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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (31 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
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—No, que vaya mejor el subinspector, él sabe meterles prisa.

Nos quedamos solas bebiendo café. La observé con discreción. Incluso con un atavío normal estaba muy guapa, sin arrugas, con el pelo brillante y los ojos vacíos de malicia, de experiencia y desengaños. Recordé haber ojeado mis fotos de juventud y descubrir que la mayor diferencia con la actualidad estaba en la mirada. Ahí quedan las auténticas muescas de la edad, de las desilusiones, de las batallas ganadas o perdidas. No hay cosmética reparadora para eso, ni cirugía plástica que pueda arreglarlo.

—Lo pasamos bien el sábado, ¿verdad?

—¡Jo, inspectora, vaya festorro!, sus amigos son una pasada, de verdad. Lo malo es que ayer tenía tanta resaca que no pude ni salir. Mi novio se mosqueó.

—No le dejes que se mosquee por lo que tú hagas o dejes de hacer. Acostúmbralo bien.

—Los hombres son un poco plastas, eso ya se sabe. Pero mi novio es buen tío.

—Mejor. ¿Os fuisteis a tomar otra copa con los invitados al salir de mi casa?

—¡No, qué va, no fue necesario, estábamos bien cargados ya! Su amigo el psiquiatra me acompañó a casa.

—Perfecto, mucho mejor ir con alguien a esas horas.

—Podría haber ido sola, soy policía.

La entrada en tromba de Garzón interrumpió su sonrisa encantadora. El bueno del subinspector venía pletórico y calzándose la gabardina.

—¡Andando, señoras, que los muertos se enfrían más de lo que están! Ese teléfono ha surtido efecto: tenemos dirección y permiso del juez para revisar la casa.

Casi al final de la kilométrica calle Valencia, junto al mercado de Els Encants, estaba el piso de Flores. Una de sus llaves abrió la puerta con toda facilidad. Una vaharada de olor a sándalo nos llenó la nariz. Abrí la expedición por el pasillo y nada de lo que veía me pareció destacable, era una vivienda normal, ni rica ni pobre, ni bonita ni fea. Sólo el salón, una estancia amplia de unos cuarenta metros, mostraba un cierto placer por la decoración con antigüedades. Había una tablilla medieval colgada en la pared, una pequeña virgen románica sobre una mesilla... Al principio pensé que se trataba de reproducciones, pero sin ser una experta, me di cuenta de que debían de ser originales. Garzón estaba tan sorprendido como yo:

—¡Fíjense, cuadros antiguos!, ¿no habíamos quedado en que era un hortera?

—Antes no había hortera sin su transistor, pero hoy en día tienen más cosas, compran antigüedades, sólo beben whisky de malta... pero siguen siendo horteras igualmente.

Por lo demás, la casa sí era en conjunto bastante hortera: grandes sofás coloreados y un aparato de televisión con pantalla panorámica. Nos enfundamos los guantes de látex y empezamos a fisgar: las habitaciones, la cocina... todo estaba ordenado y no presentaba ningún signo especial. Sólo al final del pasillo encontramos un pequeño cubículo donde había una mesa de despacho y un ordenador. Con gran satisfacción, observamos que en una estantería se amontonaban libros de contabilidad.

—Esto va bien. Trabajo económico para el inspector Sangüesa.

Junto a los papeles había más objetos antiguos de escaso valor: horribles jarrones del siglo pasado, un molinillo de café... Yolanda cogió una cajita muy vieja:

—Mire, inspectora, es munición.

En efecto, era una caja sin usar de balas de nueve milímetros largo.

—Interesante coincidencia. Garzón, averigüe si este pájaro tenía licencia de armas.

—No lo creo. Esa munición antigua se encuentra sin dificultad en el mercado negro, aún quedan cajas por ahí desde la guerra civil, pero lo averiguaré.

—Podría tratarse de otra adquisición en un anticuario.

—¿Guardar balas como objeto de colección?, puede ser.

Eché una ojeada a los libros de cuentas sin entender gran cosa. Lo único que pude apreciar fue que algunos volúmenes llevaban una F en la cubierta.

—¿Qué puede significar?

—No lo sé. Quizá para Sangüesa y su gente tenga sentido. Que rastreen también en la declaración de la renta del tipo. Hay que destripar los números uno por uno.

—¿Va a poner en marcha el ordenador?

—Tampoco me serviría de mucho. Lo confiscaremos, es otro trabajo para especialistas.

—¡Qué divertido! —exclamó Yolanda—. Al final todo lo hacen los expertos y al investigador no le queda casi nada que investigar.

Garzón la fulminó con la mirada.

—Eso es lo que puede parecer, pero un montón de datos sin articular no sirven para nada.

—No se mosquee, subinspector, lo que yo quería decir es que...

—¡Señores, por favor!, ¿han comprobado el contestador del teléfono?, ¿han rebuscado en los bolsillos de las americanas?, ¿han mirado si hay agendas o dietarios? Dejemos el tema de las competencias para otro momento.

