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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (34 page)

Sissy se indignó cuando se enteró de semejante ayuno y crueldad. Tramó un plan. Dadas las circunstancias, se imaginó que aquella familia entregaría con gusto el recién nacido. Resolvió hacer una visita de inspección a aquella gente. En caso de tener aspecto sano y normal, les pediría el niño.

Cuando Sissy se presentó en la casa, la madre no la dejó entrar. Volvió al día siguiente luciendo un distintivo en la solapa del abrigo. Golpeó la puerta. Cuando la entreabrieron, señaló su distintivo y, con tono severo, ordenó que la dejasen pasar.

La mujer, atemorizada, creyendo que pertenecía al Departamento de Inmigración, abrió la puerta. Si hubiera sabido leer se habría enterado de que la leyenda del distintivo rezaba: «Inspector de gallineros».

Sissy se hizo cargo de la situación. La futura madre se hallaba aterrada y desafiante, tenía el rostro demacrado por la dieta. Sissy amenazó con arrestar a la madre si no mejoraba el tratamiento. Con muchas lágrimas y en un inglés titubeante, la madre contó la deshonra de la familia y el plan del padre para dejar morir de hambre a la muchacha y a la criatura que iba a nacer. Sissy conversó todo el día con la madre y con Lucia, la hija. Fue casi todo una pantomima. Por fin Sissy les hizo entender que no tendría inconveniente en hacerse cargo de la criatura cuando viniera al mundo. La madre le cubrió las manos de besos de agradecimiento. Desde aquel día Sissy se convirtió en la adorada amiga de confianza de la familia.

Todas las mañanas, después de que su John se fuera al trabajo, Sissy hacía la limpieza del piso y preparaba una olla de comida para Lucia, que luego llevaba a casa de los italianos. Nutría bien a la futura madre, siguiendo un régimen medio alemán medio irlandés. Creía que si la criatura absorbía aquella clase de comida no sería tan italiano.

Se ocupó mucho de Lucia. Los días agradables la llevaba al parque y la hacía sentar al sol. Mientras duró tan inusitada amistad, Sissy fue una amiga solícita y una compañera alegre para la joven. Lucia adoraba a Sissy, la única en este mundo que la había tratado con cariño. Toda la familia quería a Sissy, excepto el padre, que ignoraba su existencia. La madre y los hermanos de Lucia cooperaban para que el padre no se enterase. Cuando le oían subir las escaleras, encerraban a Lucia en el cuarto oscuro.

La familia apenas sabía hablar inglés y Sissy no entendía el italiano, pero, a medida que transcurrieron los meses, ella les enseñó un poco de inglés y ellos un poco de italiano, hasta que pudieron conversar. Nunca les dijo cómo se llamaba, así que la apodaron «Statua Liberta», por la dama de la antorcha, lo primero que vieron sus ojos en América.

Sissy se hizo cargo de Lucia, de su embarazo y de toda la familia. Cuando estuvieron de acuerdo y tomaron una decisión, Sissy anunció a su familia y a sus amistades que esperaba un hijo. Nadie le hizo caso, porque siempre estaba esperando hijos.

Encontró una partera desconocida y le pagó el parto por adelantado. Le entregó un papel en el que había rogado a Katie que escribiese su nombre, el de su John y su apellido de soltera. Dijo a la partera que debería entregar aquel papel al Registro Civil en cuanto naciera la criatura. La ignorante mujer, que no sabía hablar italiano (Sissy se aseguró de ello antes de contratarla), supuso que aquellos nombres serían los del padre y la madre. Sissy quería tener la partida de nacimiento en perfectas condiciones.

Simulaba su embarazo «por poderes» con tanto realismo que fingía náuseas matutinas durante las primeras semanas. Cuándo Lucia le dijo que notaba que la criatura se movía, ella le anunció a su marido que sentía vivir en ella al ser que llevaba en sus entrañas.

