Grant, que hasta entonces no había dejado de pensar en Cora, levantó la cabeza y miró por la ventanilla. Parecían deslizarse entre dos paredes que casi tocaban al
Proteus
por ambos lados; eran de un color amarillo brillante y estaban formadas por fibras paralelas, parecidas a gruesos troncos pegados unos a otros.
El fluido que los rodeaba era claro, limpio de células y objetos, y casi de residuos. Parecía reinar una calma absoluta, y el
Proteus
avanzaba, rápidamente y con toda regularidad; sólo el movimiento de Brown imprimía algunas oscilaciones al avance de la embarcación.
—Ahora —dijo Grant—, el movimiento de Brown es más acusado.
—Este fluido es menos viscoso que el plasma sanguíneo, y por esto amortigua menos el movimiento. De todos modos, no estaremos mucho tiempo aquí.
—Entonces, no estamos ya en el torrente sanguíneo...
—¿Tiene aspecto de serlo? Estamos en el espacio que separa los pliegues de la membrana pleural, que es como el forro de los pulmones. La membrana de aquel lado está sujeta a las costillas. En realidad, deberíamos ver, al pasar ante una de ellas, un grande y suave abombamiento. La otra membrana está pegada a los pulmones. Si quiere saber sus nombres, son, respectivamente, la pleura parietal y la pleura pulmonar.
—Los nombres me importan poco.
—Lo suponía. Nos hallamos, pues, en medio de la película lubrificante que existe entre las dos pleuras. Cuando se hinchan los pulmones durante la inhalación, o cuando se contraen durante la exhalación, hacen presión sobre las costillas, y este fluido amortigua y suaviza el roce. Es una película tan fina que los pliegues de la pleura se consideran prácticamente en contacto si el individuo no está enfermo; pero, como nosotros tenemos el tamaño de un germen, estamos en condiciones de deslizamos por la película entre aquellos.
—¿Y no nos afecta el movimiento de la pared de los pulmones contra la armazón de las costillas?
—Indudablemente, somos ligera y alternativamente impulsados hacia delante y frenados hacia atrás. Pero no lo bastante para que eso tenga la menor importancia.
—Oiga —dijo Grant —. ¿Tienen algo que ver esas membranas con la pleuresía?
—En efecto. Cuando las pleuras se infectan y se inflaman, la respiración se hace dificultosa, y la tos...
—¿Qué ocurriría, si Benes empezara a toser?
Michaels se encogió de hombros.
—Dada nuestra situación actual, creo que sería fatal para nosotros. Nos aniquilaría. Sin embargo, no creo que se produzca la tos. El hombre se encuentra en un estado de hipotermia y bajo los efectos de los sedantes, y su pleura, puedo asegurarlo, se halla en perfectas condiciones.
—Pero si la irritamos...
—Somos demasiado pequeños para hacerlo.
—¿Está seguro?
—Sólo podemos hablar basándonos en probabilidades. Y las probabilidades de tos son demasiado escasas para que tengamos que preocuparnos.
Su rostro estaba absolutamente tranquilo.
—Comprendo —dijo Grant, y miró hacia atrás para ver lo que estaba haciendo Cora.
Ésta y Duval se hallaban en el cuarto de trabajo, con las cabezas inclinadas sobre el
banco. Grant se levantó y se plantó en el umbral. Michaels se reunió con él.
Sobre un plano de cristal opalino, intensamente iluminado desde abajo, veíase el láser desmontado. Cada una de sus piezas destacaba viva y claramente sobre la iluminada superficie.
—¿Cuáles son, en total, las averías? —preguntó Duval, muy agitado.
—Estas piezas son las averiadas, doctor, y, además, este muelle.
Duval, muy pensativo, pareció contar las piezas, tocando cada una de ellas con un dedo y apartándolas con gran cuidado.
—La clave de la situación estriba, pues, en este transistor estropeado. Esto significa que no podemos encender la lámpara, ni, por tanto, utilizar el láser.
—¿No hay piezas de recambio? —terció Grant.
Cora levantó la cabeza. Su mirada culpable evitó los ojos firmes de Grant.
—Ninguna de las que corresponden al interior del chasis —dijo—. Hubiéramos podido traer un segundo láser, ¿pero quién iba a pensar...? Si no se hubiese soltado...
Michaels preguntó, severamente:
—¿Habla usted en serio, doctor Duval? ¿Ha quedado inservible el láser?
En la voz de Duval vibró un matiz de impaciencia.
—Yo hablo siempre en serio. Y ahora, no me moleste. Parecía absorto en sus pensamientos. Michaels se encogió de hombros.
—Conque así estamos... —dijo—. Hemos cruzado el corazón; hemos llenado nuestros tanques de aire en los pulmones, y todo para nada. No podemos seguir adelante.
—¿Y por qué no? —preguntó Grant.
—Naturalmente, «podemos» seguir, por lo que atañe a nuestra capacidad física. Pero carecería de objeto, Grant. Sin el láser, nada podemos hacer.
—Doctor Duval —dijo Grant—, ¿no hay alguna manera de realizar la operación sin el láser?
