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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (16 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
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—Volvemos a vernos —le dije.

—¿Qué quieren?

La madre se precipitó en la habitación, poniéndose cada vez más nerviosa.

—Mati, son policías. Les he dicho que has tenido un accidente, les he dicho que...

—Vete, mamá, que no pasa nada.

—Pero es que dicen que...

—¡Sal!

Comprobé que Garzón vigilaba muy alerta todos sus movimientos por si escondía un arma, pero el tipo seguía tumbado en la cama. Las sábanas tenían perritos estampados.

—Así que estás accidentado.

—Sí.

—¿En qué hospital te han curado?

—En ninguno, es una herida pequeña.

—Y estoy convencida de que tampoco te ha visitado un médico.

No respondió. Le temblaba la boca.

—Vístete, que nos vamos. Y no te olvides de ponerte las botas.

—¿Adónde vamos?

—A comisaría. Estás detenido.

—¿Por qué, yo qué he hecho?

—Levántate, mamón, quisiste devolverme las hostias que yo te había dado, pero veremos quién recibe el último.

—¡Yo no te pegué, fue el otro, yo no te pegué!

Garzón lo cogió del brazo con fuerza y lo obligó a levantarse.

—¡Andando, que aún puedes! En el coche nos dirás quién es el otro.

La salida del piso fue espectacular. Me había molestado inútilmente amenazando a la madre con romper la discreción, los alaridos que dio su hijo podrían haber alertado al barrio entero.

Lo metimos esposado en el coche y tomamos rumbo a comisaría. Bien, se había vengado de mí, pero con tanta torpeza que ahora iba a pagarlo. El muy imbécil lloriqueó desde su asiento.

—Sólo lo hice para que se dieran cuenta de que no todo el que se viste de skin es un skin, y para que dejen de cargarnos todos los muertos.

—Sí, eres un mártir de la causa. Quédate calladito, me duele la cabeza.

—No fue por venganza, le juro que...

Garzón se volvió violentamente y pegó un grito que consiguió darme un susto morrocotudo:

—¡Cállate!, ¿no has oído que a la inspectora le duele la cabeza, capullo?

Comprobé una vez más que, por mucho que yo me esmerara en procedimientos agresivos, el estilo de mi compañero siempre me superaba.

Nada más torcer la calle donde estaba situada la comisaría, quedamos sorprendidos al ver un grupo de personas arremolinadas en la acera de enfrente. Eran periodistas, que se abalanzaron sobre nosotros en cuanto paré el coche. Los policías de guardia vinieron a escoltarnos para que pudiéramos entrar sin ser arrollados por la caterva de fotógrafos que disparaban flashes a discreción. Nuestro detenido se había colocado la cazadora sobre la cara y avanzaba con dificultad mientras Garzón pedía paso con el típico tonillo policial. No lograba entender qué estaba pasando, y lo entendí menos aún cuando en el interior de la comisaría nos topamos de bruces con Coronas, que estaba situado junto a Yolanda. Los guardias se llevaron a Matías y el comisario hizo un gesto que nos dirigía hacia su despacho.

Lo primero que hizo al cerrar la puerta tras de sí fue pegar un respingo de rabia:

—¿Sabe que estaba usted ilocalizable en su móvil?

—Lo llevo apagado desde hace mucho rato, es verdad. Como estábamos en una acción... ¿qué querían todos esos periodistas, señor?

—Conteste antes de preguntar. ¿Quién es ese tipo al que han detenido?

—Es el que me agredió.

—¿Tiene algo que ver con el caso?

—Me temo que no.

—¿Cómo lo han cazado?

—La doctora Caminal me visitó. Vio el dibujo de una suela de bota en uno de los golpes.

—¿Y eso la guió hasta el culpable?

Miré a Garzón, que ponía cara de póquer, y a Yolanda, que estaba muy compungida en un rincón. Titubeé antes de hablar.

—Lo cierto es que... también lo olí.

—¡¿Cómo?!

—Ya había interrogado a ese tipo, y cuando me asaltaron reconocí el olor de su colonia. La huella de una bota típica de skin acabó de darme la certeza.

Coronas me miraba con incredulidad y una mezcla de cabreo e interés.

—Bueno, Petra, felicidades. Veamos ahora cómo aplica su olfato canino a lo que acaba de pasar.

Dio paso con la cabeza al turno de Yolanda. Noté que estaba aterrorizada, y que la voz le temblaba al hablar.

—La Guardia Urbana encontró a Anselmo muerto, inspectora. Lo han asesinado.

Garzón y yo dimos un sincronizado paso al frente.

—¿Asesinado?

—En el propio sitio donde vivía. Le metieron la cabeza en una bolsa de plástico y se la reventaron de un tiro. La policía científica está inspeccionando ahora el lugar. Nadie ha visto nada, por supuesto, ya saben el tipo de gente que anda por allí. Habían revuelto todas sus cosas.

Coronas retomó la palabra en plan «digno líder policial»:

—Tengo entendido que ese hombre estuvo aquí ayer mismo.

—Así es.

—Pues ya tienen ustedes el lío formado, inspectora.

