Katie se avergonzaba de seguir viviendo en el barrio después del escándalo que había armado Johnny. Los maridos de muchas de sus vecinas no eran mejores que su Johnny, eso estaba claro, pero la comparación no satisfacía a Katie. Pensaba que los Nolan debían ser más buenos, distintos de los demás. Se le presentaba también la cuestión del dinero. En realidad, no era ninguna cuestión: ganaban muy poco y ahora tenían dos niños. Katie buscó una casa donde pudiera pagar el alquiler con su trabajo. Por lo menos eso les aseguraría un techo.
Encontró una casa donde les alojarían gratis a cambio de hacer la limpieza. Johnny se opuso a que su mujer fuera portera. Katie, con su nuevo tono duro y cortante, le explicó que se trataba de ser portera o no tener donde vivir, porque las dificultades para reunir el dinero del alquiler aumentaban cada día más. Johnny por fin accedió, prometiendo que él se encargaría de hacer el trabajo de portero hasta conseguir un empleo permanente que les permitiera trasladarse de nuevo.
Katie embaló lo poco que poseían: una cama de matrimonio, la cuna de los pequeños, un desvencijado cochecito de niño, unas butacas de terciopelo verde, una alfombra con flores rosadas, un par de cortinas de encaje, una planta artificial, un geranio rosa, un canario amarillo en una jaula dorada, un álbum con tapas de felpa, una mesa de cocina y algunas sillas, un cajón con fuentes, ollas y cacerolas, un crucifijo dorado con una cajita de música a cuerda en la base que tocaba el «Ave María» —regalo de su madre—, un canasto lleno de ropa, colchas y colchones, una pila de partituras —las canciones de Johnny— y dos libros: la Biblia y las obras completas de William Shakespeare.
Tan pocas eran sus pertenencias que cupieron en el carro del melero y su peludo caballito pudo arrastrarlas. Los cuatro Nolan subieron al mismo carro, rumbo a su nuevo domicilio.
Lo último que hizo Katie en su viejo piso, que desmantelado se asemejaba a un hombre miope sin sus gafas, fue arrancar la hucha. Contenía tres dólares y ochenta centavos. De allí, pensó con reluctancia, sacaría el dólar para pagar la mudanza.
Lo primero que hizo en la nueva casa, mientras Johnny ayudaba al hielero a descargar los muebles, fue clavar la hucha en el armario. Echó dentro los dos dólares con ochenta centavos y agregó diez de los pocos centavos que guardaba en su deteriorada cartera. Era la propina que había resuelto no dar al hielero.
En Williamsburg era costumbre ofrecer medio litro de cerveza a los que hacían la mudanza. Katie reflexionó: «No le volveré a ver. Con el dólar que le pago es suficiente. ¡Pensar en todo el hielo que tendría que vender para sacar un dólar!».
Cuando Katie estaba colgando las cortinas de encaje, llegó su madre y empezó a salpicar los cuartos con agua bendita para ahuyentar los demonios de cada rincón de la casa. ¿Quién sabe? Los antiguos inquilinos podrían haber sido protestantes, y hasta algún católico podría haber muerto allí sin la absolución del cura. El agua purificaría la casa y de esa forma, si se le antojara, Dios podría entrar.
La pequeña Francie gorjeaba encantada ante la maravilla que se ofrecía a su vista: los rayos solares penetraban a través del frasco de agua bendita que sostenía en alto su abuela y proyectaban en la pared de enfrente un pequeño arco iris. Mary reía con la pequeñuela y hacía bailar aquel arco de luz.
—Schöne! Schöne! —dijo la abuela.
—¡Chome! ¡Chome! —repitió Francie levantando los brazos.
Mary entregó el frasco medio lleno a la criatura y se fue a ayudar a Katie. Como se desvaneció el arco iris, Francie se desilusionó. Creyendo que se había escondido en el frasco, vació el agua bendita sobre sus ropitas esperando que el arco se deslizaría fuera. Cuando Katie levantó a la niña y vio su ropa húmeda, le dio unas suaves palmadas, a la vez que le reprochaba que ya era grande para mojarse las braguitas. Mary explicó lo del agua bendita.
