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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

Un árbol crece en Brooklyn (4 page)

Tomó la tarjeta, la selló y la introdujo en una ranura que había en el escritorio. Selló la tarjeta de Francie y se la entregó, pero ésta siguió esperando.

—¿Y bien? —preguntó la bibliotecaria, sin tomarse la molestia de mirarla.

—¿Podría usted recomendarme un libro adecuado para una niña?

—¿De qué edad?

—De once años.

Todas las semanas Francie hacía la misma solicitud y cada vez la señorita formulaba esa misma pregunta. Un nombre escrito en una tarjeta no significaba nada para ella, y como nunca había mirado la cara de la chiquilla, no conocía a la pequeña que solicitaba un libro al día y dos el sábado. Cómo le habría gustado a Francie una sonrisa, un comentario amistoso. ¡La habrían hecho tan feliz! Pero la bibliotecaria tenía otras preocupaciones, y además odiaba a los niños.

Francie tembló de curiosidad mientras la mujer estiraba el brazo debajo del escritorio. Fue leyendo el título a medida que el libro aparecía lentamente: Si yo fuera rey, de McCarthy. ¡Maravilloso! La semana anterior le había tocado Beverly de Grautark, y el mismo dos semanas atrás. El libro de McCarthy se lo había llevado sólo dos veces. La bibliotecaria recomendaba siempre esos dos libros; quizá eran los únicos que conocía, o figuraban en alguna lista de libros recomendables, o bien los consideraba apropiados para una niña de once años.

Francie cerró el libro y se apresuró a regresar a casa resistiendo la tentación de sentarse en el primer umbral para empezar la lectura.

Por fin llegó. Era el momento codiciado durante toda la semana, la hora de la escalera de incendios, su refugio; se instaló con una manta y una almohada, que sujetó contra los barrotes. Afortunadamente, encontró hielo en la nevera; rompió un pedazo y lo puso en un vaso de agua. Echó los caramelos comprados aquella mañana en un bol rajado, de un bonito color azul. Colocó el bol, el vaso de agua y el libro en el antepecho de la ventana y trepó por la escalera. Estar allí fuera era como vivir en un árbol; nadie de arriba, ni de abajo, ni de enfrente podía verla; en cambio, ella lo veía todo a través de las hojas.

Era una tarde radiante; corría una brisa templada que traía olor a mar. Las hojas del árbol proyectaban arabescos sobre la almohada blanca. Por suerte el patio estaba desierto. Por lo general lo ocupaba un chiquillo barullero. Era el hijo del tendero que alquilaba la tienda de la planta baja. El niño jugaba invariablemente al sepulturero. Cavaba tumbas minúsculas, luego enterraba en ellas orugas vivas que llevaba en cajas de fósforos. Sobre los montículos de tierra colocaba una lápida de guijarros, y lo acompañaba todo con sollozos y suspiros. Ese día el fúnebre niño había ido de visita a casa de una tía en Bensonhurst. Saber que no estaba era tan agradable como recibir un regalo de cumpleaños.

Mientras leía, Francie aspiraba el aire tibio, observaba las sombras movedizas de las hojas, se comía los caramelos y bebía sorbos de agua helada.

Si yo fuera rey, amor,

¡ah! si yo fuera rey…

La historia de François Villon le resultaba más asombrosa cada vez que la leía. A veces llegaba hasta a inquietarse pensando que si el libro se extraviara ya no podría leerlo nunca más. Deseaba tanto poseer un libro, que incluso se le ocurrió comprar una libreta de dos centavos y copiarlo. Pero las hojas escritas a lápiz no se parecían ni emanaban el olor de los libros de la biblioteca, y desistió de su propósito, se consoló proponiéndose que cuando fuera mayor trabajaría duramente para ahorrar y poder comprar todos los libros que quisiera.

