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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (7 page)

En la iglesia flotaba una espesa nube de humo de incienso y velas derretidas. Las monjas habían adornado el altar con flores frescas, reservando las más hermosas para el de la Virgen. Las hermanas profesaban más devoción a María que a Jesús o José. La gente esperaba haciendo cola enfrente de los confesionarios; los chicos y las muchachas querían apresurarse para luego acudir a sus citas. La cola más larga era la que se había formado ante el confesionario del padre O’Flynn; éste era joven, amable y tolerante, y dispensaba penitencias leves.

Cuando llegó su turno, Francie apartó la pesada cortina y se puso de rodillas. El antiguo misterio de la confesión empezó cuando el cura abrió la minúscula puerta que le separaba del pecador e hizo el signo de la cruz delante de la rejilla. Comenzó a susurrar con voz rápida y monótona algunas palabras en latín, con los ojos cerrados. Ella respiraba la mezcla de aromas que emanaban del incienso, las velas encendidas, las flores, el traje y la loción para después del afeitado del cura.

—Bendecidme, padre, porque he pecado.

Confesó sus pecados deprisa y de la misma manera fue absuelta. Salió con la cabeza doblada sobre las manos apretadas. Se inclinó ante el altar y se arrodilló en un banco. Recitó las oraciones que le tocaban desgranando las cuentas de su rosario de madreperla. Maudie, que llevaba una vida no tan complicada, tenía menos pecados para confesar y había acabado antes. Cuando Francie salió, la estaba esperando sentada en los peldaños de la iglesia.

Las dos chicas dieron varias vueltas alrededor de su manzana, cogidas de las caderas, como hacían las amigas en Brooklyn. Maudie se compró un helado de un centavo y dejó que Francie lo probara, pero pronto tuvo que irse. No le permitían regresar a casa después de las ocho de la noche. Se separaron tras haberse prometido volver juntas a la iglesia el sábado siguiente.

—¡Que no se te olvide! —le gritó Maudie, mientras se alejaba de Francie caminando hacia atrás—. ¡Hoy he venido a buscarte yo, la próxima vez te toca a ti!

—No me olvidaré —prometió Francie.

Cuando Francie llegó a su casa, había visitas en el salón: la tía Evy y su marido Willie Flittman. A Francie le gustaba la tía Evy, se parecía mucho a su madre, era divertida, siempre decía cosas graciosas y uno se reía como si estuviera en el teatro, también tenía el don de imitar a cualquiera.

El tío Flittman había llevado su guitarra; él tocaba y todos cantaban. Tío Flittman era moreno, tenía el pelo lacio y negro, y los bigotes sedosos. Tocaba bastante bien, teniendo en cuenta que le faltaba el dedo medio de la mano derecha. Al llegar al punto en que debía emplear ese dedo, golpeaba la guitarra para llenar el hueco de aquella nota. Esto daba un ritmo raro a sus canciones. Cuando entró Francie ya casi había llegado al final de su repertorio, así que apenas alcanzó a oír el último número.

Después de la música, él salió a comprar una jarra de cerveza. Tía Evy había llevado un pan negro y un trozo de queso de Limburgo, de modo que comieron bocadillos y bebieron cerveza. Después de beber, el tío Flittman se soltó.

—Mírame, Katie; aquí tienes un hombre fracasado.

La tía Evy elevó los ojos al cielo y suspiró a la vez que se mordía el labio inferior.

—Mis hijos no me respetan —continuó—, mi mujer no me necesita, y Drummer, el caballo de mi carro, me tiene ojeriza, ¿A que no sabes lo que hizo el otro día? —Se echó hacia delante y los ojos se le humedecieron—. Lo estaba lavando en la caballeriza, y justo cuando le limpiaba la barriga ¡me meó!

Katie y Evy se miraron, sus ojos brillaban como si estuvieran a punto de reírse. Katie miró de repente a Francie, y aunque sus ojos no podían ocultar la risa, el gesto de la boca era severo. Francie bajó la vista y frunció el entrecejo, pero se rió para sus adentros.

—Eso fue lo que hizo, y todos mis compañeros se burlaron de mí. ¡Sí, todos!

Bebió otro vaso de cerveza.

—No hables así, Willie —le dijo su esposa.

—Evy no me quiere —agregó Willie dirigiéndose a Katie.

—Sí te quiero, Willie —aseguró Evy con voz tierna, que era en sí una caricia.

—Me querías cuando te casaste conmigo, pero ahora ya no, ¿no es así?

Esperó, pero Evy no le contestó.

—¿Ves? —le dijo a Katie—. Ya no me quiere.

—Es hora de regresar a casa —repuso Evy.

Antes de acostarse, Francie y Neeley tenían que leer una página de la Biblia y otra de Shakespeare. Era una regla. Katie había leído las dos páginas todas las noches hasta que ellos fueron capaces de hacerlo solos. Para ganar tiempo Neeley leía la Biblia y Francie leía Shakespeare. Hacía seis años que leían noche tras noche; habían llegado a la mitad de la Biblia y en las obras completas de Shakespeare estaban en Macbeth. Apuraron la lectura y a eso de las once todos los Nolan ya se habían acostado, excepto Johnny, que aún estaba trabajando.

