Se oía el golpeteo soporífero del metrónomo y el tictac quejumbroso del reloj. La señorita Tynmore, como si desconfiara del metrónomo, contaba: «Uno, dos, tres; uno, dos, tres». Los dedos de Katie, deformados por el trabajo, luchaban tenazmente para tocar su primera escala. Transcurría el tiempo y el cuarto empezó a oscurecerse. De pronto, sonó la estridente campanilla del despertador. Francie se sobresaltó y Neeley se cayó de la silla. La primera lección había terminado. Katie balbució confusa palabras de agradecimiento.
—Aunque no tomara otra lección, podría seguir adelante con lo aprendido hoy. Es usted una buena profesora.
Si bien complacida por el elogio, la señorita Tynmore precisó:
—No cobraré más por los niños. Sólo quiero que sepa usted que no me engaña.
Katie se ruborizó y los niños bajaron la vista, avergonzados al verse descubiertos.
—Permitiré que los niños se queden en el cuarto.
Katie dio las gracias. La señorita Tynmore se puso en pie y a la expectativa. Katie convino la hora en que iría a limpiar la casa de las señoritas Tynmore. Pero ésta siguió aguardando. Katie comprendió que esperaba algo de ella. Finalmente inquirió:
—¿Y bien?
La señorita Tynmore se sonrojó y habló con altivez:
—Las señoras… donde doy lecciones… Bueno… Me ofrecen una taza de té después de la clase. —Se puso la mano sobre el corazón y explicó vagamente—: Esas escaleras…
—¿No prefiere café? —preguntó Katie—. No tenemos té.
—Con mucho gusto —contestó la señorita Tynmore con alivio, volviendo a sentarse.
Katie se precipitó en la cocina. Siempre tenía café preparado. Mientras lo calentaba, puso en una bandeja redonda de metal una cuchara y un bizcocho azucarado.
Entretanto Neeley se había quedado dormido en el sofá. La señorita Tynmore y Francie se observaban mutuamente. Al fin la señorita Tynmore preguntó:
—¿En qué estás pensando, niñita?
—Estoy pensando, nada más —contestó Francie.
—Muchas veces te veo sentada en el borde de la alcantarilla durante horas enteras. ¿En qué piensas en esos momentos?
—En nada. Me cuento historias.
La señorita Tynmore la apuntó con el índice y dijo sentenciosamente:
—Niñita, cuando seas mayor serás escritora.
Más que una confirmación era una orden.
—Sí, señorita —asintió Francie por cortesía.
Katie entró con la bandeja.
—Tal vez no sea tan delicado como usted acostumbra —dijo a modo de disculpa—. Pero es lo que hay en casa.
—Está muy rico —aseguró gentilmente la señorita Tynmore, y se esforzó en no tomarlo de un trago.
A decir verdad, las Tynmore se alimentaban del té que les servían sus alumnas. Unas pocas clases al día a veinticinco centavos cada una no enriquecían a nadie. Una vez pagado el alquiler, poco les quedaba para la comida. Casi todas esas señoras les ofrecían una taza de té claro con deliciosos bizcochitos. Esas damas sabían ser corteses y salían del paso con la taza de té, pues no iban a proporcionarles una comida además de pagarles veinticinco centavos por lección. Por tanto la señorita Tynmore empezó a esperar con agrado la hora de los Nolan. El café era más reconfortante, y podía contar siempre con un sándwich de mortadela o un panecillo dulce.
Después de cada clase Katie transmitía a sus hijos lo que le habían enseñado. Los hacía practicar durante media hora diaria. Con el tiempo, los tres aprendieron a tocar el piano.
Cuando Johnny supo que Maggie Tynmore daba clases de canto no quiso ser menos que Katie. Se comprometió a arreglar la cuerda del contrapeso de una ventana de guillotina en casa de las Tynmore a cambio de dos clases de canto para Francie. Johnny, que en su vida había visto una cuerda de ésas, se armó de un martillo y un destornillador y sacó todo el marco. Contempló la cuerda rota, y… eso fue todo cuanto pudo hacer. Hizo algunos experimentos, sin resultado. Buena voluntad no le faltaba, pero su capacidad era nula. Cuando quiso colocar nuevamente la ventana para evitar que se filtrara en el cuarto el agua y el viento de un día lluvioso y frío de invierno, mientras se empeñaba en hacer funcionar la cuerda, rompió el cristal. El convenio fracasó. Las Tynmore recurrieron a un carpintero para la compostura. Como compensación, Katie tuvo que hacer dos limpiezas gratuitas, y las clases de canto de Francie quedaron descartadas para siempre.
Francie esperaba con ansiedad el momento de ir al colegio. Deseaba todo lo que esa experiencia comportaría. Era una niña solitaria y anhelaba la compañía de otras chicas. Quería beber de las fuentes del patio de la escuela. Los grifos estaban invertidos y eso le hacía creer que lo que manaba de ellos era soda y no agua. Había oído a sus padres hablar de las aulas, quería ver el mapa que se desenrollaba como una cortina. Más que todo, anhelaba tener los útiles de colegio: una libreta, una pizarra, una caja de tapa corrediza llena de lápices nuevos, una goma de borrar, un pequeño sacapuntas en forma de cañón, un limpiaplumas y una regla de veinte centímetros de madera lustrada y de color amarillo.
