Read Un barco cargado de arroz Online
Authors: Alicia Giménez Bartlett
—A la que yo he dado contestación.
Me reí tontamente, aquel hombre era especial, me caía bien, un poco caótico, pero el caos siempre lleva aparejados elementos de diversión.
Cenamos maravillosamente en un restaurante libanés y, a la salida, me dispuse a cumplir lo prometido. Mientras hacíamos el trayecto hasta mi casa en coche me vi en la obligación de advertirle sobre la situación.
—Hoy no puedes quedarte a dormir.
De reojo observé que su cara se tensaba con un rictus de mal humor.
—¡Vaya, he perdido muy pronto mis privilegios!
—Tengo un invitado y no me apetece que te vea por la mañana.
—Pensé que habías superado ciertos prejuicios.
—Se trata del subinspector Garzón, mi más cercano compañero de trabajo. Pasará una semana en mi casa y no me apetece darle explicaciones.
—Está bien.
—¿Lo comprendes o sólo te conformas?
—¿Esa diferencia significa algo para ti?
—Ricard, no creemos un problema donde no lo hay.
—Me sorprende que una mujer liberada como tú...
—No voy a defender mis decisiones ante ti.
—Es verdad, no tienes ninguna obligación.
Se instaló entre nosotros un silencio incómodo y culpable. Empecé a pensar en lo difícil que era llevar una relación carente de tensiones entre hombre y mujer. Ricard debió de leer mi pensamiento.
—No me gustaría que vieras mi presencia como un incordio, perdóname.
—Olvidemos el asunto, ¿quieres?
—Todas estas cosas no pasarían si decidiéramos vivir juntos.
—Pasarían otras mucho peores.
—¡Qué va! Yo te limpiaría las pistolas todas las mañanas como si fuera un cabo de artillería.
La risa borró cualquier mal ambiente que pudiera haberse creado y apartó muy oportunamente la cuestión que Ricard acababa de plantear. Era demasiado pronto para ponerse a pensar en ningún tipo de convivencia de largo recorrido.
A la una de la madrugada, tras un intenso
round
amoroso, oímos abrirse y cerrarse la puerta de la calle desde mi cama.
—¿Es tu colega? —susurró Ricard.
—Sí.
—Espero que no venga a saludarte militarmente ni nada por el estilo.
—No es su costumbre.
Nos abrazamos riendo y procurando no hacer ruido. Después caí en un sueño denso, agradable, despreocupado. A una hora indefinida noté que Ricard se levantaba, pero no fui lo suficientemente consciente como para lamentarlo. Sin embargo, poco más tarde lo fui de golpe. Unos infames bramidos me causaron la impresión de haber sido arrancada de mi propio cuerpo. Salté de la cama sin saber qué ocurría y corrí hacia el exterior. Miré al piso de abajo, pero sólo había silencio y oscuridad. Empecé a reaccionar aún sin mucha coherencia.
—¿Quién anda ahí?
Encendí la luz y ante mis ojos apareció una escena que por mucho que viva nunca podré olvidar. Ricard estaba con las manos en alto en medio de la habitación y Garzón le apuntaba con una pistola. En seguida advertí el malentendido, lo cual no aplacó la furia que empecé a sentir contra aquellos dos intrusos.
—Señores, por favor, ¿qué demonio hacen?
Balbuceaban ambos como colegiales cogidos en falta.
—Yo bajaba la escalera y, como se colaba un poco de claridad desde la calle, no encendí la luz, y entonces, al llegar al piso de abajo...
—Lo siento, lo siento mucho. Cuando llegué me senté un momento a descansar en el salón y me había quedado traspuesto. Vi a un hombre cruzando la habitación en la oscuridad y... bueno, el primer instinto fue coger el arma.
—De acuerdo, de acuerdo, señores, todo ha sido un lamentable error como suele decirse. Comprenderán que no sea la ocasión para presentaciones. Todos somos gente de paz, eso es lo importante. Ven, Ricard, te acompañaré a la puerta.
