia de una de las piedras, y lo tensó. Lo más fácil sería seguirlo hasta la grieta.
El cable pasaba por encima de la roca, y Grant, apoyando los pies en ésta, trepó rápidamente. La exhalación le sirvió de ayuda, hasta el punto de que ascendía con poquísimo esfuerzo. Después, éste fue nulo. Sabía que la grieta debía hallarse al otro lado del peñasco, y hubiera podido rodearlo, a no ser por el hecho de que la exhalación facilitaba su subida y (¿por qué no decirlo?) porque así resultaba más emocionante.
En el momento culminante de la exhalación la piedra rodó bajo sus pies, y Grant se sintió flotar. Por un momento, se encontró elevado en el aire, delante de la grieta, precisamente en el lugar en que había calculado que estaría ésta. Sólo tenía que esperar uno o dos segundos a que cesara la exhalación, y penetraría rápidamente en aquélla y volvería al torrente sanguíneo y a la nave.
Pero, mientras estaba pensando esto, se sintió furiosamente absorbido hacia lo alto, arrastrando el cable y alejándose de la grieta, que, en un instante, se perdió de vista.
El
snorkel
había sido extraído de la grieta alveolar, y Duval se encargó de llevarlo a la embarcación.
—¿Dónde está Grant? —preguntó Cora, con ansiedad.
—Está ahí arriba —dijo Michaels, mirando hacia lo alto.
—¿Por qué no baja?
—Ya bajará. Ya bajará. Supongo que requiere algún esfuerzo. —Volvió a mirar—. Benes está expulsando el aire de los pulmones. En cuanto termine, no habrá la menor dificultad.
—¿No sería mejor que agarrásemos el cable y tirásemos de él?
Michaels extendió un brazo para impedírselo.
—Si lo hace y tira en el momento en que empiece la inhalación, forzándole a bajar, puede causarle daño. Él nos dirá lo que hemos de hacer, si necesita ayuda.
Cora esperó unos momentos, inquieta, y después se dirigió hacia el cable.
—Bueno —dijo—, voy a...
Y, en el mismo instante, el cable se soltó y restalló hacia arriba, y su extremo desapareció a través de la abertura.
Cora gritó y se lanzó desesperadamente hacia la grieta.
Michaels salió detrás de ella.
—No puede hacer nada —jadeó—. ¡No sea loca!
—¡No podemos dejarlo ahí dentro! ¿Qué le ocurrirá?
—Nos hablará por radio.
—Puede haberse estropeado.
—¿Por qué se había de estropear?
Duval se reunió con ellos. Con voz ahogada, dijo:
—Se soltó cuando lo estaba mirando... ¡No puedo creerlo!
Los tres miraron hacia arriba, desolados.
—¡Grant! ¡Grant! —llamó Michaels por radio—. ¿Puede oírme?
Grant ascendió, dando tumbos, con el inútil cable sujeto todavía a su cinturón y serpenteando detrás de él. Sus pensamientos eran tan confusos como su vuelo.
«No podré volver —era su idea dominante—. No podré volver. Aunque logre establecer comunicación por radio, no me servirá de nada.»
¿O acaso sí?
—¡Michaels! —llamó—. ¡Duval!
Primero no oyó nada; después, un crujido débil junto a los oídos y un gruñido deformado que podía significar: «¡Grant!»
Intentó de nuevo:
—¡Michaels! ¿Me oye? ¿Me oye?
De nuevo escuchó el gruñido. No podía sacar nada en claro.
A pesar de su tensión mental, se le ocurrió pensar una cosa con claridad, como si su intelecto hubiese encontrado tiempo para tomar serenamente nota de una circunstancia. Así como las ondas luminosas miniaturizadas eran más penetrantes que las normales, las ondas de radio miniaturizadas parecían tener menos penetración que en su estado natural.
Por lo visto, se sabía muy poco acerca del estado miniaturizado. Lo malo del
Proteus
y de su tripulación radicaba en que eran los pioneros en un país literalmente desconocido, en el viaje más fantástico que cupiera imaginar.
Y, dentro de este viaje, Grant realizaba ahora una fantástica excursión particular, de muchos kilómetros aparentes, dentro de una cámara de aire microscópica del pulmón de un moribundo.
Ahora se movía más despacio. Había llegado al techo del alvéolo y penetrado en el tallo tubular del que pendía aquél. La luz lejana del
Proteus
llegaba hasta él como un débil resplandor.
¿Podría seguir aquella luz? ¿Podría intentar un avance en la dirección más segura?
Tocó la pared del tubo y se pegó a ella, como una mosca a un papel engomado. Y, al principio, a semejanza de una mosca, no acertó a pensar nada y se retorció, furioso.