Antes de asistir a la escuela había que pasar por la vacunación. Era obligatorio, y ¡cómo se la temía! Cuando las autoridades sanitarias trataban de explicar a los pobres y analfabetos que la vacuna era una forma benigna de la viruela que se inoculaba a los niños para inmunizarlos contra esa terrible enfermedad, los padres no lo creían; todo lo que sacaban en limpio de la explicación era que se introducía el germen en el cuerpo de los niños sanos. Algunos padres oriundos de lejanas tierras se negaban a que sus hijos fuesen vacunados. En esos casos no se permitía a los niños ir a la escuela. Después se perseguía a los padres por no acatar la ley. «¿País libre?», preguntaban. ¡Vivir para ver! «¿Dónde está la libertad? La ley obliga a educar a los niños y pone en peligro sus vidas cuando se intenta llevarlos a la escuela». Las madres acompañaban llorosas a sus niños al dispensario. Se comportaban como si llevasen a los inocentes al sacrificio. Los niños daban gritos histéricos cuando veían asomar la aguja, y las madres, que esperaban en la antesala, se tapaban la cabeza con los chales y chillaban como si llorasen a un muerto.
Francie tenía siete años y Neeley seis. Katie había atrasado un año la entrada de Francie en la escuela para que los dos empezaran juntos y pudieran defenderse mutuamente de niños mayores. Un terrible sábado del mes de agosto se detuvo en el dormitorio para hablarles antes de salir a trabajar. Los despertó y les dijo:
—Ahora, cuando os levantéis, lavaos bien, y a las once id al dispensario que hay a la vuelta de la esquina para que os vacunen, porque vais a comenzar a ir a la escuela en septiembre.
Francie empezó a temblar. Neeley estalló en llanto.
—¿Vendrás con nosotros, mamá? —dijo Francie con un hilillo de voz.
—Tengo que ir a trabajar. ¿Quién haría mi trabajo si yo faltara? —contestó arrebatada, tratando de ocultar sus sentimientos.
Francie no dijo nada más. Katie sabía que en aquel momento les estaba fallando, mas no lo podía remediar, simplemente no podía hacerlo. Sí, debería ir con ellos para prestarles consuelo y la autoridad de su presencia, pero sabía que no podría resistir esa angustiosa prueba. Con todo, la vacuna era obligatoria y el hecho de que ella estuviese o no presente no cambiaría nada. Entonces, ¿por qué no librar a uno de los tres de ese suplicio? Para acallar su conciencia se decía: «¿Acaso la vida no está llena de amarguras? Si tienen que vivirla, mejor es que se vayan endureciendo para saber defenderse».
—¿Papá podrá acompañarnos? —preguntó Francie, esperanzada.
—Papá está en el sindicato esperando que le den algún trabajo, y no regresará en todo el día. Sois bastante mayores para ir solos, además, no hace daño.
Neeley lloró con más desesperación. Katie casi no pudo soportarlo. Quería tanto a su hijo. Parte de la razón por la cual no iba con ellos era porque no podía presenciar el sufrimiento de su niño…, aunque éste fuera producido por el pinchazo de un alfiler. Casi resolvió ir con ellos.
Pero no. Perdería media jornada de trabajo y tendría que recuperarla trabajando el domingo. Además, se enfermaría con la impresión. Ya se las arreglarían sin ella. Salió corriendo a trabajar.
Francie trató de consolar al atemorizado Neeley. Unos muchachos mayores que él le habían contado que cuando se los llevaban al dispensario era para cortarles el brazo. A fin de distraerle, Francie le llevó al patio e hicieron tortitas de barro. Olvidaron por completo que tenían que lavarse como su madre les había recomendado.
Casi se les pasó la hora, tan divertidos estaban jugando con barro; barro en las manos, en los pies y hasta en la cabeza. A las once menos diez, la señora Gaddis se asomó por la ventana y les dijo que por encargo de su madre les recordaba la hora. Neeley terminó su pastel mojándolo con sus lágrimas. Francie le cogió de la mano, y con pasos lentos y desganados se encaminaron hacia el dispensario.
Tomaron asiento en un banco, a su lado se sentó una judía que abrazaba a un muchacho (grande para tener seis años), al que de vez en cuando besaba en la frente. Las facciones de otras madres que esperaban se contraían de sufrimiento. Detrás del cristal esmerilado de la sala donde se practicaba la terrible operación se oían los continuos aullidos, acentuados por algún grito estridente, y luego salía una criatura pálida con una gasa blanca y limpia atada al brazo izquierdo. La madre se abalanzaba hacia ella, la apretujaba, con el puño cerrado apuntaba a la puerta de cristal esmerilado, pronunciaba una injuria en algún idioma extranjero y se alejaba del lugar de la tortura.