La misma tarde que Lucia empezó a sufrir los primeros dolores Sissy regresó a su casa y se metió en la cama. Cuando John regresó de] trabajo, le dijo que el bebé estaba a punto de nacer. Él la miró. Estaba tan delgada como una bailarina. John discutió, pero ella insistió tanto que se fue a buscar a su suegra. Cuando Mary Rommely vio a Sissy, le dijo que era imposible que estuviese en vísperas de dar a luz. Por toda respuesta, Sissy emitió un quejido capaz de helar la sangre a cualquiera y dijo que se estaba muriendo de dolor. Mary la miró pensativa. No sabía qué pasaba por la mente de Sissy, pero sí sabía que era inútil discutir con ella. Si decía que iba a tener un hijo, un hijo tendría, y no había nada que hacer. John protestó:

—Pero ¡mire lo flaca que está! Este vientre no encierra una criatura, ¿lo ve?

—Puede ser que esté en la cabeza. Es lo suficientemente grande, como puedes ver —dijo Mary Rommely.

—Vamos. Eso es imposible.

—¿Quién eres tú para decirlo? —preguntó Sissy—. ¿Acaso la Virgen María no ha dado a luz sin acercarse siquiera a un hombre? Si ella lo ha logrado, pues más fácil me resultará a mí que estoy casada y tengo un hombre.

—¿Quién sabe? —dijo Mary Rommely, y volviéndose al acosado marido le habló dulcemente—: Hay muchas cosas que los hombres no entienden.

Instó al confundido marido a que lo olvidara todo, que disfrutara la exquisita comida que le iba a preparar y que luego se acostase y durmiese tranquilo.

El perplejo John pasó la noche acostado al lado de su mujer. No pudo dormir tranquilo. De vez en cuando se apoyaba en el codo para contemplarla. Le pasó la mano por el plano vientre varias veces. Ella durmió profundamente toda la noche. Cuando John salió por la mañana, Sissy le anunció que al regresar aquella tarde se encontraría con que ya era padre.

—Me doy por vencido —gritó el atribulado marido, y se fue a trabajar a la editorial.

Sissy fue a la carrera a casa de Lucia. La criatura había nacido una hora después de salir el padre de Lucia. Era una hermosa y sana niñita. Sissy estaba encantada. Dijo que Lucia tenía que amamantarla durante diez días para fortalecerla y que entonces se la llevaría. Salió a comprar un pastel y un pollo desplumado, la madre lo cocinó al estilo italiano. Sissy aceptó el riesgo de la legitimidad de una botella de chianti que compró al tendero italiano de la esquina. Fue una buena comida. La casa parecía estar de fiesta. Todo el mundo era feliz. El vientre de Lucia casi había vuelto a la normalidad. Ya no existía el monumento a su deshonra. Ahora todo quedaba como antes… o quedaría, cuando Sissy se llevase a la niñita.

Sissy lavaba a la criatura cada hora. Le cambiaba la camisita y la faja tres veces al día. Cada cinco minutos la mudaba aunque los pañales estuviesen secos. También se preocupó de embellecer a Lucia, lavándola y cepillándole el cabello hasta darle el lustre de la seda. Le parecía que todo cuanto hiciera por Lucia y su hijita era poco. A la hora que debía regresar el padre, era cuestión de largarse del lugar.

Como de costumbre, el padre se dirigió al cuarto de Lucia para llevarle la ración diaria. Encendió el gas y se encontró con una Lucia radiante y una criatura regordeta y sana, profundamente dormida a su lado. No volvía de su asombro. ¡Éste era el resultado de una dieta a pan y agua! Se asustó. ¡Era un milagro! Evidentemente, la Virgen María había intercedido por la joven madre. Él había oído de asombrosos milagros sucedidos en Italia. Quizá sería castigado por haber tratado de una forma tan despiadada a alguien de su propia sangre. Contrito, fue a buscarle un plato lleno de tallarines. Lucia los rechazó, diciendo que se había acostumbrado al pan y el agua. La madre apoyó a Lucia diciendo que el pan y el agua habían formado una criatura perfecta. El padre se convenció cada vez más de que se trataba de un milagro. Se volvió sumamente cariñoso con su hija, pero la familia se propuso castigarle. No le permitían ninguna demostración de afecto por su hija.

