—Seré breve —aseguró José Antonio Nunez—. Estoy dispuesto a liberada del negocio que usted regenta. Además, pagaría a las mujeres, tal y como proponía el padre Leopoldo. Lo verdaderamente valioso para mí es el edificio. Después de tantos años como hombre de negocios, ahora trato de devolver parte de lo que he recibido. Si usted me vende la casa, la convertiré en un hogar para niños.
—¿Para niños negros?
—Sí.
—¿En pleno corazón de los barrios de diversión de los blancos?
—Ésa es mi intención, precisamente. Crear un recordatorio de cuántos huérfanos negros deambulan por ahí como hojas al viento.
—Pero el gobernador no lo aceptará nunca, ¿no cree?
—Es amigo mío. Y sabe que depende de mí para conservar la posición de la que ahora disfruta. Muchos de los blancos que viven en esta ciudad siguen mis consejos…
Hanna meneó la cabeza. No sabía qué creer. ¿Quién era aquel hombre que antes dormitaba en el banco y que ahora, de repente, pretendía comprarle el burdel?
—No estoy segura de querer vender —admitió Hanna—. No tengo nada decidido.
—Mantendré la oferta hasta mañana y quizás un tiempo más. Sé que tiene contratado al letrado Andrade. Dígale que se ponga en contacto conmigo.
—Ni siquiera sé dónde vive usted.
—Él sí lo sabe —respondió sonriente José Antonio Nunez.
—Necesito tiempo para pensarlo. Dentro de una semana nos veremos aquí. A la misma hora.
Le hizo una profunda reverencia.
—Aquí estaré. Pero una semana es demasiado. Digamos tres días.
—Es que ni siquiera sé quién es usted —repitió.
—Seguro que podrá averiguarlo.
Hanna salió de la catedral. Una vez más necesitaba consejo, y sabía que había una persona a la que podía acudir. No sólo para preguntarle por José Antonio Nunez, sino también por lo que le había dicho el padre Leopoldo.
Aquella misma tarde, fue a la granja de Pedro Pimenta, donde los perros ladraban y los cocodrilos sacudían el agua con la cola antes de desaparecer en las aguas turbias de los estanques.
Cuando salió del coche y se extinguió el sonido del motor, oyó el ruido de cristales rotos en el interior de la casa. El porche estaba vacío.
Hanna miró a su alrededor. Todo parecía extrañamente desierto. Entonces apareció una mujer blanca corriendo y cubriéndose la cara con las manos. Detrás de ella apareció una niña que, gritando, trataba de dar alcance a la mujer que huía.
Ambas desaparecieron pendiente abajo, hacia los estanques de los cocodrilos. Y luego, de nuevo el silencio.
Por la puerta salió un niño tan sólo unos años mayor que la pequeña. Hanna no los había visto nunca, ni a él, ni a la niña ni a la mujer que lloraba.
El niño, de unos dieciséis años, se detuvo en el umbral. Y parecía contener la respiración.
«Es como yo», pensó Hanna. «En él me veo a mí misma: ahí, junto a la puerta, hay un niño que no entiende nada de lo que ocurre a su alrededor».
La imagen que Hanna contemplaba se transformó en un cuadro enmarcado por unos rayos de sol. El rostro del muchacho parecía estar derritiéndose en el umbral. Los perros callaban en las jaulas. Observaban el espectáculo jadeantes, con la lengua colgando.
«Por fin está todo en calma», pensó Hanna. «Generalmente, en esta ciudad tan rara nunca se oye el silencio. Siempre hay alguien hablando, llamando, gritando o riendo. Ni siquiera por la noche descansa por completo la ciudad.
»Pero ahora, en estos momentos: este silencio». El niño seguía inmóvil, como encerrado en el centro del cuadro. Hanna estaba a punto de acercarse a la escalera que conducía al porche cuando Pedro Pimenta apareció en la entrada. Se detuvo junto al muchacho, que lo miraba. Pimenta llevaba en la mano un pañuelo ensangrentado. Tenía en la frente una herida que todavía le sangraba. «No puede ser un disparo», acertó a pensar Hanna. «Un tiro en la frente lo habría matado». Luego recordó el cristal roto y supuso que la mujer a la que vio correr llorando le habría arrojado algo.
