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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (36 page)

Francie se despertó al amanecer. Vio a su madre que, sentada junto a la cama de Neeley, contemplaba el rostro de su hijo. Estaba muy ojerosa y de su aspecto se deducía que había pasado la noche sentada allí. Cuando vio que Francie estaba despierta, le ordenó que se levantase y vistiese enseguida. Sacudió suavemente a Neeley para despertarle y le dio la misma orden. Ella fue a la cocina.

El dormitorio estaba semioscuro y helado, y Francie tiritaba mientras se vestía. Para no encontrarse a solas con su madre, esperó a que Neeley estuviese listo, y entraron juntos en la cocina. Katie estaba sentada al lado de la ventana. Se detuvieron delante de ella y esperaron.

—Vuestro padre ha muerto —les dijo.

Francie permaneció muda. No la asaltó la sorpresa ni el dolor. No sentía nada. Lo que su madre había dicho no tenía sentido.

—No tenéis que llorarle —les ordenó. Tampoco tenían sentido las palabras que vertieron después sus labios—. Se ha ido de esta vida y quizá sea más afortunado que nosotros.

En el hospital había un ordenanza que, por una propina, se encargaba de avisar al propietario de una empresa de pompas fúnebres en cuanto ocurría un fallecimiento. Este vivo negociante aventajaba a sus competidores, pues se adelantaba en busca del negocio, mientras que los otros esperaban a que éste fuera a buscarlos. El activo individuo visitó a Katie por la mañana, temprano.

—Señora Nolan —dijo, mirando solapadamente el papel donde había anotado el nombre y la dirección—, la acompaño en su sentimiento. Si me lo permite…, lo que le ha ocurrido a usted nos ocurrirá a todos.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Katie con aspereza.

—Ser amigo suyo —y continuó rápidamente, antes de que ella pudiese interpretarlo mal—: Hay detalles relacionados con…, con los restos. Quiero decir… —otra vez consultó el papelito—, quiero decir, señora Nolan, espero que me considere un amigo que le trae alivio y consuelo en un momento en que… que será… En fin: quiero que deje todo a mi cuidado.

Katie comprendió.

—¿Cuánto me cobraría usted por un funeral sencillo?

—Vamos, no se preocupe por los gastos —dijo eludiendo la respuesta—. Le haré un buen funeral. No he apreciado a nadie tanto como al señor Nolan (no lo conocía). Me ocuparé personalmente para asegurarme que se le cobre el mejor precio que hay. No se aflija por ello.

—No puedo afligirme, puesto que no tengo un centavo.

Él se humedeció los labios.

—Aparte el dinero del seguro, por supuesto —era más una pregunta que una afirmación.

—Hay seguro, sí, pequeño.

—¡Ah! —contestó; se restregó las manos—. Ahí es donde puedo serle útil. Se requieren muchos trámites para cobrar un seguro. Se tarda mucho en cobrar. Ahora supongamos que usted, y créame que no le cobro por esto, deja que yo me encargue de ello. Me firma esto —sacó un papel del bolsillo— cediéndome la póliza. Yo le adelanto el dinero y después cobro la póliza.

Todos los propietarios de las pompas fúnebres prestaban este servicio. Era una treta para cerciorarse del monto del seguro. Conocido el monto, el entierro costaba el ochenta por ciento del total. Tenían que reservar unos dólares para la ropa de luto, a fin de que la gente quedase satisfecha.

Katie le llevó la póliza. La colocó sobre la mesa, y los avezados ojos del hombre leyeron la cantidad: doscientos dólares. Simuló no haber mirado la póliza. Cuando Katie hubo firmado el papel, él habló de otros temas durante un momento. Finalmente, como si acabara de decidirlo, le dijo:

—Le diré lo que voy a hacer, señora Nolan. Daré al difunto un funeral de primera clase, con coche de duelo y un ataúd con manijas de níquel, por ciento setenta y cinco dólares. Por ese servicio acostumbro cobrar doscientos cincuenta dólares, y no ganaré ni un centavo.

