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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia-ficción

Viaje alucinante

 

Un eminente sabio, que ha sido víctima de un intento de asesinato, yace, en estado comatoso, a causa de un coágulo de sangre en el cerebro. En su mente lleva un secreto de extraordinaria importancia para la supervivencia del mundo libre. Una operación significaría su muerte. Entonces, un grupo de sabios resuelve miniaturizar a un equipo de médicos y técnicos, con todos sus aparatos, e inyectarlo en el sistema circulatorio del enfermo, a fin de destruir el coágulo desde el interior...

Isaac Asimov

Viaje alucinante

ePUB v1.0

evilZnake
27.06.12

Título original:
Fantastic Voyage

©1966, Isaac Asimov

©1966, Ediciones G. P.

Traducción: J. Ferrer Aleu

Ilustraciones: Daniel Ruiz

Diseño/retoque portada: evilZnake

Editor original: evilZnake

ePub base v2.0

A Mark y Marcia, que me «obligaron» a escribir este libro.

Capítulo I

AVIÓN

Era un viejo avión, un cuatrimotor a reacción de plasma, que había sido retirado del servicio activo, y seguía una ruta que ni era económica ni particularmente segura. El aparato pasaba entre bancos de nubes, en un viaje de doce horas, cuando un avión-cohete supersónico hubiera podido hacerlo en cinco.

Y todavía le faltaba más de una hora de viaje.

El agente a bordo del avión sabía que su cometido en la tarea no terminaría hasta que el aparato aterrizase, y que la última hora sería la más larga.

Dirigió una mirada al otro y único ocupante de la amplia cabina de pasajeros, el cual dormitaba en aquellos instantes, con la barbilla hundida en el pecho.

Este pasajero no tenía una apariencia que llamase la atención, pero, en aquel momento, era el hombre más importante del mundo.

El general Alan Carter levantó la cabeza, malhumorado, al entrar el coronel. Carter tenía los ojos hinchados y caídas las comisuras de los labios. Trató de devolver su forma primitiva al sujetapapeles que estaba retorciendo, y éste se escapó de entre sus dedos.

—Por poco me da —dijo el coronel Donald Reid, tranquilamente.

Tenía el cabello rubio y liso, peinado hacia atrás; en cambio, su breve bigote era gris y erizado. Llevaba el uniforme con la misma e indefinible falta de naturalidad que su interlocutor. Ambos eran especialistas, reclutados para un trabajo de superespecialización, y se les había dado graduación militar por razones de conveniencia y casi de necesidad, dadas las aplicaciones de sus conocimientos científicos.

Ambos llevaban la insignia FDMC, con cada letra en el centro de un pequeño hexágono, dos arriba y tres abajo. En el hexágono del centro de la hilera de tres había un símbolo para clasificar mejor a quien lo llevaba. En el caso de Reid, era un caduceo, revelador de su profesión de médico.

—Adivine lo que estoy haciendo —dijo el general.

—Rompiendo sujetapapeles.

—Cierto. Y, además, contando las horas. ¡Como un estúpido! —Su voz se hizo más aguda, aunque siguió controlándola—. Heme aquí sentado, húmedas las manos, pegado el cabello, latiéndome con fuerza el corazón, y contando las horas. Aunque ahora cuento ya por minutos. Setenta y dos minutos, Don. Setenta y dos minutos para que aterricen en el aeropuerto.

—Bien. En tal caso, ¿por qué está nervioso? ¿Ocurre algo malo?

—No. Nada. Fue recogido felizmente. Lo arrancaron literalmente de las manos de Ellos, sin que, al parecer, recibiese un solo rasguño. Llegó sin novedad al avión, un avión viejo...

—Sí. Lo sé.

Carter movió la cabeza. No le interesaba contarle cosas nuevas al otro; le interesaba solamente hablar. Pensamos que Ellos pensarían que Nosotros pensaríamos que el tiempo tenía la mayor importancia, y que por ello le meteríamos en un «X-52» y lo proyectaríamos al espacio. Pero Nosotros pensamos que Ellos pensarían esto y alertarían al máximo su red de anticohetes...

