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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (19 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
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Me esperaba Yolanda, fresca y hermosa como siempre, con una lista de instituciones de caridad en el bolsillo de su uniforme impecable.

—Ya está —dijo como una niña aplicada en cuanto me vio—. Hay varias instituciones en la ciudad, inspectora, pero quien tiene más información general y corta más bacalao es Cáritas. He llamado al director y me ha dicho que estará toda la mañana en su despacho, que en cualquier momento puede recibirnos.

La observé con atención y le sonreí:

—Le gusta lo que está haciendo, ¿verdad?

—Nunca me había divertido tanto en la Guardia Urbana.

—¿Por qué no se pasa a la Policía Nacional?

—Creo que lo voy a pensar. ¿Podré trabajar con usted?

Aquel halago me cogió desprevenida. No negaré que me gustó, pero al mismo tiempo hizo que me sintiera mayor, maternal, y ninguna de las dos opciones me tentaba. Reaccioné con cínica brusquedad:

—Sí, trabajará conmigo y nos condecorarán por buenos servicios, por hacer que resplandezca la verdad. Todo será maravilloso.

Se encogió de hombros sin darle importancia a mi salida intempestiva. ¿Qué debía de pensar de Garzón y de mí, que éramos dos oxidados mecanismos que chirriaban sin remisión? Le daba igual, ella estaba llena de vigor y de ganas de entrar muy en serio en el juego de la vida. Me pregunté si alguna vez yo había sido así, tan directa, tan carente de dudas, tan llena de ilusión. Concluí que no.

El director de Cáritas en Barcelona era un hombre de sesenta años, moreno y racial como el rey de un emirato. Me dio la impresión de que se encontraba de vuelta de todo y afrontaba esta circunstancia dotando a sus palabras con la obviedad de lo inevitable. No se inmutaba, que hubieran asesinado a dos mendigos le pareció casi natural, porque entre lo que habría visto durante su vida se contarían algunos casos más duros con toda seguridad. Aun así, se pasó diez minutos manifestando su escándalo ante los modos de vida actuales en un discurso que me pareció mil veces pronunciado. Era lo normal, pero pensé que en algunos negociados, como la caridad, siempre esperamos que las cosas sean inusualmente humanas y sinceras. Un error, todo tiene sus lugares comunes. La verdad es que casi conseguí sacarlo de la especie de sopor de cotidianidad en el que vivía al preguntarle si había visto un llavero como el mío alguna vez. No esperaba una pregunta tan tonta.

—Pues no.

—¿Puede tratarse de una campaña para recaudar fondos de alguna institución de caridad?

—Puede tratarse de cualquier cosa. Las ONG llevan a cabo ese tipo de ventas de objetos alguna vez, y las parroquias, y grupos de jóvenes cristianos... Un llavero así puede provenir de mil sitios distintos: estudiantes para su viaje de fin de curso, asociaciones de amas de casa... ¡Vaya usted a saber! Hasta podría ser un simple timo.

—¿Hay picaresca en el mundo de la caridad?

—Sí, la hay, siempre la ha habido: mendigos con falsas disminuciones físicas, ciegos de pega..., es un clásico. Ahora el alza de valores como la solidaridad ha reverdecido estas prácticas. Son más modernas, claro: tipos que recogen ropa en nombre de instituciones inexistentes y luego la venden, espabilados que se montan falsas tómbolas benéficas...

—¿Alguna vez se ha perseguido ese tipo de timos?, usted lo sabrá mejor que nosotros.

—Supongo que no, son cosas pequeñas que acaban desmontándose por sí mismas. Nosotros sólo dimos parte a la policía en una ocasión, unos individuos pedían dinero por las casas en nombre de Cáritas. Se trataba de una usurpación y creo que ahí ustedes investigaron.

—¿Qué pasó?

—No lo recuerdo bien, nada muy sonado. Eran un par de desgraciados y la cosa no llegó siquiera ajuicio.

—¿Puede indicarme las fechas en que eso sucedió?

—Buscaré en nuestros expedientes.

Se levantó cansinamente y llamó a una secretaria tan poco despierta como él. Hablaron en un conciliábulo del que nada pude oír y la secretaria, con pinta de flor seca, desapareció sin lanzarnos ni una simple mirada de curiosidad. Pensé que ver diariamente la cara miserable del mundo debe de vacunar contra las reacciones de pasión. Luego volví a pensar y me pregunté de qué manera se puede ejercer algo como la caridad si no es con cierto deseo vehemente de justicia o de amor al prójimo o de...

—La caridad es una mierda —le dije a Yolanda cuando salimos de allí con sólo una fecha en el bolsillo. Me miró con cara asombrada.

—¿Por qué?

—No es una buena solución.

—Pues no veo por qué no. Si todos hiciéramos un poco de caridad, no habría tantos pobres.

Hablaba sinceramente y no quise contradecirla. ¿Para qué? Ella partía de la base de que el mundo es como es, y yo había llegado a la misma conclusión después de mucho tiempo pensando que podía cambiarse. Sólo nos separaba en realidad el descreimiento resultante de toda frustración, nada sobre lo que se pudiera elaborar una teoría convincente.