—Entonces, ¿por qué lo hace? —preguntó Katie.

Él no se inmutó.

—Lo hago sólo porque apreciaba al señor Nolan. Un verdadero hombre, y trabajador.

Le extrañó la mirada de sorpresa que le echó Katie.

—No sé…, ciento setenta y cinco dólares…

—Pero en esa suma va incluida la misa.

—Está bien —dijo Katie con voz apagada. La abrumaba hablar de ello.

El propietario de la funeraria cogió la póliza y fingió enterarse en aquel instante del importe.

—¡Ah! Vea usted. Es por doscientos dólares —dijo con falsa sorpresa—. Eso significa que recibirá veinticinco dólares después de haber pagado el funeral. —Adelantó una pierna para meter la mano en el bolsillo—. ¡Ah! Yo siempre sostengo que algún dinero viene bien en momentos como éste… en cualquier momento, a decir verdad. —Se rió entre dientes—. Así que le adelanto la diferencia. —Y colocó sobre la mesa veinticinco dólares en flamantes billetes.

Katie le dio las gracias. No era que se hubiera dejado embaucar, pero no tenía ánimo para protestar. Sabía que aquél era el procedimiento en semejantes circunstancias. El hombre sólo intentaba que prosperase su negocio. Éste le rogó que consiguiese el certificado médico de defunción y agregó:

—Y le agradecería que notificara que yo…, que yo retiraré los…, el dif… Que yo iré a buscar al señor Nolan.

Cuando Katie volvió al hospital, la hicieron pasar al despacho del médico. Allí estaba el cura. Éste estaba tratando de completar los datos para la partida de defunción. Cuando entró Katie la bendijo y, con un apretón de manos, dijo:

—Aquí está la señora Nolan, que podrá informarle mejor que yo.

El médico formuló las preguntas habituales: fecha y lugar de nacimiento y demás. Katie, a su vez, le preguntó:

—¿Qué ha escrito usted? Quiero decir, ¿de qué ha muerto?

—Pronunciado alcoholismo y pulmonía.

—Dijeron que murió de pulmonía solamente.

—Ésa fue la causa directa, pero si quiere saber la verdad, el alcoholismo fue un factor relevante y probablemente el principal motivo de su muerte.

—No quiero que escriba que murió por beber demasiado. Escriba simplemente que murió de pulmonía —dijo Katie despacio pero con firmeza.

—Señora, tengo que consignar la estricta verdad.

—Ya está muerto. ¿Qué puede significar para usted la causa de su fallecimiento?

—La ley exige que…

—Verá —explicó Katie—, tengo dos hijos. Van a crecer para ser algo. Ellos no tienen la culpa de que su padre… haya muerto de lo que usted dice. Significaría mucho para mí poderles decir que falleció de pulmonía solamente.

El sacerdote tomó parte en la discusión. —Usted puede hacerlo, doctor —dijo—, sin perjuicio propio y beneficiando a otros. No manche el nombre de un pobre muchacho que ya pasó al otro mundo. Ponga pulmonía, que no es mentira, y esta señora le tendrá siempre presente en sus oraciones. En fin, a usted ni le va ni le viene.

De pronto el médico recordó dos cosas: que el sacerdote era miembro del consejo del hospital y que él estaba muy cómodo como director médico del mismo.

—Muy bien —dijo—. Lo haré, pero que no se divulgue. Es un favor personal que le hago a usted, padre.

Y a continuación de las palabras «Causas del fallecimiento» escribió «Pulmonía».

Y en ninguna parte quedó antecedente alguno de que Johnny Nolan hubiera muerto de adicción al alcohol.