Me apliqué con la diligencia que exigía y, en vez de husmear en unos números que nada me demostraban, abrí uno por uno los cajones de la mesa. Encontré recibos de la luz y el gas, cuentas de restaurantes, propaganda de ferias de anticuarios, la tarjeta de un
brocanter
y varias facturas de autentificación de objetos allí comprados aparte del papeleo habitual en cualquier casa. De pronto, vi una nota manuscrita que me llamó la atención. Decía: «Arcadio: hoy no he podido acabar. Mañana será otro día si Dios nos da salud y alcohol.» Estaba sin firmar, pero me encontraba casi segura de que se trataba de la caligrafía de Tomás
el Sabio
. Miré de nuevo los libros contables. Podía equivocarme, pero ambas letras pertenecían al mismo hombre. ¿Tomás
el Sabio
era el contable de Arcadio Flores? ¿Ése era el «gran asunto» en el que se había metido? ¿Y cuál era el gran y sin duda sucio asunto en el que andaba Arcadio?, ¿simplemente la falsa caridad? ¡Dios!, había algo que no acababa de encajar, un tornillo que se negaba a enroscarse en su sitio. De cualquier modo, llevaba razón Yolanda, mi descubrimiento de aquella caligrafía no tenía mucho valor hasta que no lo certificaran los expertos. Iba a hacernos falta un buen batallón de ellos: informáticos, personal de cuentas, balísticos y calígrafos, sin contar con la prescriptiva recogida de huellas en el apartamento. Sí, un pobre detective no era nada, en especial si no se veía capaz de pintar un cuadro armonioso con las diferentes pinceladas de color.

Recuerdo que no tenía demasiados deseos de llegar a mi casa aquella noche. Suele ocurrirme cuando un caso se encuentra al rojo vivo y necesito datos de los especialistas para avanzar. Todo lleva su tiempo, pero ese tiempo parece infinito si puede demorar importante información. En esas ocasiones, alejarse de la comisaría da la impresión de dejar abandonadas las pesquisas, de no estar presente en el núcleo donde bulle la vida policial. Pero no es verdad, también los expertos comen y duermen, vuelven a sus casas y tienen listas de informes a los que deben ir dando prioridad. Pensé que, al día siguiente, le pediría a Coronas que me concediera un estado de máxima urgencia que lograra acortar las esperas. Eso me tranquilizó, aunque sólo en parte; había en mi ánimo algo más que me impedía desear con premura lo que suele gustarme y llenarme de paz: tomar asiento con un libro en mi salón. Debía ser sincera conmigo misma, no quería estar sola y ponerme a pensar. Estaba segura de que lo que iba a encontrar en mi mente, arrinconado por las incidencias del caso, no me complacería. Pero lo hice, soy valiente, y tampoco era lógico largarme a beber copas de bar en bar hasta quedarme atontada y sin capacidad de reflexión. No, llegué a mi casa, tomé una ducha, me preparé un sándwich y me senté con un libro en el regazo. Por supuesto, la imagen que estaba intentando eludir se presentó, era su turno, su momento de gloria. En esa imagen, en realidad sólo un recuerdo, estaba yo misma procurando quedarme a solas con Yolanda y preguntándole de modo indirecto si había estado con Ricard la noche de la fiesta. Había sucedido, no era una simple imaginación. Luego, mi mente sí se pasaba a lo abstracto y empezaba a divagar. Ricard y su mirada de admiración hacia la joven. ¿Era eso algo ofensivo hacia mí, anormal, fuera de los límites de una conducta perfectamente lícita? No, en absoluto, Ricard estaba mirando a Yolanda casi de la misma manera que la había mirado yo: constatando las delicias de la belleza y la juventud. El problema estaba en mí. Yo era quien representaba un papel muy poco lucido en aquella función. Me veía a mí misma como una mujer celosa y poco segura de su aspecto que temía que le robaran a su hombre, un hombre con fama de donjuán. Sinceramente, incluso con la gabardina arrugada yendo a trabajar un lunes, mi imagen era mejor. Me serví un dedito de whisky. Y si tenía tantos miedos era porque estaba convencida de que Ricard no me quería, no sentía una loca pasión por mí. ¿Cómo iba yo entonces a amarlo a él? Lo sé, todas esas ideas forman parte de los postulados del narcisismo más abyecto, pero ésa es mi auténtica personalidad: necesito tener buen concepto de mí misma y necesito que me amen para amar. No, en ningún caso estaba dispuesta a pasar mi vida preocupada por el deterioro de mi físico y con la duda de que el hombre amado sólo estuviera conmigo como atenuante de su soledad.

De la manera más inopinada, acababa de tomar una decisión. Si ponía los conflictos que causa vivir sola en un plato de la balanza y todo lo que acababa de pensar en la otra, el fiel se inclinaba sin duda hacia mi estado actual de soltería. Y lo que era más importante, si era capaz de pesar los sentimientos hacia Ricard como si fueran un kilo de pescado, era porque no había nada en ellos que mereciera la pena conservar.