—A veces los mendigos se roban entre ellos y pueden llegar a matarse —dijo el subinspector sin mucha convicción.

—¡No me joda, Garzón, si esto no está relacionado con el caso que llevan entre manos, que venga Dios y lo vea! De modo que ya se hacen una composición de cómo están las circunstancias. Jodidas, ¿no? Con todos esos cabrones de periodistas encantados de la vida, dando caña. Imagínense lo que seguirá: que si un asesino en serie de mendigos, que si la policía descuida a los marginados porque no son contribuyentes... incluso podría escribir yo mismo los artículos. Pónganse a trabajar inmediatamente y no aparezcan delante de mi vista hasta que no tengan un culpable. ¿Entendido?

En otras circunstancias hubiera soltado una ironía, me hubiera defendido de algún modo ante aquella salida de tono clásica de un jefe tradicional, pero estaba demasiado traumatizada por lo que acababa de saber. El pobre Anselmo había muerto, ¿por qué?, ¿qué habíamos removido sin darnos cuenta siquiera?, ¿dónde andaba metido?, ¿qué sabía?, ¿tan valiosa era la simple información que nos había dado como para que lo quitaran de en medio? ¿Qué hacía de Tomás
el Sabio
un hombre con importancia estratégica? ¿Sabía Anselmo quién lo había matado? La cabeza me daba vueltas y no lograba pararla en ningún lugar. Yolanda se puso a mi lado:

—Ya me he enterado de su agresión, inspectora, ¿cómo se encuentra?

—¿La agresión?, ¡ah, sí, la agresión! Estoy bien, gracias.

En ese momento empecé a notar el dolor en todo el cuerpo. Anduve como un autómata hacia mi despacho, seguida de Yolanda y Garzón. Domínguez, el policía, me salió al paso.

—Inspectora, lo siento. Ha sido culpa mía que mataran a ese hombre, ¿verdad? Debería haberlo vigilado mejor.

—No, yo lo hubiera dejado marchar un rato después. Hágame un favor, Domínguez, tráigame un vaso de agua.

Me senté en el sillón, intentaba pensar. Garzón empezó a sonreír.

—¿Es cierto eso que ha dicho, inspectora?, ¿de verdad reconoció la colonia del tipo?

Lo miré como si nunca lo hubiera visto, no sabía con claridad qué me estaba diciendo. Entró Domínguez con el agua. Saqué una pastilla de las que me habían prescrito y me la tragué. Después de beber, fui plenamente consciente de la situación.

—¿Pueden decirme qué hacemos aquí sentados? Vamos al lugar del crimen inmediatamente.

Domínguez se volvió:

—Inspectora Delicado, un hombre llamado Crespo ha llamado un montón de veces preguntando por usted.

—Sí, me lo imagino.

Salimos a la carrera. Encendí el móvil. Había varias llamadas perdidas de Coronas, también de Ricard. Estaba tan absorta que Yolanda se preocupó por mí:

—No esté angustiada, inspectora. Han dicho que el inspector Fernández Bernal y el subinspector Iniesta han ido a hacerse cargo de la situación mientras ustedes aparecían.

¡Fernández Bernal!, maldije mentalmente. Yolanda me miraba a la cara con la expresión de una madre solícita. Exploté:

—¡¿Que no esté angustiada?! ¡Ya usted quién coño le ha dicho que estoy angustiada! En el trabajo no tolero ninguna apreciación personal, ¿entendido? ¡Ninguna!

Se quedó estupefacta. A Garzón la sonrisa satisfecha le bailaba en los labios. Observé de reojo cómo al subir al coche miraba a Yolanda, enarcaba las cejas y se encogía de hombros como diciendo: «No todo es orégano en el monte Delicado, muchacha.» Lo odié, odié también a aquella chica inexperta y demasiado emotiva, pero, sobre todo, me odié a mí misma por haber permitido que mataran a un hombre loco e inofensivo.

La zona de edificios abandonados estaba acordonada por la policía. Fernández Bernal me recibió disimulando con poca habilidad su regodeo.

—¡Vaya, Petra, creíamos que se te había tragado la tierra!

—Al grano, Fernández, no estoy de humor. Cuéntame qué ha pasado aquí.

—A la inspectora la han agredido. Estaba en el hospital —terció Garzón para que el otro se sintiera culpable. Lo consiguió, a Fernández se le mudó la cara.

—¡Joder, Petra, lo siento, no tenía ni idea! Perdóname la broma.

—Olvídalo.

Garzón era un genio de la psicología, porque aquella culpabilidad de mi compañero le hizo relatarnos todo lo que sabía en vez de seguir lanzándonos estúpidas invectivas.

—Ya se han llevado el cadáver. Veremos qué dice la autopsia, pero a primera vista al pobre diablo lo han dejado hecho un Cristo. Tenía la cabeza destrozada por un disparo. Le encajaron una bolsa de basura, seguramente para no salpicarse de sangre.

—¿Alguien ha visto algo?

—¿Estás de broma? Aquí ni Dios suelta prenda. El que no tiene antecedentes está ilegal en el país, y los otros son una panda de borrachos y locos; así que tú dirás.

