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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (32 page)

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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Francie era mucho más afortunada que la mayoría de los chicos del barrio. Descubrió todo lo que hacía falta saber en el momento en que tenía que descubrirlo. Nunca necesitó apartarse con otras chiquillas de su edad para intercambiarse detalles pecaminosos. Nunca tuvo que aprender las cosas de manera distorsionada.

Pero, si un gran misterio envolvía los asuntos comunes de sexo, los delitos sexuales, en cambio, eran un libro abierto al alcance de todo el barrio. En los barrios más pobres y atestados de las grandes ciudades, los pervertidos son la gran pesadilla de los padres. Parece que haya uno en cada barrio. El año en que Francie cumplió catorce años, por Williamsburg también circulaba uno. Había estado molestando a las niñas durante mucho tiempo, y aunque la policía lo vigilara, no lograba atraparle. Unos de los motivos era que los padres de las víctimas no hablaban por miedo a que los padres de las otras niñas discriminaran a sus hijas y les impidieran que se relacionasen con sus amigas como hacían normalmente.

Sin embargo, un día mataron a una niña vecina de Francie, y nadie pudo ocultarlo. Tenía siete años, era una chiquilla tranquila, educada y obediente. Cuando vio que no regresaba de la escuela, su madre no se alarmó, pensó que se había entretenido en el camino a jugar con sus amigas. Después de la cena empezaron a buscarla, preguntaron a sus compañeras, pero nadie había vuelto a verla después de las clases.

Una oleada de pánico invadió el barrio entero. Las madres llamaron a sus hijos, que jugaban por la calle, y las puertas se cerraron. Llegó McShane, acompañado por una decena de hombres, y empezaron a registrar las azoteas y los sótanos.

Finalmente, su hermano de diecisiete años la encontró, su cuerpo sin vida se hallaba en el sótano de una casa vecina, tendido sobre un carrito de muñeca. Habían arrojado el vestido, la ropa interior, los zapatos y los calcetines rojos a un montoncito de ceniza. Interrogaron al hermano, confundido, empezó a balbucear y lo detuvieron. Pero McShane sabía muy bien lo que estaba haciendo. El arresto conseguiría tranquilizar al verdadero asesino y lo empujaría a actuar de nuevo, aunque esta vez la policía le estaría esperando.

Los padres entraron en acción, hablaron con sus hijos y, sin darle muchas vueltas al asunto, les contaron las cosas horribles que hacía el pervertido. A las niñas se les recomendó que no aceptaran caramelos de los desconocidos, y que no hablaran con extraños. Las madres adquirieron la costumbre de esperar en las puertas de sus casas a los niños que volvían de la escuela. Las calles estaban desiertas, como si el flautista de Hamelín hubiese hechizado a todos los niños para llevárselos a unas montañas muy lejanas. Todo el barrio estaba sumido en el terror. Johnny se preocupó tanto por Francie que se procuró una pistola.

Johnny tenía un amigo llamado Burt, que era vigilante nocturno en el banco de la esquina. Burt tenía cuarenta años y estaba casado con una mujer de veinte, se volvía loco de los celos. Sospechaba que su esposa se entretenía con un amante mientras él trabajaba en el banco. Estaba tan obsesionado que decidió que se quedaría más tranquilo si descubría que no se equivocaba. Prefería la evidencia de la traición al tormento de la sospecha. A medianoche pasaba por su casa, mientras Johnny se quedaba en el banco. Habían organizado un sistema de señas. Cuando el pobre Burt sufría un ataque de celos y quería volver a su casa, le decía al policía de turno que tocara tres veces al timbre de los Nolan. Si Johnny estaba en casa, saltaba de la cama como un bombero, se vestía a toda prisa y se precipitaba hacia el banco, como si se tratara de una cuestión de vida o muerte.