—Puede que lleve razón —dije para finalizar, y acto seguido eché de menos a Garzón, de quien quizá me separara un océano de creencias y razones, pero al que me acercaba la experiencia, el más claro de los argumentos que pueden ponerse en común.

—¿Qué hacemos, inspectora?

—Yo voy a comisaría, quiero localizar a estos pequeños timadores, quizá ellos sean capaces de darnos más información.

—Pero ¿y si el director de Cáritas lleva razón y el llavero lo hicieron unos escolares para el viaje de fin de curso?

—Los hombres que asesinaron a Anselmo no querían llevarse los llaveros de unos escolares, Yolanda. Además, sólo a un gilipollas se le puede ocurrir que a unos adolescentes de hoy en día les vaya a dar por hacer llaveritos de caridad.

—Es verdad, no lo había pensado. Ya veo que esto de investigar es tener bien fijadas en la cabeza sólo las ideas importantes y borrar las demás posibilidades.

—Esto de investigar es un follón, Yolanda, créame. Ande, siga usted sola visitando las instituciones de caridad. Le doy el llavero, pero ya sabe, no se despegue de él. Hoy por hoy, es una de las pocas cosas sólidas con las que contamos.

Le referí el menguado resultado de nuestras pesquisas al subinspector.

—¿Pequeños timos, inspectora? Yo creo que los pequeños timadores de un mundo tan cutre como éste no se cargan a dos tíos por las buenas.

—Cuanto más cutre es el asunto, más inculto es el medio en el que se da, y cuanto más inculto es el medio, más violencia gratuita.

—Entonces es que los periodistas están en lo cierto y andamos tras un tío que mata sin motivos, un
serial killer
de mendigos.

—Ni
serial killer
ni pollas en vinagre. En todo
affaire
económico, por pequeño que sea, siempre hay motivos para matar, y me juego cualquier cosa a que estamos frente a un móvil económico.

—Inspectora, ¿y no sería más honesto reconocer que no tenemos ni puta idea?

—Tomás
el Sabio
andaba metido en un asunto feo, y al pobre Anselmo lo mataron por si sabía algo y se llevaron la caja de llaveros que Tomás le regaló. Estamos siguiendo un hilo.

—Un reguero de muertos.

—Los muertos hablan, Fermín, y es la obligación de un policía saber escucharlos.

—Muy bonito, pero a estos muertos no hay quien les saque palabra.

—Ya se soltarán.

—Voy a ver qué puedo hacer con estos datos tan vagos que le han dado en Cáritas. Espero que la estafa sea de los tiempos de la informatización, porque si no me jubilaré buscando.

Podía detectar a un kilómetro los problemas personales de Garzón en su desánimo laboral, siempre le ocurría así. Deseé que su hijo regresara pronto a Estados Unidos y lo dejara tranquilo con su rutina diaria.

Al cabo de un rato regresó a mi despacho, mohíno y refunfuñón.

—Ya han empezado a buscar, pero no sé yo si...

—Oiga, Garzón, si ha venido expresamente a desmoralizarme, prívese; sabe que no suelen hacerme falta estímulos para eso.

—No, sólo venía a invitarla a un café.

Cruzamos a La Jarra de Oro. Yo estaba convencida de que Garzón quería hablar, y no podía hacer nada por evitarlo. Sin duda caerían sobre mí nuevas quejas sobre el desparpajo gay del americano, o quizá algo peor. No me equivoqué.

—¡Joder, inspectora, estoy desesperado! Esta noche mi hijo y... el americano quieren que los acompañe a un espectáculo de flamenco.

—Puede estar bien.

—¡Sí, cojonudo! No sólo tengo que hacer de suegro de un... bueno, de un tío, sino encima oficiar de turista en mi propia ciudad. ¿Por qué no nos acompaña?

—¡Ah, no, ni hablar!

—¿Lo ve?

—¿Qué es lo que tengo que ver?

—Bueno, ya sé que no tiene ninguna obligación de venir; pero seguro que si le hubiera propuesto cenar sólo con mi hijo hubiera aceptado.

—Ve usted más fantasmas que un médium de pega. Lo que ocurre es que yo, esta noche, ya tengo un compromiso para cenar.

—¿Con aquel caballero que...?

Le interrumpí con una fiera mirada.

—Sí, con él.

—Me dio la impresión de ser muy simpático.

—Eso le pareció mientras le apuntaba con su pistola, ¿verdad?

—Fue un accidente. De manera que usted está bien, ¿verdad, Petra?

Puse cara de palo, aunque sabía muy bien adónde quería ir a parar.

—¿Es que de pronto me ha visto rutilante?

—No, quiero decir que... bueno, inspectora, no sabía que tenía novio.

Podría haberme puesto como un basilisco y saltar salvajemente sobre él, pero me contuve y sonreí, aunque con la sonrisa de un psicópata asesino.