—Estoy pensando —le atajó Duval.
—Entonces, háganos partícipes de sus pensamientos —le replicó vivamente Grant.
Duval levantó la cabeza.
—No; no hay manera de realizar la operación sin el láser.
—Sin embargo, se han realizado operaciones durante siglos, cuando no se conocía el láser. Usted mismo ha abierto la pared del pulmón con su cuchillo; y «esto» ha sido una operación. ¿No podría eliminar el coágulo con el cuchillo?
—Podría hacerlo, desde luego; pero no sin lesionar el nervio y poner en peligro todo un lóbulo del cerebro. El láser es increíblemente más delicado que el bisturí. En este caso particular, sería una carnicería, comparado con el láser.
—Pero puede salvar la vida de Benes con el bisturí, ¿no?
—Creo que sí; pero sólo es una posibilidad. Además, no tendría seguridad de salvar su cerebro. En realidad, creo, casi con certeza, que una intervención a base de bisturí causaría graves lesiones mentales a Benes. ¿Es esto lo que usted quiere?
Grant se frotó la barbilla.
—Le diré lo que quiero. Llegaremos hasta el coágulo. Cuando estemos allí, empleará usted el bisturí, si no tiene otra cosa. Si perdemos los bisturíes, empleará los dientes. Y, si no lo hace, lo haré yo. Podemos fracasar, pero no rendirnos. Mientras tanto, déjeme ver ese maldito accesorio.
Se abrió paso entre Duval y Cora, y levantó el transistor, dejándolo descansar sobre la punta de su dedo índice.
—¿Es éste el que se rompió?
—Sí —dijo Cora.
—Si pudiéramos repararlo o sustituirlo, ¿haría funcionar el láser?
—Sí; pero la reparación es imposible.
—Supongamos que tuviera otro transistor de tamaño y potencia semejantes, y una cantidad de hilo lo bastante fino. ¿Podría adaptarlo al aparato?
—No creo que pudiese. Es algo que requiere una precisión absoluta.
—¿Y tampoco podría hacerlo usted, doctor Duval? Tal vez sus dedos de cirujano serían capaces de lograrlo, a pesar del movimiento de Brown.
—Podría intentarlo, con la ayuda de Miss Peterson. Pero no tenemos aquellos elementos.
—Sí que los tenemos —dijo Grant—. Yo puedo proporcionárselos.
Cogió un pesado destornillador y se encaminó deliberadamente al compartimiento de proa. Se acercó al aparato de radio y, sin la menor vacilación, empezó a destornillar la tabla posterior.
Michaels fue detrás de él y le asió de un codo.
—¿Qué va usted a hacer, Grant?
Éste soltó el brazo con una sacudida.
—Voy a abrirle la tripa a ése.
—¿Quiere decir que va a desmontar el aparato de radio?
—Necesito un transistor y un hilo.
—Pero nos quedaremos incomunicados con el exterior.
—¿Y qué?
—Cuando llegue el momento de sacarnos del cuerpo de Benes... Escuche, Grant...
—No quiero escucharle —dijo éste, con impaciencia—. Pueden seguirnos gracias a nuestra radiactividad. El aparato de radio sirve sólo para charlar y podemos prescindir de él. En realidad, no tenemos más remedio. O la radio enmudece, o Benes se muere.
—Por el amor de Dios, llame a Carter y dígaselo. Grant pensó, rápidamente.
—Le llamaré —dijo—, pero sólo para anunciarle que no habrá más mensajes.
—Si él le ordena que se prepare para salir...
—Me negaré.
—Pero, si se lo «ordena»...
—Podrá sacarnos de aquí por la fuerza, pero sin mi colaboración. Mientras permanezcamos a bordo del
Proteus
, seré yo quien tome las decisiones. Hemos ido ya demasiado lejos para abandonar la empresa; seguiremos hasta el coágulo, ocurra lo que ocurra y sean cuales fueren las órdenes de Carter.
Carter gritó:
—Repita el último mensaje.
—SACRIFICAMOS RADIO PARA REPARAR LÁSER. ÉSTE ES EL ÚLTIMO MENSAJE.
—¡Van a quedarse sin comunicación...! —dijo Reid, pasmado.
—¿Qué diablos le ha ocurrido al láser? —dijo Carter.
—No me lo pregunte a mí. Carter se sentó, pesadamente.
—Mande que nos suban café, ¿quiere, Don? Si pensara que iba a aguantarlo, pediría un whisky doble con soda, y otros dos a continuación. ¡Estamos «pringados»!
Reid pidió el café. Después, dijo:
—Sabotaje, tal vez...
—¿Sabotaje?
—Sí, y no se haga el sorprendido, general. Usted lo previo desde el principio. En otro caso, ¿por qué habría enviado a Grant?
—Después de lo que le ocurrió a Benes durante el trayecto hasta aquí...
—Lo sé. Le diré, además, que ni Duval ni la muchacha me inspiran mucha confianza.
—Ambos son irreprochables —dijo Carter, con una mueca—. Tienen que serlo. Todos los que están allí «tienen» que serlo. No podíamos estar más seguros de lo que estamos.