—¿Ya ha acabado la científica?

—No, aún andan buscando pelos por ahí; pero en un sitio abierto como éste, y además lleno de gente, no creo que sirva para mucho.

—¿Y las cosas del muerto?

—Ahora nos las llevaremos. Estaban esparcidas todas las mierdas que tenía, el que se lo cargó estuvo registrándolas, supongo que no sería para robarle ningún tesoro.

—Enséñamelas.

—Los de la científica ya han estado buscando pruebas, así que hasta podemos tocarlas.

Había un policía junto al hueco de la escalera que ocupaba Anselmo. Custodiaba un amasijo de ropas, bolsas y cajas diseminadas por el suelo. Entonces descubrí al perro del mendigo, atado en un rincón. Estaba tumbado, en completo silencio. Me acerqué a él y le toqué la cabeza.

—Ya se ha cansado de aullar, el pobre. Daba pena de oírlo —comentó el policía.

—De poco le ha servido a su amo —dijo Garzón.

—Le ha llorado, que ya es mucho —repliqué—. ¿Qué harán con él?

—Llevarlo a la perrera del ayuntamiento.

—¿Lo quieres para ti, Petra? —me preguntó Fernández.

—No, gracias, no me merezco amigos tan fieles.

Empecé a registrar las menguadas y caóticas pertenencias de Anselmo, que constituían un auténtico bazar de objetos absurdos: ropa vieja, calendarios de años remotos, bolígrafos sin carga, gafas sin cristales, cinturones sin hebilla... cosas que alguna vez habían tenido su uso, pero que resultaban inservibles después, como a su mismo dueño debió de sucederle. De repente me di cuenta de que una de las pocas propiedades que yo le conocía ya no estaba allí: la caja con los llaveros de latón que Tomás
el Sabio
le había regalado.

—¿Alguien se ha llevado algún objeto?, ¿la policía científica, quizá?

—No, lo han revisado, pero nadie se ha llevado nada.

Les pedí a Yolanda y a Garzón que me ayudaran a buscar por si yo no era capaz de orientarme entre tal variedad de cosas. Describí la caja para ellos y sometimos aquellos restos a una nueva batida.

—¿Qué buscáis? —se interesó Fernández Bernal.

—Nada, nada en especial, una cajita que nos pareció ver cuando estuvimos aquí.

Él sabía que debía abstenerse de hacer más preguntas si quería que aquel encuentro acabara bien. Para evitar nuevas tentaciones de curiosidad, le dije:

—Gracias por todo, Fernández. Si queréis podéis marcharos ya. Nosotros nos quedaremos hasta que acabe la científica.

Cuando estuvimos solos me volví inmediatamente hacia el subinspector:

—Falta la caja con los llaveros.

—Pudo tirarla él mismo.

—Ni hablar; era uno de sus tesoros más valorados.

—No sé, inspectora, tratándose de un tipo tan zumbado, cualquier cosa puede ser.

—Le recuerdo que falta el único objeto que perteneció a Tomás
el Sabio
.

—¿Qué ponía la inscripción?, no lo recuerdo.

Busqué en mi bolso el llavero que Anselmo me regaló. Apareció entre briznas de tabaco y pañuelos de papel.

—«La caridad es el placer del alma» —leí.

—¿Cuántas instituciones de caridad hay en Barcelona, Fermín?

—Ni idea.

—Yo creo que tengo una lista en la oficina de la Guardia Urbana, mañana la puedo traer... bueno, si usted quiere que siga en el caso, inspectora.

—Sí, quiero que siga.

Yolanda sonrió. No comprendí qué era lo que la motivaba a desear integrarse en un pequeño equipo como el nuestro, donde la tratábamos tan mal. Observé el llavero en mi mano.

—Sí, eso es, volveremos a hacer otro interrogatorio aquí e indagaremos en las instituciones de caridad.

Pero no estaba pensando en lo que decía; en realidad, la mente se me había ido hacia Anselmo. «El pobre loco ya nunca tendrá su barco cargado de arroz», pensé, y me apiadé de sus tristes huesos, y del perro, único heredero de su memoria.

Estaba destrozada cuando llegué a casa, no sabía si a causa de la paliza o de la tensión. Los brazos me dolían tanto que maniobrar para aparcar el coche me hizo ver las estrellas. Cuando me acerqué al portal vi que había un hombre sentado en el escalón de la entrada. Sacó un pañuelo blanco y lo agitó en el aire.

—¡No dispares, Petra, soy yo!

Ricard me miraba con preocupación. Le sonreí desmayadamente.

—¿Qué te ha pasado? He estado todo el día intentando contactar contigo y no ha habido manera. Además, en tu comisaría nadie quería darme noticias tuyas. Estaba muy inquieto.

Comprendí que una de las razones por las que me gustaba vivir sola era no tener que dar explicaciones al llegar. Ni siquiera intenté ser amable.

—Ha sido un día muy malo, Ricard. Ayer me agredieron unos skins y tengo el cuerpo magullado, de modo que esta noche no estoy para excesos de ningún tipo. Quizá mañana me encuentre mejor.

BOOK: Un barco cargado de arroz
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