—La pobre chica sólo se ha bendecido y lo único que le trae la bendición es una regañina.
Katie rió entonces, y Francie también rió porque a mamá se le había pasado el enojo. Neeley lució sus tres dientes en una carcajada. Mary los miró con íntima y cariñosa satisfacción y, sonriente, dijo que estrenar una casa con risas traía suerte.
A la hora de cenar ya estaban instalados. Johnny se quedó con los niños, mientras Katie iba a la tienda para conseguir crédito. Le explicó al tendero que aquella mañana se habían trasladado al barrio y le preguntó si les fiaría hasta el sábado, día de pago. El tendero accedió y les dio una libreta, donde previamente anotó lo que se llevaba a cuenta. Le puntualizó que tenía que presentar esa libreta cada vez que fuera a buscar productos fiados. Con esta breve ceremonia Katie aseguraba el sustento de la familia hasta que consiguieran dinero.
Después de la cena Katie leyó hasta que los niños se durmieron. Leyó una página del prólogo del libro de Shakespeare y una página del Génesis. Hasta allí habían llegado. Ni las criaturas ni Katie entendían una jota. La lectura le hacía entornar los ojos, le daba sueño, pero sobreponiéndose con tenacidad terminó las dos páginas. Arropó a los niños cuidadosamente, y ella y Johnny se acostaron también, a pesar de que sólo eran las ocho de la noche. Estaban cansados; el trajín de la mudanza los había agotado.
Los Nolan durmieron en su nuevo domicilio de Lorimer Street, también en Williamsburg, pero cerca de donde comenzaba Greenpoint.
Lorimer Street era más refinada que Bogart Street. Allí vivían carteros, bomberos y comerciantes lo bastante ricos para darse el lujo de no tener que vivir en sus trastiendas.
El piso tenía un cuarto de baño. La bañera era un cajón alargado forrado de cinc. Francie no volvía de su asombro cuando la veía llena. Era la mayor cantidad de agua que había contemplado hasta entonces, y a sus ojos de niña aquello le parecía el océano.
Les gustaba su nueva casa. Katie y Johnny mantenían impecables, a cambio del alquiler, el patio, los pasillos, la azotea y las aceras. En la casa no existían respiraderos. Había una ventana en cada dormitorio, tres en la cocina y tres en el salón. El primer otoño fue agradable, gozaban del sol el día entero. No pasaron frío en invierno. Johnny trabajaba con bastante regularidad, no bebía en exceso y el dinero les alcanzaba para comprar carbón.
Cuando llegó el verano, los pequeños pasaban gran parte del día en el porche. Como eran los únicos niños en la casa, siempre había sitio allí. Francie, que ya tenía cuatro años, cuidaba a Neeley, que tenía apenas tres. Pasaba las horas enteras sentada en el porche apretando sus enjutas rodillas con sus bracitos; su lacio cabello castaño flotaba en la brisa que llegaba impregnada de agua salada, de aquel mar que, a pesar de estar tan cerca, nunca había visto. No perdía de vista a Neeley cuando trepaba o bajaba los escalones. Allí quieta pasaba las horas Francie, mientras meditaba sobre infinidad de cosas. ¿Quién haría soplar el viento? ¿Qué era la hierba? ¿Por qué Neeley era un chico y ella una chica?
A veces los dos hermanitos permanecían sentados mirándose fijamente a los ojos. Los ojos de Neeley tenían la misma forma que los de Francie, pero eran celestes, y los de ella, grises. Había una tácita comprensión entre los dos niños: Neeley era más bien callado, en cambio Francie era muy parlanchina. A veces sucedía que ella hablaba sin parar, hasta que el cordial chiquillo se quedaba dormido, sentado en los escalones con la cabeza apoyada en la barandilla de hierro.