—Yo me retiro a mi dormitorio, inspectora. Siento lo ocurrido, de verdad, no era mi intención asustar al caballero ni...
Tomé a Ricard por el brazo y lo conduje hacia la salida. Por primera vez me di cuenta de que estaba en pijama, descalza, despeinada y, probablemente, ojerosa. No pensaba dar pie a ninguna cortesía más. Ricard me señaló con un dedo en cuanto nos quedamos solos. Cuchicheó:
—Sería maravilloso poder venir a tu casa sin que nadie me apuntara con una pistola.
—Ya se sabe que la vida del amante es arrastrada.
—La mía empieza a convertirse en una historia de terror...
—Yo diría que más parece un vodevil barato. Anda, lárgate, ya te llamaré mañana.
Lo besé levemente en los labios nerviosos y finos antes de empujarlo hacia la calle. Dejé pasar un minuto para estar bien segura de que Garzón había desaparecido. Miré en el salón... nadie. Subí la escalera, apagué la luz y me metí en la cama. Un ataque de risa inconmensurable me sobrevino sin que intentara evitarlo. Tuve que sofocar las carcajadas bajo la almohada.
La mañana siguiente me quitó cualquier deseo de reír. Garzón esperaba en la cocina perfectamente duchado y vestido como si hubiera pasado una larga noche de sueño exenta de cualquier contratiempo. Tener que hablar con alguien de buena mañana y en mi propia cocina me supuso un trauma difícil de expresar. El subinspector se privó de hacer comentarios sobre las movidas escenas nocturnas, pero aun así, después de saludarnos cortésmente y mientras me ayudaba con solicitud a preparar el café, yo tenía la incómoda sensación de deberle alguna explicación. Pensé que no asumir ese tipo de implícitas obligaciones, que nadie parece reconocer abiertamente pero que pesan como losas, era otra de las razones por las que me gustaba vivir sola. Los tranquilos desayunos solitarios, el olor del café mezclándose con ideas desordenadas, los sonidos habituales: tazas y platos, el cuchillo cortando el pan... y todo sin necesidad de preguntar: «¿Qué tal has dormido hoy?» ¡Ah, un placer cuyo disfrute añoraba hoy frente a mi compañero de trabajo! Desayunar con un extraño es, además, un modo de comprobar hasta qué punto los adultos vivimos de pequeñas manías deleznables: yo, el café muy cargado, yo mojo las galletas, yo no puedo soportar empezar a comer sin un vaso de agua... manías reivindicadas con total autocomplacencia. Un asco. Garzón no era excesivo en ese aspecto. Se sentó alegremente frente a mí y empezó a devorar con el mismo ímpetu que tenía por costumbre.
—¿Qué tal la cena anoche, Fermín?
—¡Bah, no sé qué pensar!
—¿Y eso?
—Llevaba un pendiente.
—¿Su hijo?
—No, el otro.
—Oiga, si quiere dejamos de hablar sobre el tema.
—¿Por qué?
—Porque esto parece el interrogatorio de un sospechoso: muchas preguntas para poca información.
—Es que no hay gran cosa que contar. El otro se llama Alfred y trabaja como publicitario en una empresa. Habla bastante bien español.
—¿Es simpático?
—Se ríe demasiado.
—Los americanos son alegres, tienen muy buena fe.
—Eso dicen. Pero éste se reía demasiado y llevaba pendiente. Afortunadamente estuvo discreto, no montó ningún numerito.
Me había propuesto no saltar, pero salté:
—¡Venga, Garzón, no fastidie! Supongo que no es de los que creen que todos los gays van de locazas y de
drag queens
.
—A mí me da exactamente igual de lo que vayan o dejen de ir. Yo me he limitado a expresar que el tal Alfred llevaba pendiente. Y a mí que mi hijo, un hombre hecho y derecho y cirujano, además, viva con un señor que lleve pendiente y se ría sin parar me choca, ¡qué le voy a decir!