—Querido subinspector, yo estoy bien, usted está bien, todos estamos perfectamente. Pero quisiera recordarle que el hecho de pernoctar en mi casa no le da derecho a meter ni una sola fosa nasal en mi vida. ¿De acuerdo?

—¡Cómo se pone!, total, por un simple comentario sin importancia.

—Creo recordar que a este café invitaba usted.

Podía ver una media sonrisilla en sus labios mientras pagaba. Sí, conocía mi secreto sentimental y eso le producía un placer difícil de explicar. Era como una demostración de que yo tenía en efecto un lado humano, que sería como decir «un flanco vulnerable» en boca de un estratega.

Para que lo que le había dicho a Garzón no fuera mentira pensé en improvisar una cena con Ricard, pero antes de que yo le llamara ya me había llamado él. Le informé de que, si quería que esa noche hiciéramos el amor, debía ser en su casa. No tenía ganas de más intromisiones de mi compañero.

—Bueno, no veo ningún inconveniente. ¿Qué día de la semana es hoy?

—Martes.

—¡Mierda!, hoy no viene mi asistenta. Oye, Petra, quizá lo veas todo un poco desordenado. Además, no vivo en una bonita casa restaurada como la tuya, sino... bueno, en un piso antiguo del Ensanche.

—No voy a comprar tu casa, sólo pienso visitarte.

—Está bien, será un placer recibirte. Compraré flores. Es más, creo que hasta podemos cenar allí. Haré de cocinero.

Me gustó su reacción. A lo mejor, bajo la capa algo cínica y ausente de Ricard, se escondía lo que las mujeres hemos dado en llamar «un hombre tierno». Quizá que lo fuera me decepcionaría un poco, porque debo decir que su actitud de profesor despistado pero cínico no estaba nada mal.

Cuando me arreglaba para asistir a la cita me alarmé. Había salido de comisaría a toda velocidad sin preguntar por los hipotéticos avances del caso. Ni siquiera había telefoneado a Yolanda para preguntarle por sus pesquisas. Además, mi mente estaba llena de preguntas como «¿qué vestido me pondré?», desconectada por completo del contexto policial. ¿No estaría enamorándome de Ricard? Porque el enamoramiento sólo es el comienzo de un montón de situaciones imprevisibles, y no estaba entre mis planes ningún tipo de complicación que alterara el ritmo bien pautado de mi vida. Aunque, ¡calma!, según mi experiencia, uno se enamora cuando existe previa disposición y, en mi estado actual, en medio de un complicado caso que avanzaba a trancas y barrancas, los riesgos eran mínimos.

Ricard vivía en la calle Mallorca, en un piso antiguo de escalera elegante e historiada. Me abrió la puerta ataviado con un delantal que llevaba una leyenda en el peto: «Las mujeres, a la oficina. Los hombres, a la cocina.» Un mal detalle para comenzar. Ningún soltero que no sea una especie de ligón profesional tiene un delantal así en su casa. Miré a derecha e izquierda con curiosidad.

—Vaya, ¿tu asistenta practica montañismo?

No fue un simple comentario mordaz, sino más bien una observación a vuelo de pájaro. La casa de Ricard, grande, oscura y
demodé
, era una réplica barroca de su despacho. Papeles apilados, periódicos viejos y revistas médicas atrasadas poblaban cada rincón. Todos los ceniceros rebosaban de colillas, expuestos como ofrendas budistas. De vez en cuando, un detalle de vida animaba el bodegón: corazones de manzana roída que habían sido olvidados en cualquier lugar, el envase vacío de un yogur... Alguna prenda de vestir diseminada aquí y allá completaba el cuadro que un atrezzista de teatro hubiera compuesto para recrear la explosión de una bomba.

Ricard se dio cuenta de que mi mirada se posaba con insistencia en el caos de su hogar.

—Soy muy desordenado, ya lo ves, pero es mi modo de vivir. De hecho, sé que soy desordenado porque me lo dicen los demás, yo no me doy cuenta. Pero si decidiéramos vivir juntos me reformaría, es cuestión de voluntad.

—A tenor de lo que veo, necesitarías algo más que voluntad. Un lavado de cerebro quizá fuera suficiente, aunque no estoy muy segura.

—No puedo creer que la inspectora Petra Delicado sea tan convencional. ¿Cómo podré vivir con una mujer que valora tanto el aspecto exterior de las cosas? Tú también tendrás que cambiar un poco.

—Creo que tengo la solución para eso, haré un período de prácticas conviviendo con mis amigos
homeless
, ahora los tengo a mano.

Me miró sonriendo. Cogió mi mano y me condujo entre la devastación de su piso.

—Esa respuesta quiere decir que estás considerando seriamente que vivamos juntos.

—Era una réplica divertida, nada más. Es uno de mis defectos, si se me ocurre una réplica ingeniosa, tengo que soltarla, aunque no piense lo que digo.

Nos sentamos en el sofá después de apartar varias fichas médicas. Me trajo una cerveza. La abrió y se sentó frente a mí con cara circunspecta. Su voz se puso grave de repente.

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