—Paranoia —dijo Reid—; así lo llamamos en nuestra profesión. Me refiero a que alguien pueda creer que Ellos harían esto. Se expondrían a una guerra y a la aniquilación total.

—Tal vez se expondrían a ello, para impedir lo que está ocurriendo. Poco me falta para creer que nosotros nos arriesgaríamos, si nos hallásemos en su situación. Por consiguiente, elegimos un avión comercial, un cuatrimotor a reacción. Me pregunté si lograría despegar. ¡Es tan viejo...!

—¿Y lo hizo?

—Si hizo, ¿qué?

Por un instante, el general había perdido el hilo de sus ideas.

—Si despegó.

—¡Oh, sí! Y viene sin novedad. Recibo la información de Grant.

—¿Quién es Grant?

—El agente encargado. Le conozco bien. Con el asunto en sus manos, me siento todo lo seguro que puedo sentirme, lo cual no es mucho. Grant llevó toda la operación; les quitó a Benes de las manos, como quien saca una pepita de una sandía.

—¿Entonces...?

—Sigo estando preocupado. Sepa, Reid, que sólo hay una manera segura de llevar los asuntos en este maldito embrollo. Debemos pensar que Ellos son tan listos como Nosotros; que, por cada truco que inventamos, Ellos inventan un truco contrario; que, por cada hombre que situamos entre Ellos, Ellos sitúan otro entre Nosotros. Esto empezó hace más de medio siglo. Era «preciso» que estuviéramos equilibrados, pues, en otro caso, todo habría terminado hace ya tiempo.

—Tranquilícese, Al.

—¿Acaso puedo hacerlo? Esto de «ahora», esa cosa que Benes trae consigo, ese nuevo conocimiento, puede deshacer el empate de una vez para siempre, y darnos el triunfo.

—Ojalá los Otros no lo crean así —dijo Reid—. Si lo creen... Bueno, Al, hasta ahora ha habido reglas en nuestro juego. Ninguno de los bandos hace nada para acorralar al otro hasta el punto de obligarle a apretar el botón de los cohetes. Hay que dejarle un margen en el cual pueda retroceder. Empujarle, pero no demasiado. Cuando Benes llegue aquí, pueden pensar que les hemos apretado con exceso.

—No tenemos más remedio que arriesgarnos —dijo Carter; y, como acuciado por una idea importuna, añadió—: Esto, «si» Benes llega hasta aquí.

—Llegará. ¿Por qué no?

Carter se había puesto en pie, disponiéndose a iniciar un paseo de un lado a otro. Pero miró fijamente al otro y se sentó de nuevo, bruscamente.

—Está bien, no nos excitemos. Veo en sus ojos el brillo de las píldoras sedante, doctor. Yo no las necesito. Pero supongamos que Benes llega dentro de setenta y dos..., de sesenta y seis minutos. Supongamos que aterriza en el aeropuerto. Todavía habrá que traerlo aquí, cuidar de su seguridad... Puede haber algún fallo...

—Entre la copa y los labios —salmodió Reid—. Por el amor de Dios, general, seamos sensatos y hablemos de las consecuencias. Quiero decir, ¿qué pasará cuando ya esté aquí?

—Bueno, Don; esperemos a que haya llegado.

—Bueno, Al —le imitó el coronel, con un deje de irritación en sus palabras—. De nada sirve esperar a que llegue, pues entonces será demasiado tarde. Estará usted demasiado ocupado, y todas las hormiguitas del Pentágono empezarán a correr locamente de un lado para otro, sin dejar hacer nada de lo que creo que debería hacerse.

—Le prometo... —Y el general hizo un vago ademán para zanjar la cuestión.

Reid hizo caso omiso de él.

—No. Sabe usted muy bien que no podrá cumplir ninguna promesa que haga para el futuro. Llame al jefe ahora, ¿quiere? ¡Ahora! Usted puede hacerlo. En este momento, es la única persona que puede llegar hasta él. Hágale ver que la FDMC no es únicamente la criada del Departamento de Defensa. Y, si no puede hacerlo, póngase en contacto con el comisario Furnald. Éste está de nuestra parte. Dígale que quiero algunas migajas para la ciencia biológica. Hágale observar que hay votos en juego. Escuche, Al; tenemos que gritar para que nos oigan. Tenemos que tener alguna oportunidad para luchar. En cuanto Benes llegue y se le echen encima los verdaderos generales, a quienes Dios confunda, nos quedaremos sin empleo para siempre.