—Es un prejuicio.
—¿Usted no tiene prejuicios, inspectora?
—¿Yo? Ya ve que no. ¡Mi casa estaba anoche llena de hombres paseando como si fuera la Puerta del Sol!
Puso cara neutra de estar esperando el autobús y se relimpió la boca con la servilleta como un educado huésped de pensión.
—Fue un incidente lamentable —dijo lacónicamente.
Me di cuenta de que era yo quien estaba deseando darle alguna explicación, de modo que me autocensura a toda velocidad poniéndome de pie.
—Marchando, es tarde.
—Voy a limpiar estas tazas.
—Déjese de coñas, mi asistenta lo hará.
El pobre quería resultar útil, quizá para paliar su entrada con mal pie. Al recoger el abrigo pasé frente a su habitación y vi que había hecho primorosamente la cama. Debía esforzarme por ser amable y acogedora con él, al fin y al cabo, le había invitado yo.
En comisaría nos aguardaba una agradable sorpresa: se había presentado una hermana de Tomás
el Sabio
: Teresa Calatrava Villalba. Vivía en Sarrià y era la esposa de un respetable ingeniero de caminos. Una amiga la había informado con retraso de que el primer mendigo hallado muerto era su hermano. Había dejado sus datos para que yo la interrogara. La llamé por teléfono y la cité en comisaría. Llegó con toda puntualidad y le pedí a Garzón que estuviera presente en la entrevista.
Era una dama discreta y elegante, de unos cincuenta y tantos, que entró en mi despacho con cara de susto. Le ofrecí un café para que se relajara y en seguida aceptó. Estaba visiblemente nerviosa. Comencé ateniéndome a un pautado guión oficial:
—Lamentamos mucho lo de su hermano.
—Gracias —musitó.
—¿Hacía tiempo que no se veían?
—Dos o tres años.
—¿Qué le pasaba a su hermano, señora Calatrava?
—Llámeme Teresa, por favor. —En ese momento, de modo imprevisto, se echó a llorar con lágrimas silenciosas—. ¡Dios mío, yo... perdónenme, yo...!
—Tómese su tiempo.
Tal y como solíamos hacer en caso de emoción familiar, Garzón y yo empezamos a mirar al techo mientras ella se recomponía y se sonaba la nariz sin hacer ruido.
—Lo siento, pero sólo hace un par de horas que lo sé, ni siquiera he podido avisar a mi marido. Mi amiga pensaba que me había enterado por los periódicos y empezó a comentarlo en la conversación, entonces...
—¿Quiere que continuemos después, se encuentra mal?
—No, no, ya estoy mejor. Pero compréndanlo, mi hermano, asesinado como un perro en la calle. ¡Era tan inteligente, tan brillante!
—¿Qué le ocurrió para un cambio semejante en su vida?
—Estaba mal. El médico le diagnosticó un brote de esquizofrenia, y a partir de ahí... hacía cosas raras, empezó a descuidar su trabajo. Después, Magda, su esposa, lo dejó. No podía soportar el deterioro de su relación. Entonces se hundió del todo, hasta llegar a los extremos que ya conocen. Al principio, mi marido y yo procuramos ayudarle, pero era inútil, nos rechazaba por completo. Llegó un momento en que yo me limitaba a quedar con él y darle un poco de dinero. Iba viendo cómo estaba cada vez peor, cómo se iba convirtiendo en un vagabundo. Un día me dijo que no necesitaba mi dinero, que tenía trabajo como contable en una empresa pequeña. ¡Imagínense la fantasía! Les aseguro que intenté ingresarlo en alguna institución psiquiátrica, lo cual hubiera sido lo mejor para él, pero se negaba, y no sólo eso, sino que un día reaccionó violentamente. Me dijo que quería encerrarlo como a un loco, que no volvería a verlo nunca más. Y así fue, desapareció.
