Esta tarea costaba quince dólares, tres veces el costo del resto de la mudanza íntegra. Por ello su dueña le pidió a Katie permiso para dejarlo y la promesa de cuidarlo. Katie se lo prometió con gusto, y la mujer le recomendó con triste acento que lo protegiera contra el frío y la humedad, dejando en invierno las puertas de los dormitorios abiertas, para que le llegara un poco del calor de la cocina y evitar así que las maderas se arquearan.
—¿Usted sabe tocar el piano? —le preguntó Katie.
—No —contestó la señora, muy apenada—. Ninguno de la familia sabe tocar. ¡Ojalá supiera!
—¿Por qué lo compró?
—Era de una casa rica y lo vendían muy barato, ¡y yo deseaba tanto tenerlo! No, no sé tocar el piano. Pero ¡era tan lindo! Adorna todo el cuarto.
Katie le prometió cuidarlo mucho hasta que ella estuviera en condiciones de retirarlo, pero la mujer nunca lo mandó retirar y los Nolan disfrutaron de él para siempre.
Era pequeño, de madera negra y lustrosa. El panel del frente, con su delgado enchapado, estaba calado y por entre las bonitas molduras se veía el forro de seda rosa oscuro. La tapa no se abría doblándose hacia atrás como en otros pianos, sino que se levantaba y se apoyaba sobre la madera calada como un hermoso caparazón oscuro y lustroso. A cada lado había sendos candelabros donde se podía poner velas blancas para tocar con su luz, que dibujaba unas vagas sombras sobre el teclado de marfil y en la oscura tapa.
Cuando los Nolan entraron en la sala, en su primera visita como inquilinos del piso, lo único que vio Francie fue el piano. Intentó abrazarlo, pero era demasiado grande, y se tuvo que contentar con abrazar el taburete tapizado de brocado rosa.
Katie contemplaba el piano con ojos chispeantes. Había visto una tarjeta en la ventana de otro piso, donde se leía: «Lecciones de piano». Y tuvo una idea.
Johnny se sentó en el banco mágico, que girando, subía y bajaba para acomodarse. Había que admitirlo: no sabía tocar. En primer lugar no sabía leer música, pero sabía unos cuantos acordes. Podía cantar una canción intercalando un acorde de vez en cuando, de modo que parecía que cantaba con música. Tocó un acorde menor y miró a los ojos a la mayor de sus criaturas y sonrió. Francie sonrió a su vez, su corazón esperaba impaciente. Volvió a tocar el acorde menor y lo sostuvo. A su suave eco entonó con voz clara:
Las praderas de Maxwell son hermosas
cuando cae el rocío temprano…
(acorde, acorde).
Y fue allí que Annie Laurie
me dio su cierta promesa…
(acorde, acorde).
Francie entornó los ojos: no quería que su padre advirtiera sus lágrimas, temía que le preguntase por qué lloraba y no saber salir del paso. ¡Le quería tanto! Y le gustaba el piano. No encontraba una buena excusa para esas lágrimas.
Katie habló. Su voz tenía un poco de la suavidad y la ternura que Johnny había echado tanto de menos el último año.
—¿Es una canción irlandesa, Johnny?
—No, escocesa.
—Nunca te la había oído cantar.
—Creo que no. Es una canción que sé, pero nunca la canto porque no es lo que desea oír la gente que va a los sitios donde yo trabajo. Prefieren «Llámame en una tarde lluviosa», y cuando están ebrios lo único que les gusta es «Querida Adelina».
Instalarse en la nueva casa les llevó pocos días. Los muebles familiar parecían distintos. Francie se sentó en una silla y se asombró de que es le diera la misma sensación que en Lorimer Street; si ella se sentía diferente, ¿por qué la silla no había cambiado?
Para un niño de la ciudad, los comercios del barrio son parte fundamental de su existencia. Ellos surten todo lo necesario para que la vida siga su curso, contienen todos los tesoros ansiados por su joven alma, allí está lo inaccesible, aquello que sólo cabe en el deseo y el ensueño.
Uno de los preferidos de Francie era la casa de empeños, no por los tesoros prodigiosamente abarrotados en los escaparates, no por las misteriosas aventuras de mujeres envueltas en chales que se escurrían con sigilo por la puerta lateral, sino por las tres grandes bolas doradas que colgaban muy altas frente al negocio y que brillaban al sol o se mecían lánguidamente como tres pesadas manzanas amarillas cada vez que soplaba el viento.
La tienda contigua era una pastelería, que vendía riquísimas tartitas rusas, con guindas confitadas sobre una montaña de nata, a quien era lo bastante rico para comprarlas.
Del otro lado estaba la droguería Gollender. En la acera había un atril del que colgaba un plato con una raja aparatosamente reparada que lo cruzaba por la mitad, de un agujero perforado en la parte inferior pendía una cadena con una pesada piedra en el extremo. Así se comprobaba la poderosa resistencia del cemento marca Major. Algunos aseguraban que el plato era de hierro pintado y simulaba ser porcelana rota. Francie prefería creer que se trataba de un plato de porcelana recompuesto por obra y arte del cemento.