Mientras leía en paz con el mundo, y tan feliz como sólo puede sentirse una niñita que tiene un buen libro y un bol lleno de caramelos y que además está sola en su casa, las hojas del árbol del cielo formaban sombras extrañas y la tarde declinaba. A eso de las cuatro empezó el bullicio en los pisos de enfrente. Escondida entre el follaje, veía a través de las ventanas sin visillos de los vecinos cómo algunos se precipitaban a la calle con jarras vacías y volvían con ellas rebosantes de espumosa y helada cerveza. Veía el tráfago de chicos que ora entraban, ora salían corriendo al almacén, a la carnicería, a la panadería. Veía mujeres que regresaban a sus casas cargando voluminosos paquetes con los trajes domingueros de sus maridos; el sábado reaparecían en casa y el lunes volvían a la casa de empeños por otra semana. El tío Timmy ganaba diez centavos de interés semanal y el traje se beneficiaba porque lo cepillaban y colgaban protegido contra la polilla. Empeñado el lunes y rescatado el sábado: de esta suerte deambulaba.

Desde allí veía también a las jovenzuelas atareadas en sus preparativos para salir con sus pretendientes. Como no había cuarto de baño en ningún piso, iban en enaguas y se aseaban en el fregadero de la cocina; para enjabonarse las axilas extendían el brazo sobre la cabeza formando una curva armoniosa. Eran tantas las chicas y tantas las ventanas, que aquello parecía un rito silencioso, un mudo canto a la esperanza.

Interrumpió su lectura cuando el caballo y el carro de Fraber entraron en el patio contiguo. Observar aquel hermoso animal era casi tan interesante como leer. El patio vecino estaba empedrado y tenía una elegante cuadra al fondo. Un gran portón de hierro forjado lo separaba de la calle. En un estrecho parterre que bordeaba el empedrado crecían un hermoso rosal y una hilera de llamativos geranios rojos. La cuadra era la construcción más linda del barrio y el patio el más bonito de Williamsburg.

Francie oyó el golpe seco del cerrojo. Primero apareció el caballo, un alazán de lustroso pelaje y cola y crines negras. Arrastraba un carrito rojo que lucía en ambos lados, en letras doradas, la leyenda: «Doctor Fraber, dentista» y su dirección. Este vehículo tan bien adornado no cargaba ni repartía nada; simplemente paseaba su anuncio por el barrio durante todo el día. Era un cartel rodante.

Frank, un simpático muchacho de mejillas rosadas —como los jóvenes encantadores de las canciones para niños—, sacaba el carro todas las mañanas y lo traía de vuelta todas las tardes. Llevaba una existencia placentera y todas las chicas coqueteaban con él. Su única tarea consistía en guiar el carro por las calles para que los transeúntes leyesen el nombre y la dirección del cartel. Quien necesitara curarse o quitarse una muela se acordaría del anuncio y acudiría a la consulta del doctor Fraber.

Frank se quitó con calma la chaqueta y se puso el delantal de cuero, mientras Bob, el caballo, piafaba pacientemente. Después de liberarlo de las guarniciones y guardarlas en la cuadra, lavó a Bob con una gran esponja amarilla; el caballo disfrutaba. Mientras los rayos de sol jugaban sobre sus ancas, hacía brotar con su piafar una y otra chispa del empedrado. Solícito, Frank echaba agua sobre el lomo del animal y después lo secaba, al tiempo que le decía palabras afectuosas.

—¡Quieto, Bob! Buen chico, ahora más atrás. ¡Vamos!

Bob no era el único caballo en la vida de Francie. Tío Willie Flittman, el marido de tía Evy, manejaba un carro de lechero y su caballo se llamaba Drummer. Willie y Drummer no eran amigos como Frank y Bob. Tanto Willie como Drummer acechaban mutuamente la oportunidad para hacerse daño. Willie no paraba de maldecir a Drummer. Oyendo al tío se hubiera creído que el animal se pasaba la noche despierto, inventando fechorías para molestar a su conductor.