Mientras Burt se alejaba, Johnny se estiraba en el catre de su amigo y sentía la dura silueta de la pistola debajo de la fina almohada. Esperaba que alguien intentase atracar el banco, así él salvaría el dinero y se convertiría en un héroe. Pero las horas pasaban tranquilas. Y, además, resultó que la mujer de Burt era una santa: cada vez que él volvía a su casa la encontraba profundamente dormida y sola.

Cuando Johnny supo lo de la violación y el asesinato, fue a visitar a su amigo Burt. Le preguntó si tenía otra pistola.

—Claro, ¿por qué?

—Quiero que me la prestes.

—¿Y a qué viene eso?

—A lo de ese pervertido que ha matado a aquella vecinita nuestra.

—Ojalá lo pillen, Johnny. Ojalá pillen a ese hijo de puta.

—Yo también tengo una hija.

—Sí, sí, te entiendo, Johnny.

—Te ruego que me prestes tu pistola.

—Está prohibido por la Ley Sullivan.

—También hay una ley que te prohíbe alejarte del banco y dejarme a mí en tu sitio. ¿Cómo puedes estar tan seguro? Podría ser un ladrón.

—Oh, no, Johnny.

—Creo que si hemos violado una ley, también podemos violar otra, ¿no crees?

—Vale, vale. Te la presto. —Abrió un cajón y cogió un revólver—. Ahora te enseño cómo funciona, cuando quieres matar a un hombre, tienes que apuntar así —apuntó a Johnny— y luego apretar el gatillo.

—Entiendo. Déjame probar. —Johnny apuntó a su vez el arma contra Burt.

—Por supuesto —puntualizó Burt—, nunca le he disparado a nadie.

—Es la primera vez que cojo un arma —le dijo Johnny.

—Ten cuidado, pues está cargada —dijo tranquilamente el hombre.

Johnny se estremeció y dejó con cuidado el arma en la mesa.

—No lo sabía, Burt. Podríamos habernos matado.

—¡Dios! Tienes razón.

El vigilante sintió un escalofrío.

—Aprietas un poco con el dedo, y un hombre se muere.

—¿No estarás pensando en matarte, Johnny?

—No, dejaré que lo haga el alcohol.

Johnny lanzó una carcajada, pero se detuvo de golpe. Cuando le dio la pistola, Burt le dijo:

—Avísame si coges a ese bastardo.

—Lo haré sin falta —prometió Johnny.

—De acuerdo. Hasta pronto. —Hasta pronto, Burt.

Johnny reunió a su familia y les explicó lo de la pistola, recomendó a Francie y a Neeley que no la tocaran.

—Este pequeño cilindro encierra la muerte de cinco personas —dijo dramáticamente.

Francie pensó que la pistola se parecía a un dedo grotesco que hacía señas a la muerte para que se acercara corriendo. Se alegró cuando su padre la escondió debajo de su almohada.

Durante un mes nadie tocó la pistola, el barrio había vuelto a la normalidad, el pervertido parecía haberse marchado. Las madres empezaron a relajarse, pero unas pocas, entre ellas Katie, seguían vigilando desde las puertas de sus casas el regreso de sus hijos. Era costumbre del asesino esperar a sus víctimas en los umbrales oscuros, y Katie pensó que tener cuidado no le costaba nada.

Cuando la mayoría de los vecinos volvió a sentirse segura, el pervertido actuó de nuevo.

Una tarde, mientras estaba limpiando el patio de una casa al lado de la suya, Katie empezó a oír ruido de niños por las calles y supo que las clases habían terminado. Contempló la posibilidad de volver a casa y esperar a Francie en la puerta, como acostumbraba hacer desde el homicidio. Su hija había cumplido catorce años y ya era bastante mayor para cuidarse sola. Además, el asesino atacaba a niñas de seis o siete años, e incluso podían haberle arrestado en otro barrio. Pero… dudó y decidió volver a casa. Igualmente necesitaba coger una nueva pastilla de jabón.