Pero la tienda más interesante era una pequeña barraca que databa de la época en que los indios vagabundeaban por Williamsburg. Resultaba muy curiosa entre los demás edificios. Sus pequeñas ventanas formadas por muchos cuadraditos de cristal eran originales, igual que el techo de tejas inclinado. Detrás de un gran ventanal, también de pequeños cristales, trabajaba un hombre de aspecto austero. Sentado ante una mesa, fabricaba cigarros largos y delgados color castaño oscuro. Se vendían a razón de cuatro por un níquel. De un manojo de tabaco elegía con esmero la hoja exterior, la llenaba con fibras de tabaco de distintos tonos de marrón y luego la arrollaba con pericia, formando cigarros apretados y delgados, de puntas cuadradas. Era un artífice de la vieja escuela, desdeñaba el progreso, rehusaba la luz de gas; cuando oscurecía temprano y todavía tenía muchos cigarros que preparar, trabajaba a la luz de una vela. Había instalado en la entrada un indio de madera, de pie sobre una plataforma también de madera, en actitud amenazadora. En una mano sostenía un hacha y en la otra un manojo de tabaco. Calzaba sandalias romanas atadas con cordeles que se enroscaban hasta la rodilla, vestía una corta falda de plumas y en la cabeza llevaba el plumaje de los guerreros. Toda esta indumentaria estaba pintada de colores chillones: rojo, azul y amarillo. El cigarrero renovaba la pintura cuatro veces al año. Cuando llovía metía al indio dentro de la tienda. Los chiquillos de la vecindad lo llamaban tía Maimie.
Otro de los negocios que más gustaban a Francie era la tienda de té, café y especias. La entusiasmaban los grandes tarros pintados de colores raros, fantásticos y exóticos. Había también una decena de tarros colorados que contenían café y llevaban escritos con tinta china nombres que sugerían aventuras: «Argentina», «Brasil», «Turquía», «Java», «Mezcla de aromas». Los tarros de té eran más pequeños, pero lindos, con tapas sesgadas y leyendas que decían: «Oolong», «Formosa», «Pekoe», «Negro», «Flor de almendro», «Jazmín», «Té irlandés». Las especias se guardaban en tarros minúsculos detrás del mostrador, los rótulos formaban fila en los estantes: clavo de color, especias surtidas, granos de pimienta, canela, jengibre, salvia, tomillo, mejorana. La pimienta la trituraban en un molinillo especial.
También había una gran máquina para moler café. El dependiente colocaba los granos en una caja de bronce reluciente y luego giraba la rueda con ambas manos. El café molido caía en un receptáculo que por detrás tenía forma de pala.
(Los Nolan molían el café en casa. A Francie le encantaba ver a su madre sentada en la cocina, con el molinillo entre las rodillas, moliendo con rápidos movimientos de su muñeca izquierda al tiempo que levantaba la vista para conversar alegremente con su marido, mientras la habitación se llenaba de la rica fragancia del café recién molido.)
El vendedor de té tenía una balanza maravillosa. La componían dos platos de latón, lustrados diariamente durante más de veinticinco años hasta quedar delgados y frágiles, que parecían de oro brillante. Cuando Francie compraba una libra de café o treinta gramos de pimienta, miraba con atención la pesa de color plata lustrada, con su graduación, que se colocaba en uno de los platillos, y cómo el vendedor depositaba el aromático producto en el otro con un cucharón de plata. Francie observaba todo eso y contenía la respiración mientras el cucharón dejaba caer unos cuantos gramos más o los retiraba delicadamente. El instante en que los dos platillos dorados quedaban quietos en perfecta igualdad de peso era hermoso y sereno. Parecía que nada malo pudiese pasar en un mundo donde las cosas pueden equilibrarse tan quietamente.
El misterio de los misterios era para Francie la lavandería del chino, que tenía un solo escaparate. El chino llevaba su trenza enroscada en la cabeza. Eso era para poder volver a China si quisiera, decía su madre. Si se la cortaba, no le dejarían volver. Arrastraba sus zapatillas de felpa negra mientras iba de un lado a otro, escuchando con paciencia las instrucciones que recibía relativas a las camisas. Cuando Francie le hablaba, cruzaba los brazos dentro de las anchas mangas de su jubón y fijaba la vista en el suelo. Ella lo creía sabio y contemplativo y se imaginaba que la escuchaba de todo corazón. Pero, en realidad, él no entendía nada de lo que ella decía, pues sabía poco inglés; lo único que entendía era «billete» y «camisa».
Cuando Francie le llevaba la camisa de su padre, él la deslizaba debajo del mostrador, cogía un cuadrado de papel de textura extraña, mojaba un delgado pincel en un frasco de tinta china, hacía unos cuantos trazos y le entregaba este mágico documento a cambio de la camisa sucia. A ella le parecía un trueque maravilloso.
