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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (37 page)

Cuando el sacerdote bajó las gradas del altar y circundó el féretro, rociando con agua bendita las cuatro esquinas, una mujer sentada en la otra nave sollozó con amargura. Katie, celosa y ferozmente posesiva aun ante la muerte, se volvió con gesto brusco para mirar a la mujer que se atrevía a llorar por su Johnny. Se fijó bien en ella y luego volvió la cabeza hacia otro lado. Los pensamientos de Katie se asemejaban a recortes de papel que revoloteaban al viento.

«Hildy O'Dair se ve vieja —pensó—. Su cabello claro parece rociado de polvo. Pero no es mucho mayor que yo: treinta y dos o treinta y tres. Tenía dieciocho años cuando yo contaba diecisiete. Tú sigues tu camino y yo el mío. Con eso quieres decir el camino de ella. Hildy, ¡Hildy! Es mi enamorado, Katie Rommely… Hildy, ¡Hildy!, pero si es mi mejor amiga… Yo no sirvo, Hildy… No debí seguir contigo… Ahora toma tu camino… Hildy, ¡Hildy! Déjala llorar, déjala llorar… Alguien que amó a Johnny debe llorar por él, y yo no puedo llorar. Déjala…».

Katie, la madre de Johnny, Francie y Neeley fueron al cementerio en el primero de los coches que seguían a la carroza funeraria, los dos chicos iban sentados de espaldas al cochero. Francie se alegró de ello, porque así no veía el coche fúnebre. Veía el coche que los seguía, la tía Evy y la tía Sissy iban solas en él. Sus maridos no habían podido asistir porque estaban trabajando, y su abuela, Mary Rommely, se había quedado en casa cuidando a la hija de Sissy. Francie hubiera deseado ir en el segundo coche. Ruthie Nolan lloró y se lamentó durante todo el viaje. Katie iba sentada con quietud inexorable. Era un cupé cerrado que olía a hierba húmeda y a estiércol de caballo. El olor, la falta de ventilación, el ir de espaldas y la tensión daban a Francie una extraña sensación de malestar.

En el cementerio había un cajón de una madera cualquiera ante una profunda fosa. Colocaron el ataúd cubierto con un manto y con sus relucientes manijas dentro de ese cajón. Francie apartó la vista cuando lo bajaron a la fosa.

Era un día gris y ventoso. Un torbellino de polvo helado revoloteaba alrededor de los pies de Francie. A poca distancia de una tumba que hacía una semana había sido ocupada, unos hombres estaban separando las flores marchitas de las armazones de alambre de las coronas y los ramos amontonados sobre la sepultura. Trabajaban metódicamente, amontonando las flores marchitas y apilando las armazones de alambre. La suya era una ocupación legítima. Habían adquirido esa concesión de las autoridades del cementerio y vendían las armazones de alambre a los floristas, que volvían a emplearlas una y otra vez. Nadie se quejaba, porque aquellos hombres tenían buen cuidado de arrancar sólo las flores completamente marchitas.

Alguien puso en la mano de Francie un puñado de tierra húmeda. Vio que Katie y Neeley estaban en el borde de la fosa y dejaban caer en ella su puñado de tierra. Francie dio unos pasos, cerró los ojos y abrió la mano poco a poco. Oyó un golpe sordo y otra vez la invadió una profunda sensación de malestar.

Después del entierro, los coches se fueron en varias direcciones. Llevarían a todos los asistentes a sus casas. Ruthie Nolan se fue con unos vecinos suyos. Ni siquiera se despidió. Durante toda la ceremonia había rehusado hablar con Katie y sus nietos. Las tías Sissy y Evy subieron al coche de Katie y los niños. Como no cabían cinco, Francie se sentó en la falda de Evy. Todos guardaban silencio. Tía Evy trató de animarlos contando una nueva aventura de Willie con su caballo. Pero nadie la celebró, porque nadie la escuchaba.