En un instante, sus brazos y sus piernas quedaron pegados a la pared. Haciendo un esfuerzo, empezó a pensar. Había terminado la exhalación y pronto empezaría la inhalación. Entonces la corriente de aire le empujaría hacia abajo. ¡Había que esperarla!
Notó que el viento empezaba a soplar y oyó su creciente murmullo. Lentamente, desprendió un brazo e inclinó el cuerpo exponiéndolo a la corriente de aire. Ésta le empujó hacia abajo, liberando también sus piernas.
Entonces empezó a caer desde una altura que, a su escala miniaturizada, equivalía a la de una montaña. Sabía que, dado su estado de miniaturización, debía caer a la manera de una pluma; sin embargo, sentíase pesado como el plomo. Su caída era regular, sin la menor aceleración, pues las grandes moléculas de aire (casi visibles a simple vista, había dicho Michaels) eran apartadas a un lado en su descenso, y esto requería un gasto de energía que, de otro modo, se habría empleado en la aceleración.
Una bacteria, no mayor que él, podía caer desde aquella altura sin el menor peligro; pero él, un ser humano miniaturizado, estaba compuesto de cincuenta mil billones de células miniaturizadas, y esta complejidad podía hacerlo tan frágil como para desintegrarse en polvo miniaturizado al recibir un choque.
Al pensar esto, extendió automáticamente los brazos para amortiguar el golpe contra la pared alveolar. Sintió el blando contacto; la pared cedió como si fuera de goma, y el hombre rebotó después de agarrarse a ella un breve instante. Sin embargo, había disminuido la velocidad de la caída.
Siguió bajando. En algún lugar, allá en lo hondo, brilló un puntito luminoso, tal como había esperado. Fijó la mirada en él, con excitada esperanza.
Siguió bajando. Agitó furiosamente los pies para evitar un conglomerado de rocas friables. Pasó rozándolo y tropezó de nuevo con una zona esponjosa. Continuó el descenso. Mientras caía, pugnó desesperadamente por avanzar en dirección al punto de luz y tuvo la impresión de que lo había logrado. Pero no estaba seguro.
Rodó por la pendiente inferior de la superficie alveolar. Arrojó el cable alrededor de una saliente rocoso y a duras penas logró sostenerse.
El puntito de luz se había convertido en un pequeño foco, situado, según calculó, a unos quince metros de distancia. Allí «debía» estar la grieta, aquella grieta tan próxima, pero jamás hubiera podido encontrarla sin la guía de la luz.
Esperó que cesara la inhalación. En el breve intervalo entre ésta y la exhalación, tenía que llegar a su meta.
Antes de que la inhalación cesara por completo, empezó a cruzar el espacio que le separaba de la pared. La membrana alveolar, tensa al final de la inhalación, empezó a distenderse al iniciarse los primeros movimientos de la exhalación.
Grant se arrojó a la grieta, que resplandecía ahora de luz. Pateó la superficie interna, que tenía una elasticidad de goma. Un cuchillo hendió la pared, y apareció una mano que le agarró fuertemente por un tobillo. Sintió que tiraban de él hacia abajo, en el mismo instante en que el torbellino de aire empezaba a zumbar en sus oídos.
Otras manos le asieron de las piernas y tiraron de él, y al fin se halló de nuevo en el capilar. Respiró, con un jadeo largo y entrecortado. Después, dijo:
—¡Gracias! ¡Me guié por la luz! ¡Era la única manera!
—Era imposible comunicar por radio —dijo Michaels. Cora le sonrió:
—Fue idea del doctor Duval. Hizo que el
Proteus
se situase frente a la abertura y enfocara hacia ésta la luz de proa. Y también ensanchó la grieta.
—Volvamos a la nave —dijo Michaels—. Hemos agotado casi todo el tiempo que podíamos perder.
PLEURA
—Ahora llega un mensaje, Al —gritó Reid.
—¿Del
Proteus
? —dijo Carter, corriendo hacia la ventanilla.
—Supongo que no será de su mujer.
Carter agitó la mano con impaciencia.
—Luego. Luego. Guárdese los chistes para más tarde. ¿De acuerdo?
El altavoz dio la noticia:
—Informa el
Proteus
, señor: PELIGROSA PÉRDIDA DE AIRE. REALIZADA LA CARGA CON ÉXITO.
—¿La carga? —gritó Carter.
—Supongo que se refieren a los pulmones —dijo Reid, frunciendo las cejas—. A fin de cuentas, están en el pulmón, donde hay millas cúbicas de aire, a su actual escala. Sin embargo...
—¿Qué?