El sábado por la noche a Francie se le permitía dormir en el salón. Improvisaba una cama juntando dos sillas delante de la ventana, desde donde podía observar a la gente en la calle. Allí acostada seguía los ruidos nocturnos de la casa; oía a los que entraban y salían de los pisos. Algunos entraban cansados arrastrando los pies, otros subían las escaleras corriendo, uno tropezó y maldijo el linóleo roto del vestíbulo, un bebé lloriqueaba a ratos, un hombre borracho de uno de los pisos de la planta baja resumía la vida malvada que, según él, había llevado su mujer.

A las dos de la mañana, Francie oyó a su padre cantar suavemente mientras subía la escalera:

… dulce Molly Malone

que guiaba su carretilla

por un angosto callejón

gritando…

Katie abrió la puerta al oír «gritando…». Era un juego que papá solía hacer. Si abrían la puerta antes de que terminara la estrofa, ganaban; si le daban tiempo de terminar en el vestíbulo, perdían.

Neeley y Francie se levantaron y se sentaron alrededor de la mesa para comer después de que papá dejara encima tres dólares y les diera un níquel a cada uno. Katie se los hizo guardar en la hucha, porque ese día ya habían recibido el dinero del trapero. Papá había llevado también un paquete repleto de comida que había sobrado de la boda. Habían faltado muchos invitados y la novia la había repartido entre los camareros: media langosta fría, cinco croquetas de ostras, una latita de caviar y un trozo de queso roquefort. A los pequeños no les gustaba la langosta y las ostras frías no sabían a nada. En cuanto al caviar, les resultaba demasiado salado; pero tenían tanta hambre que comieron todo lo que había sobre la mesa y lo digirieron durante la noche. Habrían sido capaces de digerir clavos si hubiesen podido masticarlos.

En su afán por comer, Francie olvidó que para comulgar al día siguiente tendría que haber estado en ayunas desde medianoche hasta después de la misa. No podría recibir la comunión. Era un verdadero pecado que no debía olvidar en su próxima confesión.

Neeley se acostó y reanudó su sueño profundo. Francie volvió al salón y, sin encender la luz, se sentó junto a la ventana; estaba desvelada. Sus padres se quedaron en la cocina, donde conversarían hasta el amanecer. Papá narraba su noche de trabajo; las personas que había visto, como iban vestidas y lo que habían dicho. Los Nolan no tenían suficiente con lo que la vida les ofrecía. Vivían intensamente, pero no se sentían satisfechos. Esto los llevaba a interesarse por la vida de todas las personas con quienes se cruzaban.

Katie y Johnny charlaron toda la noche; el sonido de sus voces en la oscuridad resultaba tranquilizador y protector. Eran las tres de la madrugada y la calle estaba sumida en el más completo silencio; Francie vio a una muchacha que vivía enfrente volver del baile con su compañero. Permanecieron en el zaguán silenciosos, abrazándose sin hablar hasta que ella se reclinó contra la pared y apretó accidentalmente el botón del timbre. El padre de ella bajó en calzoncillos y mandó a paseo al muchacho, imprecando en voz baja. La joven corrió escaleras arriba, poseída por una risita histérica; el chico se fue silbando «Cuando te tenga a solas esta noche…».

El señor Tomony, dueño de la casa de empeños, llegó a su casa en un coche de alquiler, después de pasar una noche de despilfarro en Nueva York. Nunca había puesto el pie en el negocio que había heredado junto a un administrador muy competente. Nadie comprendía por qué, siendo tan rico, vivía en el piso que había encima del negocio; llevaba la existencia de un aristócrata neoyorquino entre la mugre de Williamsburg. Un albañil que había trabajado en el piso contó que estaba repleto de cuadros al óleo, estatuas y alfombras de pieles blancas. El señor Tomony era solterón, nadie le veía durante la semana; tampoco cuando salía los sábados por la tarde. Sólo Francie y el vigilante le veían regresar. Francie le espiaba y se sentía como un espectador en el palco de un teatro.

Llevaba el sombrero de copa inclinado hacia un lado. La luz de la farola se reflejó en la empuñadura de plata de su bastón al ponérselo bajo el brazo. Se echó hacia atrás la capa de seda blanca para pagar al cochero. Éste cogió el billete, saludó tocando con el látigo el ala del sombrero y sacudió las riendas sobre las ancas del caballo. Tomony se quedó mirando el coche que se alejaba, como si ése fuera el último vínculo con la faz agradable de su vida. Luego subió a su fabuloso piso.

Se suponía que frecuentaba sitios fantásticos, como el Riesenweber y el Waldorf. Francie se prometió llegar a verlos alguna vez; algún día caminaría unas manzanas hasta el puente de Williamsburg y seguiría rumbo a Nueva York, donde se levantaban aquellos espléndidos edificios, y los observaría bien desde fuera. Luego podría clasificar con más exactitud al señor Tomony.

