Grant bajó de nuevo y una vez más se apartó Cora para dejarle pasar. Concentraba toda su atención en el láser, manipulando lo que parecían herramientas de relojero.
—Eso parece complicado —dijo Grant.
—Es un láser rojo —dijo Cora, brevemente—, si sabe usted lo que esto significa.
—Sé que lanza un apretado rayo de luz monocromática coherente, pero no tengo la menor idea de cómo funciona.
—Entonces le aconsejo que vuelva a su sitio y me deje trabajar.
—Sí, señorita. Pero si tiene que coser alguna pelota de fútbol, le ruego que me avise.
Cora dejó a un lado un pequeño destornillador, se frotó las puntas de los enguantados
dedos y dijo:
—Mr. Grant...
—Diga, señorita.
—Se ha propuesto hacer odiosa esta gran empresa con su sentido del humor?
—No; claro que no. Pero, ¿cómo tengo que hablarle?
—Como a un compañero de la tripulación.
—Es que usted, además, es una joven.
—Lo sé, Mr. Grant; pero, ¿qué le importa a usted eso? No hace falta que me demuestre con todas sus observaciones y ademanes que se ha dado cuenta de cuál es mi sexo. Es fastidioso e inútil. Cuando todo esto haya terminado, y si sigue sintiéndose obligado a practicar el ritual que suele representar ante las muchachas, le responderé de la manera que estime más conveniente; pero, ahora...
—Está bien. Lo considero una cita para después.
—Y he de decirle algo más, Mr. Grant.
—¿Sí?
—No quiera escudarse en su calidad de ex jugador de fútbol. Es algo que me tiene sin cuidado.
Grant tragó saliva y dijo:
—Algo me dice que mi ritual va a fallar, pero...
Ella no le prestaba ya atención y había vuelto a su láser. Grant se quedó observándola, a su pesar, con la mano apoyada en el tablero, siguiendo los menores movimientos de sus seguros dedos.
—Si al menos fuese un poco más frívola... —suspiró.
Afortunadamente ella no le oyó o, al menos, no dio señales de haberle oído.
Sin previo aviso, Miss Peterson le asió una mano, y Grant tuvo un ligero sobresalto al contacto de sus cálidos dedos.
—Discúlpeme —dijo Cora, y apartó a un lado la mano de él y la soltó.
Casi inmediatamente, apretó un contacto del láser y brotó un hilo de luz roja que fue a chocar con el metal en que él había tenido apoyada la mano. Al punto apareció un diminuto agujero y se percibió un olor a metal vaporizado. Si la mano de Grant hubiese permanecido allí, el agujerito habría estado ahora en su dedo pulgar.
—Podía avisarme —dijo Grant.
—No había ninguna razón para que estuviese usted aquí, ¿verdad?
Levantó el láser, sin dejar que él la ayudara, y se dirigió al cuarto almacén.
—Bien, señorita —dijo Grant, humildemente—. En lo sucesivo, cuando me halle cerca de usted, vigilaré dónde pongo la mano.
Cora miró hacia atrás, como sorprendida y sin saber qué hacer. Después, por un brevísimo instante, sonrió.
—Tenga cuidado —dijo Grant—. No vayan a quebrarse sus mejillas.
La sonrisa se extinguió al punto.
—Lo prometido es deuda —dijo ella, en tono helado.
Y entró en el cuarto de trabajo.
La voz de Owens llegó desde lo alto.
—¡Grant! ¡Compruebe la radio!
—Bien —gritó Grant—. Nos veremos, Cora. ¡Después! Volvió a su asiento y observó el aparato de radio por primera vez.
—Parece un aparato Morse —dijo.
Michaels levantó la cabeza. La palidez de su rostro había desaparecido en parte.
—Sí. Teóricamente, es difícil transmitir la voz a través de un aparato miniaturizado. Supongo que conoce el código.
—Desde luego.
Grant transmitió un rápido mensaje. Al cabo de un momento, el sistema de altavoces del cuarto de miniaturización retumbó con una fuerza que lo hacía fácilmente audible desde el interior del
Proteus
:
—Mensaje recibido. Repito para comprobación. El mensaje dice: Miss PETERSON HA SONREÍDO.
Cora., que en aquel instante volvía a su asiento, pareció indignada y dijo:
—¡Qué lástima!
Grant se inclinó sobre el aparato y contestó:
—CORRECTO.
La respuesta llegó esta vez en Morse. Grant escuchó y tradujo en voz alta:
—Mensaje recibido desde el exterior: PREPÁRENSE PARA LA MINIATURIZACIÓN.
MINIATURIZACIÓN
Grant, ignorando en qué consistía la preparación, permaneció sentado donde estaba. Michaels se puso en pie, con rapidez casi convulsiva, y miró a su alrededor como si quisiera hacer una comprobación de última hora.
Duval dejó sus mapas a un lado y empezó a manipular en su equipo.
—¿Puedo ayudarle, doctor? —preguntó Cora. Él levantó la cabeza.