—¿Hizo usted algo por encontrarlo?
Negó con la cabeza, compungida, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No, ¡Dios mío!, me desentendí de él, era más cómodo, y ahora lo han matado, solo y tirado en la calle.
—No se culpe, señora, no se podía hacer mucho por él —dijo Garzón con buen estilo consolatorio.
—Hábleme de su esposa.
—¿De Magda? Es una buena chica. No seré yo quien cargue ninguna responsabilidad sobre ella. Hay quien tiene carácter para aguantar el sufrimiento y quien no. Ella no podía soportar a un marido que había perdido la cabeza. Se vio delante de una montaña y no pudo superarlo.
—¿Dónde está ahora?
—Conoció a un médico francés y vive con él, ni siquiera ha hecho la separación legal de mi hermano. Está en Lyon.
—Teresa, ¿su hermano tenía bienes, dinero?
—Vendieron el piso que pertenecía a los dos y supongo que de eso iba viviendo mi hermano. Pero nada más, todo el dinero que tenían en sus cuentas se lo dio a Magda, como no tuvieron hijos...
—No cabe, pues, la posibilidad de que por interés...
—¿Quiere decir si alguien sale beneficiado con su muerte? No, en ningún caso, no.
—También me refiero a... es difícil decirlo, pero ¿cree que su hermano pudiera estar pidiendo dinero a su ex mujer, molestándola de alguna manera?
—¡No, no, pensar eso es absurdo! No volvieron a verse más, que yo sepa, claro.
—¿Tiene su dirección en Francia?
—Por supuesto, ¿la harán venir?
—No lo sé, aún no hemos decidido nada.
—¿Tienen pistas sobre quién fue?
—Hay abiertas varias líneas de investigación.
—Nunca hubiera pensado que el hombre al que aludían los periódicos en un primer momento fuera mi hermano. O quizá no quise pensarlo. Al parecer, su nombre apareció después.
Por tercera vez afloraron sus lágrimas.
—Tendrá que ir a identificarlo a la morgue. Con la fotografía no es suficiente desde el punto de vista legal.
—Lo sé. Luego podremos enterrarlo, ¿verdad?
Asentí y la acompañé hasta la puerta. Estaba realmente afectada, aunque pensé que probablemente la muerte de su hermano constituiría un alivio para ella. Alguna noche fría debía de pensar en él, o en alguna ocasión temería encontrárselo mientras iba de compras o a la salida de un cine. Garzón cabeceó con gravedad.
—Nunca hubiera pensado que una señora tan distinguida como ésa pudiera tener un hermano
homeless
.
—Ya ve usted, querido compañero, en todas las familias hay cosas inconfesables.
—Dígamelo usted a mí.
Capté a la primera aquel pretendido hermetismo y deduje que su mancha familiar estaba relacionada con la homosexualidad de su hijo. Con toda probabilidad era conveniente que hablara con él sobre el tema, que le ofreciera aliento racional, pero el aire de desgracia que le confería a aquel asunto me resultaba intolerable. Era su hijo quien debería estar quejoso por tener un padre tan carcamal como él. Nunca he sido muy indulgente con los defectos, pero con los prejuicios soy mucho peor. De modo que, dados los problemas con los que tenía que enfrentarme, era preferible que la terapia psicológica se la hiciera a sí mismo el propio Garzón.
—Acompañe a esa señora al depósito, Fermín. Creo que usted la tranquiliza.
Pensó un momento, intentando encontrar dardos ocultos en mis palabras, y como no lo logró, salió a cumplir la orden con cierta frustración disimulada. La visita de aquella dama llorosa nos había servido para corroborar que Tomás
el Sabio
era un esquizofrénico diagnosticado, de modo que no podíamos calcular que todos sus actos fueran lógicos. Brindó un dato que sin duda apunté: «Trabajaba como contable en una pequeña empresa», ¿una fantasía, como ella afirmó, o había algo más tras aquello?