En verano Francie empezó a dar sus primeras puntadas. Katie le compró una labor de un centavo. Era del tamaño de un pañuelo de mujer, y el dibujo, un perro con la lengua fuera. Con otro centavo le compró una madeja de algodón rojo de bordar, y con dos centavos más adquirió un diminuto bastidor. Su abuela le enseñó a manejar la aguja y Francie se convirtió en una adepta del bordado. Las mujeres que pasaban ante la casa se detenían a cotorrear y expresaban su admiración por la flaca chiquilla, que acribillaba aquel tejido tenso metiendo y sacando pacientemente la aguja, mientras que a su lado Neeley estiraba el cuello para ver cómo, por arte de magia, desaparecía y reaparecía el centelleante acero a través de la tela. La tía Sissy le regaló un limpiagujas de tela. Cuando Neeley se ponía fastidioso, Francie le dejaba pinchar la aguja en el limpiador para que se entretuviera. Bordando un centenar de esos cuadrados se llegaba a formar un cubrecama. Francie había oído de algunas señoras que lo habían hecho, y eso era ahora su ambición; pero, a pesar de trabajar afanosamente todo el verano, cuando llegó el otoño sólo tenía realizada la mitad del cuadradito. Hubo que dejar el cubrecama para el futuro.
Volvió el otoño, y después llegó el invierno, la primavera y el verano. Francie y Neeley iban creciendo. Katie trabajaba con más ahínco y Johnny trabajaba menos y bebía más. La lectura seguía todas las noches. A veces Katie se sentía tan cansada que se saltaba una página, pero por lo general seguía el orden establecido. Habían llegado a Julio César. La palabra «alarma» confundía a Katie. Creyendo que tendría algo que ver con el autobomba de los bomberos exclamaba: «¡Talán, talán!», y esto a los niños les parecía maravilloso.
Los centavos se iban acumulando en la hucha. Una vez tuvieron que abrirla para pagar dos dólares al médico, cuando a Francie se le hincó un clavo oxidado en la rodilla. Una docena de veces hubo que aflojar una de las puntas de la estrella de la hucha y sacar con un cuchillo un níquel para los billetes de transporte de Johnny cuando iba en busca de trabajo. Pero se acordó que él retornaría a la hucha aquel dinero depositando diez centavos de sus propinas. Eso beneficiaba el ahorro.
Los días calurosos Francie jugaba sola en la calle o en el porche. Anhelaba la amistad de otras niñas, pero no sabía cómo conseguirla. La esquivaban porque hablaba de un modo extraño para ellas. Debido a las lecturas de Katie, Francie tenía expresiones muy peculiares. En cierta ocasión, cuando una chica se burló de ella, le replicó:
—Ay, no sabes lo que dices, el tuyo es: «Un cuento narrado por un idiota con gran aparato, y que nada significa».
Otra vez, tratando de trabar amistad con una niña, le dijo:
—Espérame aquí mientras entro para concebir la cuerda de saltar.
—Querrás decir para conseguir la cuerda —corrigió la otra.
—¡No! Yo voy a concebir la cuerda. Las cosas no se consiguen, se conciben.
—¿Qué es eso de concebir? —preguntó la chiquilla, que sólo tenía cinco años.
—Concebir, como Eva concibió a Caín.
—Estás mal de la cabeza.
—Eva concibió también a Abel.
—Lo concibe o no lo concibe. ¿Sabes lo que te pasa?
—¿Qué?
—Que hablas como un italiano.
—Yo no hablo como un italiano —gritó Francie—, hablo como… como… como Dios.
—Te partirá un rayo si dices esas cosas.
—No. No me ocurrirá nada —contestó Francie.
—Te falta un tornillo —le dijo la chiquilla, llevándose un dedo a la sien.
—No es cierto.
—Entonces, ¿por qué hablas así?
—Mi madre me lee esas cosas.
—También a tu madre debe de faltarle un tornillo —afirmó la chiquilla.
—Bueno, pero mi madre no es una arrastrada como la tuya —fue la única contestación que se le ocurrió a Francie.
La chiquilla había oído decir esto de su madre en muchas ocasiones y era lo bastante perspicaz para no discutir.