—Exacto. Ningún procedimiento de seguridad puede dar una certeza absoluta.
—Toda esa gente «trabaja» aquí.
—Menos Grant —dijo Reid.
—¿Eh?
—Grant no trabaja aquí. Es un forastero. Carter emitió una sonrisa forzada.
—Es agente del Gobierno.
—Lo sé —dijo Reid—. Y los agentes pueden hacer un doble juego. Todo ha sido meter a Grant en el
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y empezar la racha de mala suerte... o de lo que parece mala suerte...
Habían traído el café. Carter dijo:
—Esto es ridículo. Conozco al hombre. Para mí, no es un forastero.
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio? ¿Qué sabe de su vida privada?
—Olvídelo. Es imposible.
Carter revolvió la leche en el café con visible preocupación.
—No se preocupe —dijo Reid—. Sólo pensaba en voz alta.
—¿Siguen en la pleura? —preguntó Carter.
—Sí.
Carter miró el cronómetro, que marcaba 32, y movió la cabeza, profundamente afligido
Grant había desmontado el aparato de radio. Cora examinó los transistores, uno tras otro, dándoles vuelta, sopesándolos, casi mirando su interior.
—Creo que éste serviría —dijo, en tono de duda—, pero ese hilo es demasiado grueso.
Duval colocó el hilo en cuestión sobre el iluminado cristal opalino, y depositó a su lado
el fragmento averiado del hilo primitivo, comparándolos con mirada sombría.
—Éste es el que más se le parece —dijo Grant—. Tendrá que hacerlo funcionar.
—Es muy fácil decirlo —respondió Cora—. Puede ordenármelo a mí, pero no al hilo. Y éste no funcionará, por mucho que usted le grite.
—Está bien, está bien.
Grant intentó pensar algo, pero no llegó a ninguna parte.
—Esperen —dijo Duval—. Con un poco de suerte, tal vez podría limarlo hasta darle la delgadez requerida. Deme un escalpelo del número once, Miss Peterson.
Sujetó el hilo del que había sido aparato de Grant (ahora literalmente sin hilos) entre dos pequeñas pinzas, y lo miró a través de una lupa. Después tomó el escalpelo que le alargaba Cora y empezó a rascar el hilo con él.
Sin levantar la cabeza, dijo:
—Tenga la bondad de sentarse, Grant. No puede ayudarme soplándome en el cogote.
Grant dio un ligero respingo, pero captó la mirada de súplica de Cora, y fue a sentarse,
sin decir nada.
Michaels, desde su butaca, le recibió con fingido buen humor.
—El cirujano se ha puesto a trabajar —dijo—. Póngale el escalpelo en la mano, y en seguida dará rienda suelta a su temperamento. No pierda el tiempo enfadándose con él.
—No me he enfadado —dijo Grant.
—No le creo —replicó Michaels—, a menos que me diga que ha renunciado a su condición humana. Duval tiene el don..., estoy seguro de que él diría el don de Dios..., de hacerse antipático con una sola palabra, con una mirada, con un ademán. Y, por si esto no fuera bastante, ahí está la señorita.
Grant se volvió a Michaels, visible enojado.
—¿Qué tiene que decir de la señorita?
—Vamos, Grant. ¿Quiere que le dé una conferencia sobre chicos y muchachas?
Grant frunció el ceño y le volvió la espalda.
Michaels dijo suavemente, casi con tristeza:
—Se encuentra perplejo con ella, ¿no?
—¿Perplejo?
—Es una joven simpática y «muy» guapa. Y usted es, por su profesión, sumamente desconfiado.
—¿Y qué?
—¡Está claro! ¿Qué le pasó al láser? ¿Fue un accidente?
—Pudo serlo.
—Sí; pudo serlo. —La voz de Michaels era apenas un murmullo—. Pero, ¿lo fue?
Grant susurró a su vez, después de lanzar una rápida mirada por encima del hombro:
—¿Está usted acusando a Miss Peterson de sabotear la misión?
—¿Yo? ¡De ninguna manera! No tengo la menor prueba de ello. Pero sospecho que usted la acusa mentalmente y que no le gusta hacerlo. De ahí su perplejidad
—¿Por qué he de acusar precisamente a Miss Peterson?
—¿Y por qué no? Nadie le prestaría atención si la viera manipular con el láser. Es lo suyo. Y, si pretendiera realizar algún sabotaje, lo haría, lógicamente, con aquello que le resulta más familiar: el láser.
—Lo cual haría recaer inmediata y automáticamente las sospechas sobre ella..., como parece ser el caso —dijo Grant, con cierto acaloramiento.
—Comprendo. Está usted enojado.
—Escuche —dijo Grant—. Estamos todos en una embarcación relativamente pequeña, y puede usted creer que cada uno de nosotros está bajo la atenta y continua observación de los demás; pero no es así. Hemos estado tan absortos en lo que nos rodea, que cualquiera de nosotros habría podido ir al cuarto almacén y estropear el láser sin que nadie lo advirtiera. Podía hacerlo usted, o podía hacerlo yo. Yo no le habría visto. Y usted no me habría visto.