Cuando John llegó al anochecer, encontró a Sissy plácidamente en cama. En tono de chanza le preguntó:

—¿Has tenido hoy a tu hijo?

—Sí —contestó ella, con voz débil.

—Vamos. No bromees.

—Ha nacido esta mañana, una hora después de que te fueras.

—No puede ser.

—Te lo juro.

Miró alrededor del cuarto.

—¿Dónde está, entonces?

—En Coney Island, en una incubadora.

—¿En qué?

—Era sietemesina. Pesaba sólo kilo y medio. Por eso no se me notaba nada.

—¡Mientes!

—En cuanto me sienta con fuerzas te llevaré a Coney Island para que la veas a través de los cristales.

—¿Qué te propones? ¿Quieres que me vuelva loco?

—La traeré a casa dentro de diez días. En cuanto le hayan crecido las uñas de las manos. —Ésta fue una ocurrencia de último momento.

—¿Qué te pasa, Sissy? Maldición. Sabes perfectamente que esta mañana no has tenido un hijo.

—He tenido una hija. Pesaba kilo y medio. La llevaron a la incubadora para que no se muriese y dentro de diez días la tendré de vuelta.

—¡No lo entiendo! ¡Me doy por vencido! —gritó, y se fue a pillar una borrachera.

Sissy llevó la criatura a casa diez días después. Era grande y pesaba cuatro kilos y medio. John se resistió por última vez.

—Parece demasiado grande para tener diez días.

—Tú también eres muy grande, querido —murmuró ella. Vio la expresión de contento que se reflejó en su semblante. Le abrazó—. Ahora ya estoy bien… —le susurró al oído— si quieres dormir conmigo.

—Fíjate —comentó él luego—, se parece un poco a mí.

—Especialmente alrededor de las orejas —dijo Sissy, soñolienta.

Pocos meses después la familia italiana regresó a su patria. Estaban contentos de irse porque el Nuevo Mundo no les había dado más que tristeza, pobreza y vergüenza. Sissy jamás tuvo noticias de ellos.

Todo el mundo sabía que la criatura no era de Sissy —no podía ser suya—, pero ésta se aferró a la ficción y, como no había otra explicación, terminaron por aceptarla. Al fin y al cabo pasaban tantas cosas raras en el mundo… La bautizó con el nombre de Sarah, pero todos la llamaban la pequeña Sissy.

Katie fue la única a quien Sissy le contó el verdadero origen de la criatura. Tuvo que confesárselo al pedirle que escribiese los nombres para la partida de nacimiento. ¡Ah! Pero Francie también lo sabía. Algunas noches la despertaban las voces de Sissy y Katie, que hablaban sobre la niña en la cocina. Francie se prometió guardar siempre el secreto de Sissy.

Johnny era la persona que estaba al tanto (si se exceptúa la familia italiana). Katie se lo había contado. Francie los había oído hablar de ello por la noche cuando la creían dormida. Johnny se ponía de parte del marido de Sissy.

—Es una mala jugada, para él y para cualquier hombre. Alguien debería decírselo. Yo se lo diré.

—¡No! Es un hombre feliz. Deja que siga siéndolo.

—¿Feliz? ¿Habiéndole endosado el hijo de otro? Yo no lo veo así.

—Está loco por Sissy. Siempre teme que ella le deje, y si le dejase se moriría. Ya conoces a Sissy. Anduvo de un hombre a otro, de un marido a otro, tratando de tener una criatura. Se asentará y será mucho mejor esposa de lo que él se merece. ¿Quién es ese John, al fin y al cabo? —Calló un momento—. Ella será una buena madre. Esa criatura será todo su mundo y ya no necesitará correr detrás de los hombres. Así que es mejor que no te metas, Johnny.