Me tragué el whisky de un tirón. Uno tiene en su interior todas las claves de lo que quiere hacer, pero a menudo falta tiempo para conversar con la propia conciencia. Y yo había encontrado el momento ideal. Sabía que me arrepentiría de mi resolución alguna que otra vez: cuando tuviera una pena que no pudiera compartir, o una duda que deseara consultar, o una alegría intensa que necesitara partícipes, pero siempre podía llamar a un amigo, contratar a un psiquiatra o comprarme un perro. En última instancia, me quedaría a escuchar a Chopin, leer un buen libro y trincarme un vino añejo. Sin olvidar a mis queridas víctimas, esos muertos cuya desaparición yo debía aclarar y que siempre me acompañarían mientras existiera interés, odio, locura y maldad, es decir, toda la vida. Anselmo y Tomás
el Sabio
, ellos no habían tenido que luchar contra su narcisismo ni plantearse la conveniencia de la soledad, ellos vivían solos en un mundo perverso. Serían dentro de poco, si no lo eran ya, cadáveres sin nombre, presencias tenues que pasaron como soplos por una vida colectiva que apenas si se enteró de su existencia. Pensar en que yo tenía la misión de tomarlos en serio me parecía un buen motivo para seguir.

«¡Al carajo con los temores, Petra!», me dije como colofón de tales pensamientos. Y aquella expresión tan popular, bastarda y filosófica consiguió que me animara muchísimo.

El primer informe que llegó a nuestras manos fue el de balística. Así supimos que el proyectil que había matado a Arcadio Flores había sido disparado con la misma pistola que el que mató a Tomás
el Sabio
y al pobre señor Anselmo. La bala presentaba idéntico aspecto: la vaina estaba expandida y el pistón se había desplazado hacia atrás. También el metal tenía muescas y arañazos. No cabía la más mínima duda. El informe se completaba con un comentario sobre la caja de balas que habíamos encontrado en casa de Arcadio. Se trataba de balas del nueve largo para subfusil fabricadas durante la época de la guerra civil española. Podían encontrarse aún circulando por el mercado negro. La conclusión acababa con la siguiente hipótesis: «No puede descartarse que la bala encontrada en el cadáver haya sido una del nueve largo para subfusil recortada y disparada con una pistola del calibre nueve corto. De ese modo, se habría producido una sobrepresión en la recámara que habría dado origen a la expansión de la vaina y desplazamiento del pistón observados.»

Ya habíamos leído una vez todo aquello. Garzón me miró con ojos desorbitados haciendo cábalas a toda velocidad.

—El hecho de que a este tío lo hayan frito con la misma pistola que a los otros dos no impide que...

—Que no fuera él mismo quien se cargó a los mendigos. Eso simplemente vendría a significar que...

—Que lo frieron con su propia pistola.

—La cual debe de hallarse ahora en manos de su asesino.

—Es una hipótesis seria, pero no excluyente. Ese asesino pudo matar también a Tomás y a Anselmo. La pregunta es ¿por qué? En el caso de Anselmo, fuera quien fuera el asesino, el móvil está muy claro: lo vieron en nuestra compañía y temieron que se fuera de la lengua. Tomás
el Sabio
parecía dispuesto a contar algo que quisieron silenciar, pero ¿por qué se han cargado a este individuo?

—Quizá por lo mismo, para hacerle callar.

—Entonces es que existe en todo esto un tercer hombre.

—Y no precisamente un hombre secundario.

—No, ya que es quien ha quedado vivo al final.

—Suponiendo que no encontremos a un nuevo muerto en el camino y continúe la cadena.

—Así es.

Nos miramos el uno al otro contentos con nuestro dúo deductivo. Puse una mano en el hombro de Garzón:

—Subinspector, huelo un final muy cercano.

—¿Y ese final huele bien?

—A auténtica chamusquina, créame.

—Nada que usted no pueda perfumar con alguno de sus jaboncillos y lociones.

—Va a hacer falta algo más. Le propongo una visita.

—¿A quién?

—Al inspector Sangüesa.

—Es pronto aún. No creo que hayan acabado de trabajar en el informe.

—Esa visita tiene como objetivo presionar.

—Nos mandará al infierno.

—Cualquier infierno es mejor que la duda.

La primera mirada de Sangüesa fue de las que no dejan nada por decir, aunque lo dijo igual:

—¿Ya estáis aquí? ¡Eres como una mosca cojonera, Petra!

—De quien se ocupa de algo tan sofisticado como delitos económicos se espera un vocabulario mejor.

—De acuerdo, te diré que eres como un díptero testicular, si te parece más fino, pero eso no cambia las cosas: el informe no está acabado aún. Tengo a mi gente trabajando en ello a toda mecha.

Garzón no pudo reprimir una risita que yo le recriminé con un leve parpadeo. Miré a Sangüesa cara a cara.

—Sangüesa, no seas cabrón, no te estoy pidiendo el informe completo, pero tú ya tienes ideas sobre el tema y quiero que nos las comentes, sólo un pequeño adelanto.

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