Salió a la calle y cuando no vio a Francie entre el grupo de chicos que se acercaban, empezó a preocuparse. Luego recordó que su hija regresaba más tarde que los otros niños. Cuando llegó al piso, Katie decidió calentarse una buena taza de café, mientras tanto Francie volvería a casa y ella se quedaría tranquila. Entró en su dormitorio y comprobó que la pistola estuviese en su sitio. Allí estaba, y se sintió estúpida por haber dudado. Se tomó el café, cogió un nuevo trozo de jabón y se preparó para volver a su trabajo.

Francie regresó a la hora habitual. Abrió el portal, vio que en el vestíbulo no había nadie y cerró. Estaba muy oscuro. Fue hacia la escalera. Cuando apoyó el pie en el primer escalón, lo vio.

Lo vio asomarse por el pequeño hueco que conducía al sótano. El hombre se acercó silenciosa y rápidamente. Era delgado y bajito, llevaba un traje oscuro, sin cuello ni corbata. El pelo largo le caía sobre la frente, hasta la altura de las cejas. La nariz recordaba el pico de un pájaro y la boca parecía una fisura sutil. Aun en la oscuridad, Francie veía sus ojos húmedos. Ella dio otro paso, pero cuando volvió a mirarle, las piernas se le convirtieron en cemento. Le era imposible moverse para subir las escaleras. Buscó la barandilla a tientas con las manos, y se agarró con fuerza a ella. Lo que la había hipnotizado hasta impedirle moverse era la imagen del hombre que avanzaba con la bragueta desabrochada. Petrificada por el horror, Francie no podía dejar de mirar aquella parte de su cuerpo que asomaba por ahí: una especie de gusano blanco que contrastaba con la oscuridad de su cara y sus manos. Francie sintió la misma sensación de náusea que había tenido al ver unos gusanos que carcomían las carnes de una rata en descomposición. Intentó gritar, llamar a su madre, pero tenía la garganta cerrada, no emitía ningún sonido. Le parecía estar viviendo una pesadilla. No conseguía moverse, las manos le dolían de tanto aferrarse a la barandilla. Llegó a preguntarse por qué no se rompían. Mientras tanto, el hombre se había acercado aún más y ella no podía echar a correr, no podía. «Dios —empezó a rezar—, haz que llegue un vecino».

En ese momento, Katie iba bajando tranquilamente la escalera con el trozo de jabón en la mano. Cuando llegó al último tramo, vio al hombre que se acercaba a Francie y se percató de que su hija estaba inmovilizada. No hizo ni un ruido, ninguno de los dos la vio. Echó a correr escaleras arriba, abrió la puerta de su casa sin dudar, dejó el jabón en el lavabo, cogió el arma, quitó el seguro y la escondió debajo de su delantal. Estaba temblando. Apretó la pistola con las manos, siempre debajo del delantal, y corrió hacia abajo.

Mientras tanto, el asesino, ágil como un gato, había alcanzado a Francie, la había cogido por el cuello y le había tapado la boca con una mano para impedir que gritara. Con la otra mano la empujaba hacia sí. Luego resbaló y la parte desnuda de su cuerpo tocó la pierna de Francie, que se agitó como si la hubiesen quemado. La chica, que ya había salido de su parálisis, se debatía como una obsesa, y el hombre reaccionó apretándola aún más e intentando despegarle los dedos de la barandilla uno a uno. Consiguió liberar una mano, se la torció y la mantuvo bien apretada, luego empezó con la otra.

Se oyó un ruido. Francie miró hacia arriba y vio a su madre. Katie corría a más no poder, con ambas manos debajo del delantal. El hombre también la vio, pero no podía saber que iba armada. Soltó de golpe a Francie, retrocedió hacia el sótano y clavó sus ojos húmedos en Katie. Francie se quedó quieta, aferrada a la barandilla, sin poder abrir la mano. El hombre bajó los dos escalones, se apoyó en la pared y empezó a deslizarse hacia la puerta del sótano. Katie se detuvo, se arrodilló, introdujo la parte abultada de su delantal entre dos barrotes de la barandilla, apuntó a lo que asomaba por la bragueta y apretó el gatillo.