Una leve brisa marina soplaba sobre Brooklyn. Desde el distante barrio norte donde vivían los italianos, que criaban pollos en los patios, se oyó el canto de un gallo. Contestó el lejano ladrido de un perro y el relincho inquisitivo del caballo, Bob, cómodamente echado en su establo.

Francie adoraba el sábado y detestaba que se acabara yéndose a dormir. La sola idea de empezar otra semana la inquietaba. Recordó detalladamente aquel día; había sido perfecto, si excluía lo del viejo de la panadería.

Las demás noches de la semana se acostaba en su cama y oía por el patio interior las voces confusas de una jovenzuela recién casada que vivía en uno de los pisos con el ogro de su marido, conductor de camión. La voz de la mujer era suave y quejosa; la del marido, imperativa y bronca. Callaban un rato y luego él empezaba a roncar y la mujer a sollozar con pena hasta la madrugada.

Francie se estremeció al recordar aquellos sollozos e instintivamente se tapó los oídos con las manos. Luego recordó que era sábado, que dormía en el salón y que las voces del patio interior no llegaban hasta allí. Sí, aún era sábado, y era maravilloso. Faltaba mucho para el lunes. El apacible domingo se interpondría y ella podría detenerse a pensar en los capuchinos del florero marrón; en el aspecto del caballo, estacionado al sol y a ratos a la sombra, mientras Frank lo lavaba. Se iba adormeciendo. Escuchó un momento la conversación entre Johnny y Katie; se dejaban llevar por los recuerdos.

—Yo tenía diecisiete años cuando te conocí y trabajaba en la fábrica de Castle Braid.

—Yo en aquel entonces tenía diecinueve —recordó Johnny— y andaba con tu íntima amiga Hildy O'Dair.

—Ah, ésa —dijo Katie con un respingo de desprecio.

El aire tibio y cargado de aromas rozó dulcemente el pelo de Francie. Apoyó los brazos en el antepecho de la ventana y, reclinando una mejilla sobre las manos, contempló el cielo estrellado sobre los tejados de los edificios. Al cabo de un rato se quedó dormida.

Libro Segundo
VII

Fue otro verano en Brooklyn, doce años atrás, en 1900, cuando Johnny Nolan conoció a Katie Rommely. Él tenía diecinueve años y ella diecisiete. Ella trabajaba en la fábrica de trencillas Castle Braid junto con Hildy O'Dair, su mejor amiga. Se llevaban muy bien, a pesar de que Hildy era irlandesa y Katie descendía de austríacos. Katie era la más bonita; Hildy, la más audaz. Ésta tenía el cabello rubio, con reflejos rojizos. Llevaba una gasa granate alrededor del cuello, masticaba caramelos de menta, sabía todas las canciones en boga y bailaba muy bien.

Hildy tenía un compañero, un galán que la llevaba a bailar los sábados por la noche. Se llamaba Johnny Nolan. A menudo la esperaba en la puerta de la fábrica. Siempre iba uno de sus amigos. Apostados en la esquina, mataban el tiempo haciéndose bromas y riendo.

Un día Hildy le pidió que llevara a un joven para su amiga Katie la próxima vez que fuesen a bailar. Johnny accedió y un sábado subieron los cuatro al tranvía que conducía a Canarsie. Los jóvenes lucían sombreros de paja sujetos por el ala con un cordón atado a la solapa de la chaqueta. El fuerte viento que soplaba del océano hacía volar los sombreros y era graciosísimo ver cómo los mozos atraían hacia sí nuevamente los sombreros tirando del cordón.

Johnny bailó con su chica. Katie se negó a bailar con el compañero que le habían asignado, un muchacho vulgar y engreído, que había soltado unas observaciones groseras. Al regresar Katie del lavabo había llegado a decirle: «Pensé que se había caído usted dentro».

Sin embargo, le aceptó una copa de cerveza, y sentada a la mesa se quedó observando a Johnny e Hildy, que bailaban. Pensó que en el mundo no había nadie como Johnny; tenía los pies delgados y ágiles, y sus zapatos brillaban. Bailaba con las puntas de los pies y se balanceaba apoyándose ora en el talón, ora en la punta, siguiendo el ritmo a la perfección. Hacía calor. Johnny se quitó la americana y la colgó en el respaldo de su silla. Los pantalones le sentaban bien en las caderas y la camisa blanca le caía en un suave pliegue sobre el cinturón. Llevaba un cuello duro y una corbata de lunares del mismo color que la cinta del sombrero; en los brazos, unas ligas de elástico recubierto con cinta de raso celeste fruncida. Katie supuso que eran regalo de Hildy, y se volvió tan celosa que el resto de su vida aborreció ese color.

Katie no podía apartar la vista del muchacho. Era joven, delgado, tenía el cabello rubio y ondulado, ojos de un azul intenso, nariz aguileña, espaldas anchas y hombros bien formados. Oía a las muchachas de las otras mesas comentar su buen gusto en el vestir y a sus compañeros añadir que era un gran bailarín. Aunque no le perteneciera, Katie se sintió orgullosa de él.

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