A Francie le gustaba imaginar a las personas trocadas en los animales que poseían y viceversa. En Brooklyn la gente solía tener perritos falderos. Las mujeres que poseían un caniche generalmente eran bajas y rollizas, blancas, sucias y con ojos legañosos, exactamente como sus animalitos. La señorita Tynmore, la solterona menuda y chillona que daba lecciones de piano a mamá, se asemejaba al canario que tenía en una jaula colgada en la cocina. Si Frank se convirtiera en caballo, sería como Bob. Francie nunca había visto a Drummer, pero se lo imaginaba pequeño, flaco, con ojos inquietos, en los que resaltaría el blanco de la córnea; sería gruñón como el tío.

Dejó de pensar en el marido de tía Evy.

Afuera, en la calle, una decena de chicos observaba cómo lavaban al único caballo del barrio. Francie no podía verlos, pero los oía conversar; inventaban chismes terribles sobre el pobre animal.

—Parece tranquilo y quieto —dijo un chico—, pero no hay que confiar: está esperando a que Frank no lo mire para morderle y matarle de una coz.

—Sí —dijo otro—, ayer lo vi atropellar a un niñito.

—Yo lo vi mear encima de una señora que vendía manzanas sentada en el borde de la acera. También encima de las manzanas —agregó como si realmente lo recordase.

—Le ponen anteojeras para que no vea lo diminuta que es la gente; si lo supiera nos mataría a todos.

—¿Las anteojeras le hacen creer que las personas son grandes?

—Como elefantes.

—¡Caramba!

Cada uno sabía que estaba mintiendo, pero creía lo que los otros decían. Por fin se cansaron de mirar al bueno de Bob, que permanecía quieto. Uno cogió una piedra y se la arrojó. La piel del animal se crispó donde había recibido el golpe; los chicos esperaron temblando una reacción alocada del caballo. Frank los miró y les habló con su suave acento de Brooklyn:

—No hagáis eso, el caballo no os ha hecho nada.

—¿Ah, no? —gritó uno de los chicos, indignado.

—No.

—¡Oh, vete a…! —exclamó el menor de los chicos, como golpe de gracia.

Frank siguió hablándole con suavidad, mientras echaba un chorro de agua sobre las ancas del animal.

—Marchaos, muchachos… ¿O tendré que romper un par de crismas?

—¿Tú y quién más?

—Os lo voy a demostrar.

Frank se agachó, agarró una piedra del suelo e hizo amago de arrojársela. Los pilludos se dispersaron profiriendo insultos a gritos.

—Este es un país libre.

—¡Ja, ja! La calle no es tuya.

—Le voy a contar esto a mi tío, el policía.

—¡Basta! Marchaos, muchachos —agregó Frank con indiferencia, y restituyó cuidadosamente la piedra a su sitio.

Los más mayores se retiraron aburridos de la jugarreta, pero los pequeños volvieron. Querían ver cómo Frank le daba avena a Bob.

Frank terminó de lavar el caballo, lo llevó debajo de un árbol para que le diese sombra en la cabeza y le colgó el morral lleno; luego empezó a limpiar el carro silbando la canción «Déjame llamarte amada», y como si eso fuese una señal asomó por una ventana la cabeza de Flossie Gaddis, que vivía debajo de los Nolan.

—Hola —llamó alegremente.

Frank sabía quién llamaba. Dejó pasar un buen rato y luego contestó, sin levantar la vista:

—Hola.

Entonces se fue a lavar el otro lado del carro, donde Flossie no podía verle, pero sí hacerle llegar su persistente voz.

—¿Has terminado ya tu tarea?

—Casi he terminado.

—Me imagino que al ser hoy sábado saldrás esta noche.

No hubo respuesta.

—No me irás a decir que un joven tan guapo como tú no sale con ninguna chica.

Nadie contestó.

—Esta noche hay juerga en el Shamrock Club.