—No puedo hacerlo, Don. Y no quiero hacerlo. Voy a decirle la verdad: no voy a hacer absolutamente nada hasta que Benes esté aquí. Y no me gusta que pretenda usted forzarme la mano.

Los labios de Reíd palidecieron.

—¿Y qué debo hacer, general?

—Esperar, como espero yo. Contar los minutos. Reíd se volvió para marcharse. Seguía dominando firmemente su indignación.

—Si yo estuviera en su sitio, general, pensaría en las píldoras sedantes.

Carter le dejó marchar, sin replicarle. Consultó su reloj.

—¡Sesenta y un minutos! —murmuró, y estiró la mano para coger un sujetapapeles.

Casi con un sentimiento de alivio entró Reid en el despacho del doctor Michaels, jefe civil del departamento médico. La expresión del ancho rostro de Michaels no pasaba nunca de una tranquila animación, acompañada, a lo sumo, de una seca risita; mas, por otra parte, nunca descendía a nivel inferior de una fugaz solemnidad que, al parecer, ni él mismo se tomaba muy en serio.

Tenía en la mano su inseparable gráfica, o una de ellas. Para el coronel Reid, todas esas gráficas se parecían. Cada una de ellas era un verdadero lío, y, tomadas en su conjunto, el lío se multiplicaba.

En ocasiones, Michaels trataba de explicarle las gráficas, o de explicarlas a otras personas; Michaels era terriblemente aficionado a explicarlo todo.

Por lo visto, el torrente sanguíneo estaba provisto de una débil radioactividad, y el organismo (igual en el hombre que en una rata) tomaba su propia fotografía, por así decirlo, sobre un principio laserizado que daba una imagen tridimensional.

—En fin, no se preocupe por esto —decía Michaels, al llegar a este punto—. Lo cierto es que se obtiene una imagen en tres dimensiones de todo el torrente circulatorio, la cual puede ser entonces registrada bidimensionalmente en cuantas secciones y direcciones se requieran para el trabajo. Si la imagen se amplía lo bastante, puede llegar hasta los menores capilares.

Y con ello me quedo convertido en un simple geógrafo —terminaba Michaels—. Un geógrafo del cuerpo humano, que traza el mapa de sus ríos y bahías, de sus radas y de sus riachuelos; los cuales son mucho más complicados que los de la Tierra, se lo aseguro.

Reid contempló la gráfica por encima del hombro de Michaels y dijo:

—¿De quién es, Max?

—De nadie que valga la pena —dijo Michaels, dejando la gráfica a un lado—. La gente, cuando espera, suele leer un libro. Yo leo un sistema sanguíneo.

—También esperando, ¿en? Lo mismo que él —dijo Reíd, moviendo la cabeza en dirección al despacho de Carter—. Y esperando lo mismo, ¿no?

—La llegada de Benes, naturalmente. Y, sin embargo, no acabo de creerlo.

—De creer, ¿qué?

—De que ese hombre tenga lo que dice que tiene. Yo soy fisiólogo, claro está, y no físico —dijo Michaels, encogiéndose de hombros en humorístico ademán casi de excusa—, pero suelo creer en los técnicos. Y éstos dicen que no hay manera. Les oí decir que el Principio de Incertidumbre impide que pueda hacerse por más de un tiempo dado. Y el Principio de Incertidumbre es indiscutible, ¿no cree?

—Tampoco yo soy técnico, Max; pero estos mismos expertos nos dicen que Benes es la autoridad suprema en este campo. Los del Otro Lado lo han tenido a su servicio y se han mantenido a nuestra altura gracias a él; «sólo» gracias a él. No tenían otro sabio de primera fila, mientras que nosotros tenemos a Zaletski, a Kramer, a Richtheim, a Lindsay y a todos los demás. Y nuestros hombres más importantes creen que debe tener algo, si él lo dice.

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