Katie hizo detener el coche frente a la barbería en la esquina de su casa.

—Bájate y pide el tazón de tu padre. Francie no entendía lo que su madre le ordenaba.

—¿Qué tazón?

—Simplemente pide el tazón.

Francie entró en la barbería. Había dos barberos, pero ningún cliente. Uno de ellos estaba sentado en una de las sillas que formaban hilera contra la pared. Su tobillo izquierdo descansaba sobre la rodilla derecha y acunaba una mandolina. Estaba tocando «O sole mio». Francie conocía la canción. El señor Morton se la había enseñado con el título de «Rayos de sol». El otro barbero estaba sentado en uno de los sillones de trabajo, mirándose al espejo. Se puso en pie cuando vio entrar a Francie.

—¿Qué desea?

—Quiero el tazón de mi padre.

—¿Cómo se llama?

—John Nolan.

—¡Ah, sí, qué pena!

Suspiró al retirar el tazón de una hilera que había sobre una repisa. Era blanco y grueso. Tenía escrito el nombre de «John Nolan» en adornadas letras doradas. Dentro había una gastada barrita de jabón blanco y una brocha de aspecto raído. El barbero despegó el jabón y lo colocó con la brocha en otro tazón sin nombre. Lavó el de Johnny.

Mientras esperaba, Francie observó a su alrededor. Nunca había entrado en una barbería. Olía a jabón, toallas limpias y perfumes. Había una estufa de gas que emitía un amistoso sonido. El barbero había terminado la canción y la había empezado de nuevo. El agudo retintín de la mandolina producía un sonido triste en el tibio ambiente del negocio. Francie siguió mentalmente las palabras que le había enseñado el señor Morton:

¡Oh! Qué hay mejor, mi amada,

que un día de radiante sol.

Pasó ya, por fin, la tormenta

y el cielo está azul y despejado.

«Todo el mundo tiene secretos —meditó—. Papá nunca habló de la barbería, a pesar de que iba a afeitarse tres veces a la semana».

El escrupuloso Johnny había comprado su tazón, emulando a otros en mejores circunstancias. Él no había permitido que le afeitasen con espuma de un tazón común. Eso nunca, para Johnny. Iba tres veces a la semana —cuando disponía de dinero—, se sentaba en uno de esos sillones, mirándose al espejo y charlando con el peluquero —tal vez— del equipo de Brooklyn de aquella temporada o de si los demócratas ganarían las elecciones como de costumbre. Tal vez cantase cuando aquel otro barbero tocaba la mandolina. Sí, estaba segura de que había cantado. Cantar había sido para él más fácil que respirar. Se preguntaba si, cuando tenía que esperar turno, leía una
Gaceta de Policía
como aquella que estaba tirada sobre el banco. El peluquero, al darle el tazón ya limpio, le dijo:

—Johnny Nolan era un buen tipo. Diga a su mamá que yo, su barbero, lo he dicho.

—Gracias, muchas gracias —murmuró Francie, agradecida, y salió cerrando la puerta al triste son de la mandolina.

Una vez sentada en el coche entregó el tazón a Katie.

—Es para ti. A Neeley le guardo el anillo con iniciales de tu padre.

Francie leyó el nombre de su padre escrito con letras doradas y, por segunda vez en cinco minutos, dijo agradecida:

—Muchas gracias.

Johnny había vivido en este mundo treinta y cuatro años. No hacía una semana que había andado por aquellas calles. Y ahora el tazón, el anillo y dos delantales de camarero, sin planchar, eran los únicos objetos relacionados con el paso de aquel hombre por la vida. No quedaba otro recuerdo material de Johnny, puesto que había sido sepultado con toda la ropa que poseía, con sus gemelos y su botón de oro de catorce quilates para el cuello.