En el interior del local se extendía un cálido y sutil perfume, como el de flores sin fragancia en una habitación calurosa. Hacía el lavado en algún misterioso lugar apartado, y seguramente en la oscuridad de la noche, porque todo el día, desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche, permanecía en el negocio, de píe ante la mesa de planchar, manejando una pesada plancha de hierro. La plancha debía de tener en el interior algún dispositivo de gasolina para calentarla. Francie no lo sabía. Creía que era parte del misterio de su raza poder planchar con una plancha sin calentarla en un brasero. Mantenía la vaga teoría de que el calor provenía de algo que él usaba en lugar de almidón para los cuellos y camisas.
Cuando Francie iba a buscar la ropa ponía sobre el mostrador el papel y diez centavos y él le entregaba la camisa envuelta y un par de lichis. A Francie le gustaban mucho esos frutos. La cáscara se rompía fácilmente y la carne era dulce, y en el centro tenía un hueso tan duro que ningún chico lo había podido romper. Se decía que dentro de este hueso había otro más pequeño, y que a su vez contenía otro más pequeño aún, y así sucesivamente hasta que eran tan minúsculos que sólo se podían ver con una lupa, y que los que tenían dentro ya no se podían distinguir de ningún modo, pero ahí estaban y nunca se terminaban. Ésa fue la primera experiencia de Francie en cuanto al infinito.
Lo más divertido era cuando tenía que pedir cambio. Entonces el chino aparecía con un marco de madera con bolitas coloradas, verdes, azules y amarillas ensartadas en alambres. Las contemplaba con atención, corría algunas hacia un lado y decía:
—Tleinta y nueve centavos.
Las bolitas le indicaban lo que tenía que cobrar y el cambio que debía entregar.
«Oh, quién fuera china», pensaba Francie. Tener un juguete tan lindo para contar, comer cuantos lichis quisiera y conocer el misterio de la plancha que no necesitaba brasero… Qué prodigio. Poder hacer con un pincelito y de un solo trazo una marca negra, tan frágil como el ala de una mariposa. He aquí el misterio de Oriente en Brooklyn.
Lecciones de piano. Palabras mágicas. En cuanto los Nolan se hubieron instalado, Katie fue a ver a la señora que ofrecía lecciones de piano. Eran las señoritas Tynmore. La señorita Lizzie enseñaba piano y la señorita Maggie cultivaba el canto. Cobraban veinticinco centavos por lección. Katie propuso un arreglo. Ella, durante una hora, podía hacer la limpieza en casa de las Tynmore a cambio de una hora de lección por semana. La señorita Lizzie no se resolvía, consideraba que su tiempo valía más que el de Katie. Ésta arguyó que la hora de una o de otra eran el mismo tiempo. Finalmente consiguió convencerla y cerraron el trato.
Llegó el histórico día de la primera clase. A Francie y a Neeley se les ordenó que se sentaran en la salita durante la lección y escucharan y miraran atentamente. Colocaron una silla para la profesora. Los niños se sentaron juntos, al otro lado del piano. Katie, nerviosa, subía y bajaba el taburete. Instalados por fin los tres, esperaron.
La señorita Tynmore llegó a las cinco en punto. Aunque venía de la planta baja, iba ataviada como para salir a la calle. Un velo con motitas, bien estirado, le cubría la cara. El sombrero era el cuerpo y las alas de un pájaro rojo atormentadamente atravesado por dos grandes alfileres. Francie se quedó mirando azorada la crueldad de semejante sombrero. Su madre la llevó al dormitorio y en voz baja le explicó que no era un pájaro de verdad, sino unas cuantas plumas pegadas unas con otras, y que no debía mirarlo de ese modo. Creyó lo que le decía su madre, pero sus ojos volvían una y otra vez hacia la torturada imagen.
La señorita Tynmore llevó consigo todo menos el piano. Un ordinario reloj despertador y un metrónomo estropeado. El reloj marcaba las cinco. Fijó el despertador para las seis y lo colocó sobre el piano. Se tomó el privilegio de utilizar una parte de esa hora tan codiciada para sacarse los guantes de cabritilla gris perla, soplar dentro de cada dedo, alisarlos, doblarlos y ponerlos sobre el piano. Se aflojó el velo y lo echó hacia atrás encima del sombrero. Flexionó los dedos y miró el reloj, satisfecha de que hubieran transcurrido unos buenos minutos. Puso en movimiento el metrónomo, se sentó y empezó la clase.
Tan fascinada estaba Francie con el metrónomo que casi no podía escuchar a la señorita Tynmore ni observar cómo le colocaba a su madre las manos sobre el teclado. Hilaba sus sueños al compás del sedante y monótono golpeteo. En cuanto a Neeley, sus ojos azules y redondos iban y venían, siguiendo la rítmica varilla, hasta que, hipnotizado, quedó sumido en la inconsciencia. Los músculos de su boca se aflojaron y la rubia cabeza cayó sobre el hombro. Entre sus labios asomaba y desaparecía una burbujita provocada por su respiración húmeda. Katie no se atrevía a despertarle, temiendo que la señorita Tynmore cayera en la cuenta de que por el precio de una lección enseñaba a tres.