Katie gastó los veinticinco dólares en comprar ropa para el luto. A Neeley, un traje negro de pantalones largos; era su primer traje largo, y el orgullo, el placer y la pena se debatían en el pecho del joven. Para ella, un sombrero negro y un velo de un metro, de acuerdo con el estilo de las viudas de Brooklyn. Para Francie, zapatos nuevos, que en todo caso hacía mucho que los necesitaba. Resolvió no comprarle abrigo negro porque estaba creciendo con rapidez y no le serviría para el próximo año. Katie dijo que podría usar el abrigo verde que tenía, con un brazal negro. Francie se alegró, porque detestaba la ropa negra y le afligía la idea de que su madre la obligase a vestir de riguroso luto. El poco dinero que sobró después de hacer estas compras lo guardaron en la hucha.

El propietario de la funeraria volvió para notificarle que el difunto ya había sido trasladado a la sala mortuoria de la empresa, donde lo estaban preparando adecuadamente, y que lo llevarían aquella tarde a casa. Katie le dijo con tono áspero que se abstuviese de entrar en detalles. Entonces cayó la bomba.

—Señora Nolan, necesito los títulos de su terreno.

—¿Qué terreno?

—El del cementerio. Lo necesito para que puedan abrir la sepultura.

—Yo creía que en los ciento setenta y cinco dólares estaba todo incluido.

—¡No! ¡No! ¡No! Yo le hago un favor, sólo el ataúd me cuesta…

—Usted me desagrada —dijo Katie con su tono áspero—. No me gusta la clase de negocio que tiene. Pero —agregó con asombrosa indiferencia— supongo que alguien tiene que enterrar a los muertos. ¿Cuánto cuesta un terreno?

—Veinte dólares.

—¿De dónde quiere usted que los saque? —Se interrumpió súbitamente—. Francie, trae el destornillador.

Apalancaron la hucha. Contenía dieciocho dólares con sesenta y dos centavos.

—No alcanza, yo puedo poner el resto.

El hombre estiró la mano para recibir el dinero.

—Juntaré todo el dinero —le dijo Katie—, pero no lo entregaré hasta que tenga el título de propiedad en mis manos.

Él discutió y chilló hasta que finalmente se retiró diciendo que regresaría con el documento. Katie mandó a Francie a casa de la tía Sissy para que le pidiese dos dólares prestados. Cuando el propietario de la funeraria regresó, Katie, recordando lo que su madre le recomendara catorce años atrás, leyó el papel con detenimiento y se lo hizo leer también a Francie y luego a Neeley. El hombre descansaba sobre un pie, luego sobre el otro. Cuando los tres Nolan estuvieron convencidos de que el documento estaba en orden, Katie le entregó el dinero.

—¿Por qué habría de querer estafarla, señora Nolan? —preguntó plañidero, mientras guardaba cuidadosamente el dinero.

—¿Por qué habría de querer cualquiera estafar a otro? —preguntó ella a su vez—. Sin embargo, lo hacen.

La hucha quedó sobre la mesa. Llevaba catorce años de uso y estaba muy gastada.

—¿Quieres que vuelva a clavarla, mamá? —preguntó Francie.

—No —respondió su madre lentamente—. Ya no la necesitamos. Ahora tenemos un terreno, somos propietarios.

Colocó el documento sobre la maltrecha hucha de lata.

Francie y Neeley permanecieron en la cocina mientras el ataúd estuvo en el salón. Hasta durmieron en la cocina.

No querían ver a su padre en el féretro. Katie parecía comprenderlo y no insistió en que lo hiciesen. La casa estaba llena de flores. El Sindicato de Camareros, del que pocos días atrás habían expulsado a Johnny, mandó una enorme corona de claveles blancos, atravesada por una cinta púrpura que llevaba escrito en letras doradas: «A nuestro hermano». Los policías del distrito enviaron una cruz de rosas rojas. El sargento McShane, un ramo de lirios. La madre de Johnny, las Rommely y algunos vecinos también mandaron flores. Otras las habían enviado muchos amigos de Johnny que Katie no conocía. McGarrity, dueño del bar, mandó un ramo de hojas artificiales de laurel.