—¿Qué? ¡Oh, no! Sólo es cuestión de sujetar bien esta hebilla. Ya está.
—Doctor...
—¿Sí? —Volvió a mirar hacia arriba y se sintió súbitamente alarmado por la visible dificultad de Cora en expresarse—. ¿Tiene algún problema con el láser, Miss Peterson?
—¡Oh, no! Sólo quería decirle que lamento haber sido causa del lamentable incidente entre usted y el doctor Reid.
—¡Bah! No fue nada. No piense más en ello.
—Y muchas gracias por haberme traído. Duval respondió, gravemente:
—Su presencia me era absolutamente necesaria. Usted es la persona en quien tengo mayor confianza.
Cora se acercó a Grant, el cual, habiendo observado a Duval, manipulaba ahora con su propio equipo.
—¿Sabe cómo funciona esto? —le preguntó.
—Parece más complicado que esos cinturones corrientes de los aviones.
—Sí, lo es. Mire, ese gancho está mal colocado. Permítame...
Se inclinó sobre él, y Grant se encontró con una mejilla a muy poca distancia y oliendo un ligerísimo perfume. Pero se contuvo.
Cora le dijo en voz baja:
—Siento haber estado dura con usted; pero mi posición es muy difícil.
—En este momento, me parece deliciosa... ¡Oh! Perdóneme. Se me ha escapado.
—Mi posición en las FDMC —dijo ella— es idéntica a la de muchos hombres, pero me siento continuamente en dificultades por la circunstancia de mi sexo. O recibo demasiada consideración o excesiva condescendencia, y ambas cosas me molestan. Al menos, cuando trabajo. Me produce un sentimiento de frustración.
Grant tuvo la respuesta en la punta de la lengua, pero se contuvo una vez más. Sería violentísimo tener que dominar continuamente sus impulsos; tal vez no sería capaz de hacerlo.
—A pesar de su sexo —dijo—, y en lo sucesivo tendré cuidado en no propasarme a este respecto, es usted la persona más serena de cuantos estamos aquí, a excepción de Duval; aunque tengo la impresión de que éste no se ha dado cuenta de dónde está.
—No le menosprecie, Mr. Grant. Sabe perfectamente dónde está, se lo aseguro. Si está tranquilo, es porque sabe que la importancia de esta misión es mayor que la de su vida individual.
—¿Por el secreto de Benes?
—No. Porque será la primera vez que se habrá realizado la miniaturización en esta escala; y porque ésta habrá tenido por objeto salvar una vida.
—¿Será prudente emplear ese láser? —dijo Grant—. Después de lo que estuvo a punto de hacerle a mi dedo...
—En manos del doctor Duval, el láser destruirá el coágulo sin dañar una sola molécula del tejido circundante.
—Aprecia usted mucho su habilidad.
—Es una apreciación mundial. Y yo la comparto, con fundados motivos. He estado con él desde que obtuve mi título.
—Sospecho que no se muestra muy considerado ni muy condescendiente con usted, simplemente porque es una mujer.
—No, ciertamente.
Volvió a su asiento y se ciñó el cinturón con un ágil movimiento. Owens gritó:
—¡Doctor Michaels, estamos esperando!
Michaels, que se había levantado de su asiento y paseaba lentamente por la cabina, pareció vacilar un momento, como si estuviera pensando en otra cosa. Después, miró rápidamente a los demás, ya preparados, y dijo:
—¡Oh, sí!
Y se sentó, sujetándose su propio cinturón. Owens bajó de su torreta, comprobó rápidamente los cinturones, volvió a subir y se ciñó el suyo.
—Muy bien. Mr. Grant, dígales que estamos esperando. Grant obedeció, y, casi inmediatamente, tronó el altavoz:
Atención, Proteus. Atención, Proteus. Éste es el último mensaje oral que recibirán hasta que hayan terminado su misión. Disponen de sesenta minutos. Una vez lograda la miniaturización, el cronómetro del buque señalará el número sesenta. Deben observar continuamente este cronómetro, cuya saeta retrocederá una unidad por cada minuto que transcurra. No confíen, repito, no confíen en su impresión subjetiva sobre el paso del tiempo. Tienen que salir del cuerpo de Benes antes de que la aguja llegue al cero. En otro caso, matarán a Benes, aunque la operación haya tenido éxito. ¡Buena suerte!
Calló la voz. Grant, para animar a su desfalleciente espíritu, no encontró una observación más original que ésta:
—¡Ya está!
Él mismo se sorprendió al advertir que lo había dicho en voz alta.
Michaels, que estaba a su lado, dijo:
—Sí, ya está.
Y consiguió esbozar una débil sonrisa.
En su puesto de observación, Carter esperaba. Hubiera preferido hallarse en el
Proteus
, más que fuera de él. Sería una hora muy difícil, y le hubiera sido más fácil hallarse en un lugar donde pudiera conocer a cada instante la marcha de los acontecimientos.