—No puede utilizar ese aire. No está miniaturizado.
Carter miró con desesperación al coronel. Rugió por el micrófono:
—Repitan la última frase del mensaje.
—REALIZADA LA CARGA CON ÉXITO.
—Las últimas palabras, ¿dicen «con éxito»?
—Sí, señor.
—Póngase en comunicación con ellos y confírmelo. —Se volvió a Reid—: Si dicen «con éxito», es que han pedido solucionarlo.
—El
Proteus
lleva un miniaturizador a bordo.
—Entonces, es así como lo lograron. Ya nos lo explicarán más tarde.
Volvió a sonar el altavoz:
—Confirmado el mensaje, señor.
—¿Adelantan? —preguntó Carter, a través de otra conexión.
Una breve pausa, y después:
—Sí, señor. Avanzan a través del revestimiento pleural.
Reid hizo una señal de asentimiento con la cabeza; miró el cronómetro, que señalaba 37, y dijo:
—El revestimiento pleural es una doble membrana que cubre los pulmones. Deben avanzar por el espacio intermedio; un camino despejado, una verdadera autopista que llega hasta el cuello.
—Y se hallarán donde estaban hace media hora —refunfuñó Carter—. Y después, ¿qué?
—Pueden volver a un capilar y dirigirse de nuevo a la arteria carótida, con la consiguiente pérdida de tiempo; o pueden eludir el sistema arterial siguiendo los canales linfáticos, lo cual trae consigo otros problemas. En fin, Michaels es el piloto; supongo que él sabrá lo que ha de hacer.
—¿No puede usted aconsejarle? Por el amor de Dios, ¡prescinda del protocolo!
Reid movió la cabeza.
—No estoy seguro de cuál sea el camino mejor, y él está sobre el terreno. Puede juzgar mejor que yo si la nave aguantará otro embate arterial. Tenemos que dejarlo en sus manos, general.
—Ojalá supiera yo lo que hay que hacer —dijo Carter—. Con gusto asumiría la responsabilidad, si pudiera hacerlo con la menor probabilidad de éxito.
—Es exactamente lo mismo que yo siento —repuso Reid— y que me induce a declinar la responsabilidad.
Michaels consultaba los mapas.
—Está bien, Owens; no es aquí donde quería ir, pero no importa. Aquí estamos y hemos abierto un paso. Diríjase en línea recta a la abertura.
—¿Hacia el pulmón? —dijo Owens, asustado.
—No, no. —Michaels se levantó impaciente de su asiento y subió por la escalerilla, asomando la cabeza a la cabina—. Penetraremos en el revestimiento pleural. Siga adelante y yo le guiaré.
Cora se arrodilló al lado de la butaca de Grant.
—¿Cómo logró salir del paso?
—A duras penas —respondió Grant. Y, con impaciencia, añadió—: No dejé un momento de pensar: ¿por qué diablos estoy aquí?
—Sabe perfectamente... —empezó Cora.
—No; no lo sé —la interrumpió Grant—. Todos ustedes actúan por una razón concreta, no por vanas palabras. Owens está probando su embarcación; Michaels señala una ruta a través del cuerpo humano; Duval admira la obra de Dios, y usted...
—¿Qué?
—Usted admira a Duval —susurró Grant.
Cora se ruborizó.
—Realmente —dijo—, es digno de admiración. Cuando hubo sugerido que enfocásemos el faro de proa de la nave a la grieta, a fin de darle a usted un punto de referencia, no hizo nada más. Ni siquiera le dirigió la palabra a su regreso. Es su manera de ser. Es capaz de salvar la vida a una persona y mostrarse después rudo con ella; de modo que será recordada su rudeza y olvidada su acción salvadora. Pero sus modales no alteran lo que es en el fondo.
—No. Esto es cierto; no lo altera, pero lo disimula.
—En fin, dejemos esto; tengo que volver a mi trabajo con el láser —dijo, lanzando una rápida mirada a Michaels, que volvía a su sitio.
—¿El láser? ¡Dios mío! Lo había olvidado. Ojalá pueda comprobar que no ha sido gravemente averiado.
Se desvaneció la animación que había mostrado la joven durante la charla.
—¡Ojalá! —dijo.
Cora se dirigió a popa, seguida por la mirada de Michaels.
—¿Qué pasa con el láser? —dijo el hombre.
Grant movió la cabeza.
—Ahora va a comprobarlo —respondió.
Michaels pareció vacilar antes de proseguir. Movió ligeramente la cabeza. Grant le observó, pero no dijo nada.
Por fin, Michaels se retrepó en su asiento y dijo:
—¿Qué opina usted de nuestra situación actual?