Cuando llegaron a casa se encontraron con el piso limpio y ordenado. Las vecinas se habían encargado de poner cada mueble en su sitio, de retirar las hojas y pétalos marchitos desprendidos de las coronas. Habían abierto las ventanas para airear el piso. Habían comprado carbón y encendido un gran fuego en la cocina y puesto un mantel limpio sobre la mesa. Las hermanas Tynmore habían llevado un bizcochuelo casero y lo habían colocado en una fuente, cortado en porciones. Floss Gaddis y su madre llevaron tal cantidad de lonchas de mortadela que ocuparon dos fuentes. Además, había una canasta con rebanadas de pan de centeno fresco. Sobre la mesa estaban colocadas las tazas para el café, mientras que en la cocina se mantenía caliente una cafetera llena de este aromático brebaje recién preparado. Alguien había colocado en medio de la mesa una jarra con leche de la buena. Habían hecho todo esto durante la ausencia de los Nolan. Una vez terminado, las vecinas se retiraron y dejaron la llave debajo del felpudo.

Lía Sissy, la tía Evy, Katie, Francie y Neeley se sentaron alrededor de la mesa. La tía Evy sirvió el café. Katie pasó largo rato pensativa mirando su taza. Recordaba la última vez que Johnny se había sentado delante de aquella mesa. Hizo lo que él había hecho en aquel momento: empujó la taza con el brazo y, apoyando la cabeza sobre sus brazos, lloró con sollozos que desgarraban el alma. Sissy la abrazó y le dijo con su voz cálida y acariciadora:

—Katie, Katie querida, no llores así. No llores así, o el hijo que llevas en las entrañas será un niño triste.

XXXVII

Katie se quedó en cama el día siguiente al funeral y Francie y Neeley anduvieron dando vueltas por el piso, aturdidos y perturbados. Al final de la tarde se levantó y les preparó algo de comer. Después de cenar insistió en que fueran a caminar, porque necesitaban respirar aire puro.

Francie y Neeley caminaron por Graham Avenue hacia Broadway. Era una noche de frío recio, sin viento y sin nieve. Las calles estaban desiertas. Habían pasado tres días desde Navidad y los chicos estaban dentro de las casas entretenidos con sus nuevos juguetes. Las luces de las calles brillaban en la fría y severa atmósfera. Una helada brisa marina corría por calles y aceras remolineando desperdicios de papel a lo largo de las alcantarillas.

En esos pocos días habían saltado de la niñez a la adolescencia. La fiesta de Navidad había pasado inadvertida porque su padre murió en ese día. El cumpleaños de Neeley —trece años— quedó perdido entre las angustias de aquellos días.

Cruzaron por delante de un teatro de variedades iluminado con profusión de luces. Como eran ávidos lectores que leían todo lo que encontrase su vista, se detuvieron y leyeron el programa de espectáculos para aquella semana. Debajo del texto, un anuncio en grandes letras rezaba: «La próxima semana, aquí, Chauncy Osborne, dulce cantante de dulces canciones. No falte».

Dulce cantante… Dulce cantante…

Francie no había derramado una lágrima desde la muerte de su padre. Neeley tampoco. Ahora Francie sentía como si todas las lágrimas que había en ella se le hubiesen helado en la garganta formando un nudo y el nudo fuese creciendo… creciendo… Le pareció que si el nudo no se fundía nuevamente en lágrimas, ella también moriría. Miró a Neeley: las lágrimas corrían por sus mejillas. Entonces ella también pudo llorar.

Tomaron una calle oscura y se sentaron en el borde de la acera con los pies en la alcantarilla. Entre sollozos, Neeley se acordó de colocar el pañuelo debajo de su trasero para que no se le ensuciaran los pantalones largos nuevos. Se apretujaron bien porque tenían frío y se sentían solos. Lloraron mucho, tristemente, sentados en la calle fría. Por fin, cuando no tuvieron más lágrimas que derramar, hablaron.