—Bueno, prefiero tener una madre que sea una arrastrada y no una loca de atar; y prefiero no tener padre a que sea un borracho como el tuyo.
—¡Arrastrada! ¡Arrastrada! ¡Arrastrada! —gritaba Francie con vehemencia.
—¡Loca! ¡Loca! ¡Loca! —chillaba la otra.
—¡Arrastrada! ¡Arrastrada inmunda! —vociferaba Francie en su impotencia.
La otra chiquilla se fue corriendo; sus bucles rubios relucían al sol y cantaba a voz en cuello:
—¡Maldición de burro nunca alcanza! Cuando me muera vas a llorar, pagarás por todo lo que me has insultado.
Y Francie se echó a llorar. No por los insultos que había recibido, sino porque se sentía sola y nadie quería jugar con ella. Los más groseros la encontraban demasiado sosegada, y los que se portaban mejor parecían apartarse de ella. Una imperceptible voz interior le decía que no era culpa suya. Aquello tenía algo que ver con tía Sissy, con las frecuentes visitas que les hacía, con su aspecto y la forma en que los hombres del barrio la seguían con la mirada. Aquello tenía algo que ver con la conducta de papá, que a menudo no podía caminar en línea recta y llegaba a su casa vacilante, andando de lado. Tenía que ver con la manera en que las vecinas la interrogaban acerca de su papá, su mamá y Sissy. Sus mañosas y extrañas preguntas no sorprendían a Francie. ¿Acaso no la había prevenido mamá? «Nunca te dejes sonsacar por los vecinos».
A veces tocaban música en la calle. Eso era algo de lo que ella podía disfrutar sola. Una banda compuesta por tres músicos pasaba una vez a la semana. Sus trajes eran normales y corrientes, pero llevaban sombreros raros, parecidos a los de los conductores de tranvía. Cuando Francie oía que los chicos gritaban: «¡Allí vienen los músicos ambulantes!», salía corriendo a la calle. Algún día arrastraba con ella a Neeley.
La banda se componía de violín, tambor y corneta. Los músicos interpretaban antiguos aires vieneses, y si no tocaban a la perfección, por lo menos lo hacían con energía. Las chicas bailaban en las aceras recalentadas por el sol. Nunca faltaban los muchachos que, haciendo payasadas, imitaban el baile de las chicas y las atropellaban con grosería. Cuando éstas protestaban enojadas, ellos se inclinaban haciendo exageradas reverencias (teniendo buen cuidado de que sus traseros chocaran con alguna pareja) y se disculpaban con frases pomposas.
Francie hubiera querido ser una de las valientes que en vez de bailar se paraban cerca del corneta chupando ruidosamente un gran encurtido. Esto hacía que al que tocaba la corneta se le hiciese la boca agua y pasase la saliva al instrumento, lo que por supuesto enfurecía al músico. Si lo seguían provocando, dejaba escapar un rosario de improperios en alemán que terminaba en algo parecido a Gott verdammte Ehrlandiger Jude. La mayoría de los alemanes de Brooklyn tenían la costumbre de tratar de judío a quien deseaban insultar.
A Francie la fascinaba la cuestión del dinero. Después de ejecutar dos piezas, el violinista y el corneta seguían tocando solos, mientras el del tambor circulaba con el sombrero en la mano, recibiendo los centavos que la gente aflojaba con desgana. Tras solicitar el óbolo en la calle se paraban al borde de la acera mirando hacia las ventanas. Las mujeres se asomaban para tirarles un par de centavos envueltos en papel de periódico. Eso del papel tenía mucha importancia. Los pilluelos consideraban buena presa los centavos que caían sueltos. Se abalanzaban sobre las monedas y salían a la carrera, perseguidos por un músico furioso. Pero, en cambio, jamás intentaban apoderarse de los centavos envueltos. A veces los recogían y los entregaban a los músicos. Se había establecido tácitamente entre ellos cuáles eran los centavos que correspondían a unos y a otros.