—Vosotras, las Rommely, sois demasiado profundas para nosotros, los hombres —dijo fríamente Johnny. Se le ocurrió una idea—. Dime, tú no me has hecho eso, ¿verdad?

Como respuesta, Katie hizo levantar a los niños de la cama. En camisón, como estaban, los plantó frente a su marido.

—¡Míralos! —ordenó.

Johnny miró a su hijo. Era como si se mirase en un espejo donde se veía perfectamente, pero en miniatura. Miró a Francie. Allí estaba reproducida la cara de Katie (aunque más solemne), excepto los ojos, que eran los de Johnny. Siguiendo un súbito impulso, Francie cogió un plato y lo apretó contra su corazón como hacía Johnny con su sombrero cuando cantaba. Entonó una de sus canciones:

La llamaban la frívola Marí,

un poco rara, eso sí…

Tenía las mismas expresiones y hacía los mismos ademanes que Johnny.

—Vale, vale —susurró Johnny.

Besó a sus hijos y, diciéndoles que volvieran a la cama, les dio una suave palmada en el trasero. Cuando los niños se hubieron ido, Katie tomó a Johnny por la cabeza y le susurró algo al oído.

—No puede ser —contestó él, sorprendido.

—Sí, Johnny —dijo ella quietamente.

Johnny se puso el sombrero.

—¿Adónde vas, Johnny?

—Voy a salir.

—Por favor, Johnny, no vuelvas… —Se calló mirando hacia el dormitorio.

—No, Katie —le prometió, besándola con ternura, y salió.

Francie se despertó durante la noche, preguntándose qué la había despertado. ¡Ah! Su padre no había vuelto aún. Eso era. No podía conciliar el sueño tranquilo y profundo mientras su padre no regresara. Una vez despierta, empezó a pensar. Pensó en la criatura de Sissy. Pensó en el nacimiento. Sus pensamientos siguieron hasta el corolario del nacimiento: la muerte. No deseaba pensar en la muerte, en que todos nacían para morir. Mientras luchaba para ahuyentar esas ideas, se oyeron los pasos de Johnny que subía la escalera cantando a media voz. Se estremeció cuando oyó que venía cantando la última estrofa de «Molly Malone». Nunca cantaba esa estrofa. ¡Nunca! ¿Porqué…?

Murió de una fiebre;

nadie pudo salvarla,

y así es como perdí

a mi dulce Molly Malone…

Francie no se movió. Habían establecido que, cuando Johnny llegaba tarde, era Katie quien le abría la puerta. No quería que sus hijos interrumpiesen su sueño. Katie no le había oído, no se estaba levantando. Francie saltó de la cama. La canción había terminado antes de que ella llegase a la puerta. Cuando le abrió, Johnny esperaba tranquilamente con el sombrero en la mano. Tenía la mirada fija por encima de la cabeza de Francie.

—Has ganado, papá —dijo ella.

—¿Sí? —preguntó, y entró en el cuarto sin mirarla.

—Has terminado la canción.

—Sí, supongo que la he terminado.

Se sentó junto a la ventana.

—Papá…

—Apaga la luz y ve a acostarte.

Dejaban la luz encendida hasta que él regresaba. Ella apagó la luz.

—Papá, ¿estás…, enfermo?

—No. No estoy borracho —dijo claramente, desde las tinieblas.

Y Francie comprendió que decía la verdad. Se fue a su cama y hundió la cara en la almohada. Sin saber por qué, se puso a sollozar.

XXXV

Otra vez faltaba una semana para Navidad. Hacía poco que Francie había cumplido los catorce años. Neeley, según decía él, esperaba cumplir los trece en cualquier momento. Todo hacía creer que no sería una Navidad tan buena. Algo le pasaba a Johnny, no bebía últimamente. En otras ocasiones había dejado de beber, pero esto sólo ocurría cuando tenía trabajo. Ahora ni bebía ni trabajaba, y lo peor era que actuaba como si estuviera bebiendo.

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