Pimenta bajó la vista hacia el pañuelo manchado de sangre y entonces vio a Hanna, que tenía la sombrilla abierta. Parecía cansado, sin la amabilidad habitual, sin energía para recibir a las visitas con su entusiasmo acogedor. En lugar de invitarla a subir al porche, bajó hasta donde se encontraba ella. La herida de la frente era un tajo profundo que comenzaba justo encima de la ceja y continuaba hacia el nacimiento del pelo cano.
—¿Has visto adónde han ido? —preguntó.
—Si te refieres a la mujer y a la niña, iban corriendo hacia los estanques de los cocodrilos.
Hizo una mueca y meneó la cabeza preocupado.
—Tengo que encontrarlas —afirmó—. Siéntate en el porche y espera hasta que yo regrese. Te lo explicaré todo.
—¿Dónde está tu mujer? ¿Quién es el muchacho?
Pimenta no respondió. Dejó caer el pañuelo lleno de sangre y se apresuró pendiente abajo, en dirección a los estanques.
Hanna se sentó en el porche. El muchacho seguía en el umbral. Le hizo una señal de asentimiento, pero él no reaccionó. Aún reinaba el silencio a su alrededor. Hanna se levantó y entró en la casa. Había fragmentos de cristales en el suelo de la sala de estar, que estaba cubierto de pieles de león y de cebra. De una de las paredes colgaba una cabeza de kudú con la larga cornamenta retorcida. Hanna trató de imaginar lo que había ocurrido. Mientras no supiera quiénes eran la mujer y los dos niños no podía adivinar el curso de los acontecimientos. Los cristales lanzaban destellos traicioneros que arrojaban perlas sobre las pieles de los animales.
Entró en la cocina, donde halló reunido a todo el servicio. Estaban asustados, muy juntos, como protegiéndose mutuamente. Hanna pensó en preguntarles qué había sucedido, pero cambió de idea. Isabel, la mujer de Pimenta, y los niños debían de encontrarse allí. Recorrió la planta baja y luego subió al piso de arriba. La encontró junto a sus hijos en el gran dormitorio que compartía con Pimenta. Estaban sentados en la cama, abrazados.
—No es mi intención molestar —dijo Hanna—. Pero al oír el ruido de cristales rotos y al ver a Pedro con la frente llena de sangre me he preocupado.
Isabel la miraba sin responder. Al contrario del personal de servicio, ella no estaba asustada, Hanna se percató de ello enseguida.
Isabel estaba furiosa, con una rabia que Hanna no había advertido en ella con anterioridad.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
—Será mejor que te vayas —respondió Isabel—. No quiero que estés aquí cuando ocurra lo que necesariamente debe ocurrir.
—¿Y qué ocurrirá?
—Que voy a matarlo.
Los niños no parecían sorprendidos. Lo que sólo podía significar una cosa, pensó Hanna: que ya la habían oído decir aquello en otras ocasiones.
Hanna se sentó despacio al lado de Isabel y la cogió de la mano.
—No sé lo que está pasando. ¿Cómo puedes decirme, en presencia de tus hijos, que vas a matar a tu marido?
—Porque es lo que pienso hacer.
—Pero ¿por qué?
Isabel se volvió hacia ella. Hanna se dio cuenta de que a Isabel le resultaba incomprensible que no lo entendiera. «¿Qué es lo que se me escapa?», se preguntó. «Me encuentro en medio de un drama que no comprendo».
Isabel se levantó de repente, se alisó la falda, como si, con aquel movimiento de las manos, hiciese acopio de fuerzas. Los niños no apartaban la vista de ella. Isabel se agachó ante ellos.
—Quedaos aquí —dijo—. Volveré. No os ocurrirá nada.