Hubo una gran explosión y un fuerte olor a tela quemada, mientras se abría un agujero en el delantal de Katie. Los labios del hombre se entreabrieron, enseñando una hilera de dientes podridos y rotos. Se llevó las dos manos al vientre y cayó al suelo. Al caer abrió los brazos, y esa parte tan blanca de su cuerpo se cubrió de sangre. El vestíbulo estaba lleno de humo, se oyeron gritos de mujeres, ruido de puertas que se abrían de golpe, pasos de vecinos que corrían por los pasillos. Los transeúntes que habían oído la detonación se agolparon fuera del portal. En pocos instantes el vestíbulo se llenó tanto que no se podía ni entrar ni salir.

Katie trató de llevarse a su hija a casa, pero la mano de la niña parecía haberse congelado. No podía abrir los dedos. Desesperada, Katie le dio un golpecito en la mano con la pistola, y por fin logró despegarla de la barandilla. La empujó escaleras arriba, mientras los vecinos abrían las puertas y preguntaban:

—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha ocurrido?

—Ya ha pasado todo. Ya ha pasado —respondía Katie.

Francie tropezaba, se caía de rodillas, se tambaleaba, y su madre se vio obligada a llevarla en brazos hasta la puerta de casa. Luego hizo que se estirara en el sofá, cerró la puerta con llave y apoyó la pistola junto al jabón. Percibió el calor del cañón y se asustó. En su vida había usado un arma, temió que la pistola pudiese disparar sola. Abrió la tapa del fregadero y tiró la pistola y el jabón dentro. Luego volvió al lado de su hija.

—¿Te ha hecho daño, Francie?

—No, mamá —susurró ella—, él sólo… o sea, su… me ha tocado una pierna.

—¿Dónde?

Francie le indicó un punto de la pierna, justo encima de los calcetines. La piel era blanca e intacta, y Francie la miró sorprendida. Creía que su piel habría desaparecido en aquel punto.

—No tienes nada —le dijo su madre.

—Pero todavía noto dónde me ha tocado —murmuró Francie, y luego gritó—: ¡Quiero que me corten la pierna!

Los vecinos se agolparon delante de su puerta y preguntaron qué había pasado. Katie les ignoró y mantuvo la puerta bien cerrada. Le hizo tomar a su hija una buena taza de café hirviendo, luego empezó a caminar inquieta por la habitación. Estaba temblando, no sabía qué hacer.

Neeley estaba jugando por la calle cuando se oyó el disparo, viendo a toda aquella gente ante el portal de su casa también se acercó. Subió las escaleras y, al mirar hacia abajo, vio al hombre, retorcido en el suelo. Algunas mujeres le daban patadas, otras le arrancaban la ropa a pedazos y le escupían encima. Todos lo insultaban. Neeley oyó que alguien pronunciaba el nombre de su hermana.

—¿Francie Nolan?

—Sí, Francie Nolan.

—¿Está usted segura?

—Sí, la he visto.

—Su madre ha llegado y…

—¡Francie Nolan!

Oyó la sirena de una ambulancia. Pensó que habían matado a su hermana, subió las escaleras corriendo y sollozando. Empezó a golpear la puerta, gritando:

—¡Mamá, déjame entrar! ¡Déjame entrar, mamá!

Cuando Katie le abrió la puerta y el chico vio a su hermana tendida en el sofá, sollozó aún más fuerte. Francie también empezó a llorar.

—¡Basta! ¡Basta! —gritó Katie.

Luego cogió a Neeley por un brazo y le dio una buena sacudida, hasta que el chico se calló. Entonces le dijo:

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