—¡Ah! ¿Sí? —preguntó él, haciéndose el desentendido.

—Tengo entradas para dos.

—Lo siento, pero tengo un compromiso.

—¿Quedarte en casa acompañando a tu madre?

—Tal vez.

—Oh, vete al diablo —dijo ella, y dio un ventanazo.

Frank suspiró aliviado.

Francie lo sentía mucho por Flossie. La pobre no perdía la esperanza a pesar de que Frank seguía rechazándola. Siempre iba detrás de los chicos, pero ninguno se fijaba en ella. También la tía Sissy lo hacía, pero ellos a veces la alcanzaban a mitad del camino. Había una diferencia notable entre ellas: Flossie Gaddis se moría por tener un chico, mientras que para Sissy los hombres sólo eran un capricho saludable.

III

Johnny llegó a las cinco. A esa hora el carro y el caballo estaban ya encerrados en la cuadra. Francie había terminado de leer el libro. Se había comido los caramelos. El sol iba desapareciendo. Se quedó un rato disfrutando del calorcito de la almohada sobre su mejilla. Papá entró cantando su canción favorita, «Molly Malone». Siempre la cantaba al subir la escalera, para que todos se enteraran de su regreso.

En Dublín, ciudad encantada,

las muchachas son tan bellas…

Allí fue donde conocí…

Francie abrió la puerta sonriente y feliz, antes de que él pudiera entonar el verso siguiente.

—¿Dónde está tu madre? —preguntó él.

Todos los días decía lo mismo al entrar.

—Ha ido al cine con tía Sissy.

—¡Oh! —exclamó contrariado, como siempre que Katie no estaba en casa—. Esta noche trabajo en el restaurante de Klommer. Hay una gran boda.

Alisó el chambergo con la manga antes de colgarlo.

—¿Para servir o para cantar?

—Servir y cantar. ¿Tengo un delantal limpio, Francie?

—Hay uno limpio, pero sin planchar; te lo plancharé enseguida.

Instaló la tabla entre dos sillas y puso la plancha a calentar. Sacó un cuadrado de tela de hilo, todo arrugado, con cintas para atarlo, y lo roció con agua. Mientras esperaba la plancha, calentó el café y le sirvió una taza a su padre. Johnny se lo tomó con la tortita que le habían guardado. Estaba muy contento. Tenía trabajo para esa noche, y además era un día hermoso.

—Un día como el de hoy es un regalo —dijo.

—Sí, papá.

—¡Qué cosa más buena es el café! ¿Verdad? ¿Qué haría la gente antes de que se inventara?

—A mí me gusta el aroma.

—¿Dónde has comprado las tortitas?

—En la tienda de Winkler, ¿por qué?

—Cada día las hacen más ricas.

—También hay una rebanada de pan de centeno, si quieres.

—Espléndido. —Miró la rebanada de un lado y del otro hasta que encontró la etiqueta del Sindicato de Panaderos.

—Buen pan, bien elaborado por el Sindicato de Panaderos. —Quitó la etiqueta. Se le ocurrió una idea—: Ah, la etiqueta del sindicato en el delantal.

—Aquí está, cosida en la costura; la voy a planchar.

—Esta etiqueta es como un adorno —explicó—, como si se llevara una rosa. Mira mi botón del Sindicato de Camareros.

Tenía el botón verde y blanco prendido en la solapa. Lo limpió con la manga.

—Antes de pertenecer al sindicato, los patronos me pagaban lo que se les antojaba y a veces ni me pagaban; decían que con las propinas me bastaba. Hasta llegaron a cobrarme por el privilegio de trabajar. «Se sacan buenas propinas», decían. Por eso cobraban a los camareros por trabajar. Cuando me afilié al sindicato todo cambió. Por más que tu madre se queje de las cuotas, allí me consiguen trabajo con patrones que están obligados a pagar un sueldo fijo sin tener en cuenta las propinas. Todos los trabajadores deberían afiliarse.

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