Dicho esto, agarró a Hanna del brazo y ambas salieron de la habitación.
—¿Y ahora qué? —quiso saber Hanna.
—Eso ya me lo has preguntado. No sé lo que va a pasar. Si quieres, puedes irte. De lo contrario, puedes quedarte. Haz lo que quieras.
Bajaron la escalera. El muchacho seguía en el umbral. Isabel pasó ante él sin mirarlo siquiera. «No le gusta ese muchacho», pensó Hanna. Una mujer adulta que rechaza abiertamente a un niño. Una sospecha, aún imprecisa pero que la condujo a intuir cierto contexto, empezó a crecer en su conciencia.
Isabel se desplomó en el sofá del porche. Hanna acercó una silla de mimbre que había contra la pared y se sentó discretamente. El muchacho no se movía. Hanna pensó que, en ese momento, ella también figuraba en el cuadro que había visto hacía unos minutos. Había dejado de ser una espectadora.
Pedro Pimenta apareció por la pendiente. Detrás de él caminaba la mujer blanca, que había dejado de llorar. Llevaba a la niña bien agarrada de la mano. La pequeña caminaba en silencio. Hanna no pudo oír lo que la mujer le decía a Pedro, pero éste se detuvo de pronto y empezó a gesticular con las manos. Se diría que lo que pretendía era que la mujer cogiera a la niña y se marchara de allí. Pedro Pimenta continuó caminando hacia el porche, empezó a correr, con la mujer pisándole los talones. Cuando llegaron al porche, la mujer estalló:
—Te creí —le gritó—. He guardado todas tus cartas, tus declaraciones de amor. Te rogaba que me permitieras venir con los niños. No soporto seguir esperando en Coimbra. Pero siempre me respondías lo mismo, que era muy peligroso. Una carta tras otra, siempre la misma excusa. —La mujer sacó un papel arrugado del bolsillo y empezó a leer en voz alta—: «En Lourenço Marques, los leopardos y las manadas de leones deambulan acechantes por las noches. Y a la mañana siguiente siempre hay algún blanco, alguna mujer o algún niño, que aparece devorado por las fieras. Las serpientes venenosas se cuelan en las casas. Esto es aún demasiado peligroso para que vengáis». ¿Era eso lo que me escribías o no?
—Te decía la verdad.
—Pero ¡si aquí no hay animales salvajes por las calles! Me mentiste.
—Hace unos años era así.
—Ninguna de las personas con las que he hablado ha visto aquí un león en los últimos treinta años. Mentías en las cartas para impedir que viniéramos. El amor del que hablabas era inexistente.
La mujer, presa de la rabia más pura, tenía acorralado a Pedro Pimenta contra la pared del porche. La niña estaba junto a su hermano, en el umbral de la puerta. Isabel seguía erguida en el sillón, observando lo que sucedía. Hanna pensó que debería marcharse de allí, pero algo que no era sólo curiosidad la retenía.
La mujer se volvió de pronto hacia el otro lado del largo porche. Allí estaban Joanna y Rogerio, que habían aparecido silenciosos, como su madre.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó a gritos la mujer de Coimbra.
—¿No podríamos sentarnos y hablar de esto tranquilamente, de forma pacífica? —suplicó Pedro.
Pero la mujer seguía acorralándolo contra la pared.
—Son mis hijos —declaró Isabel poniéndose de pie—. Son hijos míos y de Pedro. Y ahora me gustaría saber quién eres tú para conducirte así con mi marido.
—¿Tu marido? ¿Tu marido? ¡Yo estoy casada con él! ¡Estoy casada con él desde hace cerca de veinte años! ¿Quién es ésta? ¿Una puta negra que te has agenciado?
Isabel le plantó una bofetada, que la mujer le devolvió en el acto. Pedro se interpuso entre las dos rogándoles que se calmaran. Isabel se sentó, pero la otra mujer empezó a golpear a Pedro.