Francie entró temblando, en sus pocos años de vida nunca había visto un médico ni una enfermera. La blancura de sus uniformes, los crueles instrumentos que relucían sobre una bandeja, el olor de los antisépticos y, sobre todo, el esterilizador con su cruz roja, le paralizaban la lengua.
La enfermera le levantó la manga y limpió un redondel de su brazo izquierdo. Francie vio al blanco médico aproximarse con la cruel aguja en alto, se iba acercando más y más y a medida que se acercaba su figura se iba transmutando en una gran aguja. Cerró los ojos y esperó la muerte. Pero nada sucedió, no sintió nada. Abrió los ojos poco a poco, no se atrevía a creer que todo había pasado y, desesperada, vio que el médico permanecía en la misma actitud, contemplando el brazo con repugnancia. Francie miró su brazo y vio un círculo blanco en un brazo negro de suciedad. Oyó que el médico, dirigiéndose a la enfermera, le decía:
—Inmundicia, inmundicia y más inmundicia, de la mañana a la noche. Ya sé que son pobres, pero podrían lavarse. El jabón es barato y el agua no cuesta nada. ¡Mire este brazo, enfermera!
La enfermera miró y emitió una exclamación de horror. Francie sentía que la cara le ardía de vergüenza. El médico era de Harvard y hacía prácticas en el hospital del vecindario; una vez por semana tenía la obligación de atender en una clínica gratuita. Terminadas las prácticas, ejercería la medicina en una elegante clínica de Boston. Empleando la jerga de Brooklyn, escribiría a su distinguida novia de Boston diciéndole que atender allí era como pasar por el purgatorio.
La enfermera era de Williamsburg, se le notaba en el acento. Era hija de unos emigrantes polacos. Anteriormente trabajaba en una tienda durante todo el día, pero, ambiciosa, tras un curso en la escuela nocturna, había conseguido su diploma de enfermera. Tenía esperanzas de casarse con un médico, y se empeñaba en ocultar que se había criado en los barrios bajos.
Después de las exclamaciones del médico, Francie se quedó cavilando. Ella era una chica sucia, eso era lo que el médico había querido decir. Este, calmado ya, preguntaba a la enfermera cómo podía sobrevivir esa gente. Decía que sería mejor esterilizarlos a todos para que no pudieran procrear. ¿Significaba eso que la querían matar? ¿Acaso harían algo para provocarle la muerte, porque se había ensuciado jugando con barro?
Miró a la enfermera, para Francie todas las mujeres eran madres igual que su mamá, como tía Sissy y como tía Evy. Creyó que la enfermera diría algo como: «Puede ser que la madre de esta niña trabaje y no tenga tiempo de lavarla bien por la mañana», o bien: «Usted sabe, doctor, cómo son los niños: se ponen a jugar con tierra y se ensucian», pero lo que dijo la enfermera fue:
—¡Ya sé, es espantoso! Estoy de acuerdo con usted, doctor, no hay ninguna excusa para que esta gente viva entre tanta inmundicia.
Una persona que supera su ambiente por la cuesta del esfuerzo y el dolor puede tomar dos caminos: olvidar su pasado, o recordarlo siempre y conservar en el alma comprensión y compasión por aquellos que dejó atrás en su doloroso ascenso. La enfermera había elegido el camino del olvido. Sin embargo, allí de pie, sabía que años después la perseguiría la memoria de la tristeza que mostraba el rostro de esa hambrienta criatura y que llegaría a desear amargamente haber pronunciado en aquel momento palabras reconfortantes y haber hecho algo por la salvación de su alma inmortal. Sabía que era mezquina, pero carecía del coraje para tomar partido.
Francie no sintió el pinchazo. Las oleadas de sufrimiento provocadas por las palabras del médico destrozaban todo su ser y no había cabida para otro sentimiento. Mientras la enfermera le vendaba el brazo y el doctor depositaba la jeringa en el esterilizador y preparaba otra aguja, Francie habló:
—Mi hermano es el que sigue, y está tan sucio como yo, así que no se sorprendan. No tienen por qué decírselo, me lo han dicho a mí y eso basta.
La miraron, sorprendidos ante aquel trozo de humanidad que de pronto se había articulado de forma tan extraña. Los sollozos entrecortaban la voz de Francie.
—No tienen por qué decírselo, y además no ganarían nada. Es un niño y no le importa que le traten de sucio.
Dio media vuelta, se tambaleó un poco y salió del cuarto. Al cerrar la puerta, oyó que el médico decía:
—No imaginé que comprendiera lo que yo decía.
Luego la voz sutil de la enfermera que contestaba:
—Ah, bueno…
Katie ya había regresado para almorzar cuando los niños volvieron, miró apenada los brazos vendados. Francie habló con vehemencia:
—¿Por qué, mamá, por qué tienen que decir… cosas… y pincharle a uno con una aguja en un brazo?
—La vacuna —dijo Katie con firmeza ya que había pasado todo— es algo muy bueno. Te ayudará a distinguir la mano derecha de la izquierda. Cuando vayas a la escuela tendrás que escribir con la mano derecha y esa marca estará allí para decirte: «Hum, hum, con esa mano no. Usa la otra».