Se estremeció al oír el súbito y agudo repiqueteo de un mensaje radiado en circuito abierto. El ayudante encargado de la recepción dijo, con voz pausada:
—El
Proteus
informa de que todo está dispuesto. Carter lanzó la orden:
—¡Miniaturizador!
El adecuado botón, rotulado MIN, del adecuado tablero, fue pulsado por el dedo adecuado del adecuado técnico. «Es como un ballet —pensó Carter—, con todo el mundo en su sitio y todos los movimientos previstos, en un baile cuyo final es imposible prever.»
La pulsación del botón repercutió en la pared del fondo del cuarto de miniaturización, donde apareció, poco a poco, un enorme disco alveolado, suspendido de un raíl cerca del techo. El disco avanzó en dirección al
Proteus
, moviéndose sin ruido y sin la menor fricción, gracias a los chorros de aire que mantenían su brazo de suspensión a dos o tres milímetros por encima del raíl.
Los que estaban en el interior del
Proteus
podían ver con toda claridad aquel disco surcado geométricamente, que se acercaba como un monstruo picado de viruela.
La frente y la calva de Michaels transpiraban un sudor desagradable.
—Eso —dijo con voz ahogada por la emoción— es el miniaturizador.
Grant abrió la boca, pero Michaels prosiguió apresuradamente:
—No me pregunte cómo funciona. Owens lo sabe, pero yo, no.
Grant miró involuntariamente hacia arriba y atrás, en la dirección de Owens, el cual parecía hallarse tenso y rígido. Veíase claramente cómo agarraba con una de sus manos una palanca que, pensó Grant, debía de ser uno de los mandos más importantes de la embarcación; se asía a ella como si encontrase alivio en el contacto con algo material y poderoso. O tal vez el simple contacto con cualquier porción del buque diseñado por él resultábale alentador. Él, más que nadie, debía conocer la fuerza —o la debilidad— de la burbuja que habría de darles la sensación de una microscópica normalidad.
Grant miró a otra parte y tropezó con la figura de Duval, cuyos finos labios aparecían ligeramente fruncidos en una sonrisa.
—Parece usted inquieto, Mr. Grant. ¿No es su profesión el afrontar situaciones inquietantes sin sentirse inquieto?
¡Al diablo con él! ¿Cuántas décadas hacía que venían atiborrando al público con cuentos de hadas sobre los agentes secretos?
—No, doctor —dijo Grant, sin inmutarse—. En mi profesión, el que se enfrenta con situaciones inquietantes sin sentirse inquieto tardará poco en morir. Sólo se nos pide que actuemos inteligentemente, sean cuales fueren nuestros sentimientos. Por lo que veo, usted no se siente intranquilo.
—No. Sólo interesado. Me siento invadido por... por un sentimiento de asombro. Siento una enorme curiosidad y excitación, pero no inquietud.
—¿Cuáles son, a su entender, las probabilidades de muerte?
—Pocas, así lo espero. De todos modos, yo tengo el consuelo de la religión. Me he confesado y, para mí, la muerte no es más que un tránsito.
Grant no tenía ninguna respuesta lógica para esto, y guardó silencio. Para él, la muerte era un muro negro que sólo tenía un lado; pero había de confesar que, por muy lógico que le pareciese su concepto, era en aquel momento menguado remedio contra el gusanillo de la inquietud que (como Duval había advertido muy bien) se había colocado en su misma mente.
Se daba cuenta, con aflicción, de que tenía la frente húmeda, quizá tan húmeda como la de Michaels, y de que Cora le estaba observando con una expresión que su propio sentido de la vergüenza le hizo tomar por desprecio.
—Y usted, Miss Peterson —dijo impulsivamente—, ¿se ha confesado de «sus» pecados?
Ella le respondió fríamente:
—¿En qué pecados está usted pensando, Mr. Grant?
Tampoco pudo replicar a esto; por lo cual se dejó caer en su silla y levantó la cabeza para mirar el miniaturizador, que estaba ahora exactamente encima de ellos.
—¿Qué se siente cuando lo miniaturizan a uno, doctor Michaels?
—Nada, según creo. Es una forma de movimiento, una caída hacia dentro, y, como se hace a un ritmo constante, la sensación no es mayor que la que experimentamos al descender en una escalera automática a velocidad uniforme.
—Supongo que ésta es la teoría —dijo Grant, sin apartar los ojos de miniaturizador—; pero, ¿cuál será la verdadera sensación?
—Lo ignoro. Jamás lo he experimentado. Sin embargo, los animales sometidos al proceso de miniaturización no dan la menor muestra de incomodidad. Continúan sus acciones normales sin interrupción, y esto sí que lo he comprobado personalmente.
—¿Los animales? —Grant se volvió a mirar a Michaels, con súbita indignación—. ¿Los animales? ¿Quiere decir que, hasta ahora, ningún hombre ha sido miniaturizado?
—Temo —respondió Michaels— que nos cabe el honor de ser los primeros.
—¡Qué emocionante! Permítame que le haga otra pregunta. ¿Cuál ha sido el grado máximo de miniaturización aplicado con éxito a una criatura..., a una criatura viviente?