—Yo lo tiraría a la basura —dijo Evy, indignada, cuando vio la tarjeta.

—No —contestó Katie suavemente—, no puedo culpar a McGarrity. Johnny no tenía obligación de ir allí.

(Al morir, Johnny adeudaba al propietario del bar unos treinta y ocho dólares. Quién sabe por qué razón, McGarrity ni mencionó a Katie aquella deuda. Silenciosamente la dio por cancelada.)

El ambiente del piso estaba impregnado del perfume de rosas, lirios y claveles. A partir de aquel momento y para siempre, Francie detestó esas flores, pero a Katie le agradaba comprobar el afecto que la gente había sentido por Johnny.

Un rato antes de que cerrasen el ataúd, Katie se acercó a sus hijos en la cocina. Apoyó las manos en los hombros de Francie y le dijo en voz baja:

—Ha llegado a mis oídos algo que dicen por ahí, dicen que no queréis mirar a vuestro padre porque no fue un buen padre para vosotros.

—Sí que fue un buen padre —respondió Francie con fiereza.

—Sí, lo fue —asintió Katie.

Esperó a que los niños decidieran por sí mismos.

—Vamos, Neeley —dijo Francie.

Cogidos de la mano se acercaron al cadáver de su padre. Neeley echó una rápida mirada y, temiendo prorrumpir en llanto, salió corriendo. Francie estaba de pie, con la vista fija en el suelo, le daba miedo mirar. Por fin alzó la vista. ¡No podía creer que su padre yaciera sin vida!

Llevaba puesto el esmoquin, limpio y planchado, pechera y cuello nuevos y lazo cuidadosamente hecho. Tenía un clavel en el ojal de la solapa y, más arriba, el botón del sindicato. Su cabello estaba tan reluciente, rubio y ondeado como siempre. Un mechón le caía por un lado de la frente. Tenía los ojos cerrados como en dulce sueño. Se le veía joven y buen mozo, y bien cuidado. Advirtió por primera vez lo delicado de los arcos de sus cejas. Su pequeño bigote había sido recortado y aparecía elegante como de costumbre. El dolor, el sufrimiento y el tormento habían desaparecido de su rostro. Las facciones eran suaves y juveniles. Johnny tenía treinta y cuatro años cuando falleció. Pero ahora parecía mucho más joven, un muchacho de poco más de veinte, se diría. Francie le miró las manos, cruzadas con negligencia sobre un crucifijo. Había un aro de piel más blanca en el tercer dedo, donde había llevado el anillo con iniciales, regalo de boda de Katie. (Katie se lo había quitado para dárselo a Neeley cuando éste fuera mayor). Era raro ver las manos de Johnny tan quietas cuando las recordaba siempre temblorosas. Francie observó cuán estrechas y delicadas parecían con sus dedos alargados. Miró con fijeza aquellas manos y de pronto le pareció que se movían. Presa del pánico, quiso salir corriendo. Pero el cuarto estaba lleno de gente que la observaba. Dirían que escapaba porque… Había sido buen padre. ¡Sí lo había sido! ¡Sí! Apoyó su mano sobre el cabello y enderezó el mechón caído. La tía Sissy se le acercó, le rodeó los hombros con un brazo y murmuró:

—Es la hora.

Francie dio un paso atrás y se detuvo junto a su madre mientras ajustaban la tapa del ataúd.

Durante la misa, Francie estuvo arrodillada al lado de Katie, al otro lado estaba Neeley. Francie miraba el suelo para no ver el féretro cubierto de flores, delante del altar. Dirigió la vista hacia su madre. Katie estaba arrodillada, con los ojos fijos mirando al frente de ella, la cara pálida y apacible debajo del velo negro de viuda.

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