—Neeley, ¿por qué tuvo que morir papá?

—Me imagino que porque Dios lo quiso.

—¿Por qué?

—Tal vez para castigarle.

—¿Castigarle? ¿Por qué?

—No lo sé —dijo Neeley, lastimosamente.

—¿Tú crees que Dios colocó a papá en este mundo?

—Sí.

—Entonces Él quería que viviese, ¿no es así?

—Eso creo.

—Entonces, ¿por qué hizo que muriese tan pronto?

—Tal vez para castigarle —repitió Neeley, sin saber qué decir.

—Y sí es así, ¿qué resolvió con eso? Papá está muerto y no sabe que ha sido castigado. Dios creó a papá tal como era y luego se dijo: «A ver qué saca de bueno». Apuesto a que lo hizo exactamente así.

—Creo que deberías dejar de hablar de ese modo —exclamó Neeley con aprensión.

—Dicen que Dios es grande —siguió Francie desafiante—, que es todopoderoso y omnisciente. Si tan fuerte es, ¿por qué no le ayudó, en vez de castigarlo como dices tú?

—Yo he dicho «tal vez».

—Si Dios gobierna el universo, el sol, la luna, las estrellas, los pájaros, los árboles, las flores, los hombres y los animales, estaría demasiado ocupado para castigar a un hombre como papá.

—No deberías hablar así de Dios —repitió Neeley, cada vez más inquieto—, podría hacer que murieras ahora mismo.

—Pues, que lo haga. Que me haga morir ahora, aquí en la alcantarilla —gritó con orgullo Francie.

Se quedaron inmóviles, como si esperaran que pasase algo, pero no ocurrió nada. Cuando Francie volvió a hablar, su voz era mucho más tranquila.

—Yo creo en el Señor, en Jesucristo, y en la Virgen María. Jesús de niño corría descalzo como nosotros en verano; vi en un cuadro que Jesús no llevaba zapatos. De mayor iba a pescar, como papá, que fue alguna vez. Se le podía hacer daño, mientras que a Dios no se le puede hacer nada. Jesús no se pasaba el día castigando a los hombres. Los conocía. He ahí por qué siempre creeré en Jesús.

Se santiguaron, como hace todo buen católico cuando se pronuncia el nombre de Jesús. Luego ella apoyó una mano en la rodilla de su hermano y le dijo:

—Neeley, sólo te lo digo a ti, pero no volveré a creer en Dios nunca más.

—Quiero volver a casa —dijo Neeley, tiritando.

Cuando Katie abrió la puerta para que entrasen observó que tenían cara de cansados, pero que estaban tranquilos.

«Bueno —pensó—, por fin han llorado». Francie miró a su madre y súbitamente volvió la vista.

«Mientras hemos estado fuera —pensó—, ha llorado hasta más no poder».

Ninguno de los tres mencionó el llanto.

—Me imaginé que regresaríais a casa con frío —dijo Katie—, así que os he preparado una sorpresa.

—¿Qué? —preguntó Neeley.

—Ya lo verás.

La sorpresa era chocolate caliente, es decir, una pasta de cacao y leche condensada a la que agregaba agua caliente. Katie les sirvió la espesa y rica delicia, diciéndoles:

—Y esto no es todo.

Sacó un paquetito que tenía en el bolsillo del delantal y echó en cada taza un dulce de merengue.

—¡Mamá! —exclamaron simultáneamente los chicos, extasiados.

El chocolate caliente era algo muy especial que se reservaba para celebrar cumpleaños.

«Mamá es realmente una maravilla —pensó Francie, mientras sumergía el dulce con la cuchara y observaba las espirales blanquecinas que formaba al fundirse en el chocolate—. Sabe que hemos estado llorando, sin embargo no nos hace ninguna pregunta. Mamá nunca… —De pronto le cruzó por la mente el calificativo exacto para describir a mamá—. Mamá nunca hace el ridículo».

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