—Aunque sea por una vez, ¿no puedes decir la verdad? ¿Qué hace esta mujer aquí? ¿Quiénes son estos niños?
—Teresa, deja que volvamos a respirar con serenidad. Luego podremos hablar, todo tiene una explicación.
—Estoy tranquila, es sólo que guardo en la cabeza todas aquellas cartas en las que me mentías y me rogabas que permaneciese en Coimbra.
—Siempre por miedo a que os ocurriera algo.
—¿Quién es esta mujer?
Pedro intentó llevarla a un lado, quizá para hablar con ella sin que Isabel pudiese entender lo que decían, pero ésta se levantó del sofá, cogió a sus hijos y se acercó con ellos a Teresa y Pedro.
—Son los hijos de Pedro y míos —insistió. Teresa se quedó mirándolos fijamente.
—¡Dios mío! —exclamó Teresa—. ¡Ni se te ocurra pronunciar sus nombres!
—¿Por qué no?
—¿El niño se llama José? ¿y la niña, Anabel?
—No, se llaman Rogerio y Joanna.
—Ay, al menos no les ha puesto los nombres de los hijos que abandonó en Portugal. Algún límite puso a sus desmanes.
Hanna ya iba comprendiendo. Aquello significaba, pues, que Pedro tenía una familia en Portugal y otra en Lourenço Marques.
Teresa había dejado de gritar. Ahora hablaba en voz baja y mesurada, como si hubiese llegado a una conclusión terrible que, pese a todo, le infundía la templanza que implicaba la verdad.
—En otras palabras, ésta es la razón por la que no debíamos venir —declaró—. Por eso escribías aquellas malditas cartas sobre los peligros que acechaban aquí. Habías creado otra familia en este lugar, en África. Cuando al final no soporté más la espera, pensé que te alegrarías de vernos. En cambio, he venido para descubrir tu engaño. ¿Cómo has podido hacernos esto?
Pedro estaba apoyado en la pared. Muy pálido. Hanna se dijo que tenía ante sí a un hombre al que habían sorprendido tras haber cometido un delito grave.
Teresa la miró de pronto.
—¿Y quién eres tú? —preguntó—. ¿También ha tenido hijos contigo? ¿Dónde están? Puede que hasta estéis casados, ¿no? ¿Se llaman tus hijos José y Anabel?
Hanna se levantó.
—Es sólo un amigo.
—¿Y cómo puedes tener por amigo a un hombre así?
De repente, Teresa parecía una mujer totalmente indefensa. Los fue mirando uno a uno. Hasta que Isabel pasó de las palabras a la acción. En la mesa había una navaja con la que Pedro solía tallar figuritas de madera que, una vez terminadas, arrojaba al fuego. La mujer cogió la navaja y se la clavó a Pedro en el pecho, la sacó y volvió a clavarla. Después, Hanna contó mentalmente que le asestó por lo menos diez navajazos, hasta que el cuerpo de Pedro cayó sin vida en el porche. Isabel cogió a sus hijos y entró en la casa. Teresa se vino abajo. Por primera vez, el muchacho abandonó el umbral de la puerta. Se acuclilló junto a su madre y la rodeó con el brazo. La niña empezó a llorar de nuevo, pero ahora en silencio, sin emitir apenas sonido alguno.
Muchas horas después, cuando el cadáver de Pedro se hallaba ya en el depósito y se habían llevado a Isabel esposada de pies y manos, Hanna se marchó por fin a casa. Pero antes vio a Ana Dolores, la mujer que le ayudó en su día a recobrar la salud y que trató de explicarle las principales diferencias entre los blancos y los negros. Ana Dolores se hizo cargo de Teresa y de sus hijos. Los hijos de Isabel se quedaron con los sirvientes, que se ocuparían de llevarlos con su hermana, que vivía en un suburbio cuyo nombre Hanna no logró entender. Hanna pensó horrorizada que los arrancarían del mundo blanco y organizado en el que se habían criado para desaparecer en el laberinto que constituían los barrios abigarrados de los negros.