Sobre las montañas y hacia el interior se arracimaban los negros nubarrones de la tormenta que se les vendría encima aquella tarde. Ana le habló a Pandre de su conversación con el nuevo gobernador del fuerte y que sólo le permitirían la entrada si se presentaba como médico.
—Pues no llevo en las maletas ninguna bata blanca —observó—. La profesión de abogado no conlleva, por lo general, tener que disfrazarse.
—No creo que haga falta.
—Hábleme de ese gobernador. Los militares suelen ser desconfiados por naturaleza. ¿Cree que se dará cuenta de que no soy médico?
—No lo sé. Se presentó como Lemuel Gulliver Sullivan. Puesto que hablaba portugués a la perfección, seguramente de inglés sólo tenga el nombre.
Pandre se echó a reír mientras hacía girar entre los dedos un servilletero circular reluciente.
—¿De verdad que se llama así? ¿Lemuel Gulliver Sullivan?
—Anoté el nombre en cuanto llegué a casa.
—¿Y estaba rodeado de caballos?
—La caballería militar se encuentra en las afueras de la ciudad. En el fuerte sólo tienen unas cabras.
—Me refiero a sus soldados, ¿parecían caballos?
Ana no comprendía la pregunta y empezó a desconfiar.
—¿Por qué iba a estar rodeado de caballos?
—Sí, claro, ¿por qué? Quizá se hallaba entre seres extraordinariamente diminutos. Seres tan pequeños que cabrían en este servilletero como si fuera un gran tonel. ¿O acaso son gigantes sus soldados? —Pandre comprendió al final que Ana no sabía de qué le estaba hablando—. Lemuel Gulliver es un personaje literario —le explicó amablemente—. Jamás había oído hablar de nadie con el descaro o la soberbia suficiente para bautizar a su hijo con el nombre de ese personaje novelesco tan extraordinario. Supongo que los libros de ese autor le son desconocidos, ¿verdad?
—Regento un burdel —replicó Ana—. E intento ayudar a una mujer que está encarcelada para que salga libre. No me dedico a leer novelas.
—Me parece lógico —admitió Pandre—. Lo más verosímil es que el joven gobernador tampoco lea demasiado, si es que lee algo. Pero su padre sí que leyó
Los viajes de Gulliver
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Comieron en silencio. De vez en cuando, Pandre formulaba una pregunta, casi siempre como una muestra de respeto y de que no se había perdido por completo en sus cavilaciones. Preguntaba por el clima y las lluvias, por la vida de los animales y por diferentes enfermedades que cursaban con fiebre. Ana respondía en la medida de sus posibilidades y se preguntaba a su vez si Pandre pensaba ir al burdel aquella misma noche para disfrutar del favor que había pedido y obtenido de ella.
No obstante, no era ése su plan. Después de comer, Pandre· se levantó, se inclinó y pidió que fuera a recogerlo a las diez del día siguiente. Luego volvió a inclinarse levemente y salió del restaurante. Ana pagó la cuenta y se marchó a casa.
Carlos
había abandonado el tejado, ahíto de tanta langosta como había comido las últimas veinticuatro horas. Estaba tumbado en la cama de Ana y eructaba satisfecho. Ana se sentó a la mesa, abrió el diario, pero no escribió nada por el momento. Pensó en la impresión que le había causado Pandre ahora que lo había visto tan de cerca, y anotó todo lo sucedido desde su llegada.
Confiaba en que, un día, podría leerle a Isabel todo lo que había escrito. El relato sobre el largo viaje que supuso que ella recobrase la libertad.
Ya sabía cómo concluiría el diario en el futuro.
Plasmaría en él la fecha y la hora en que Isabel saliese libre de la cárcel.
Y escribiría la respuesta a aquella pregunta sobre la que tanto reflexionaba: lo sucedido tras la muerte de Lundmark, ¿sería tan sólo un paréntesis transitorio en su vida?
Lo último que anotase versaría sobre Isabel y su libertad.
Cerró el diario, apagó el candil y se quedó sentada en la oscuridad. Pensó: «Isabel, en ese agujero infecto. Y yo, encerrada en una prisión de otra naturaleza».
Al día siguiente: calor intenso. Pandre salió del hotel y entró en el coche con la frente llena de gotas de sudor. Llevaba en la mano un maletín de piel.
Ana pensó que bien podría contener un estetoscopio y otros instrumentos propios de un médico.
Lemuel Gulliver Sullivan los aguardaba en la escalera, igual que solía hacer siempre su antecesor, ahora enfermo. Ana se dijo que parecía un niño pequeño con un uniforme demasiado grande y unas botas demasiado relucientes.
Ana le presentó a Pandre.
—Es el médico del que hablé con tu antecesor. Doy por sentado que te avisó de que vendría.
El gobernador asintió, aunque no ocultó su desagrado al ver a Pandre.
—Estaba pensando en acompañarlo —dijo el gobernador de pronto—. Estar presente durante la conversación del médico con la paciente.
—Hablaremos en la lengua de la paciente —advirtió Pandre con voz amable—. Sólo así podrá explicar sus dolores y para mí es la forma más fácil de formular las preguntas adecuadas y de dar una respuesta idónea.
—Lo acompañaré de todos modos —insistió el gobernador—. Me interesa comprobar si consigue que hable, para empezar. Hasta el momento no ha abierto la boca, ¿y si no tiene cuerdas vocales? Ni siquiera sé si tiene la voz clara o grave.
—La tiene grave —dijo Ana—. Yo entiendo esa lengua, puedo traducirlo.
Pandre la miró fugazmente. Se dio cuenta de lo que Ana pretendía hacer y, por primera vez, la miró con verdadera complacencia.
Bajaron la escalera de piedra que conducía al sótano del fuerte. Un soldado medio dormido que se irguió en el acto les hizo el saludo militar y empezó a abrir la reja que había delante de la puerta de hierro. El gobernador se dirigió a Pandre.
—Doy por hecho que no lleva armas en el maletín —observó—. Ni para quitarle la vida a la prisionera ni para liberarla.
Pandre abrió el maletín y sacó el estetoscopio que Ana se imaginó que podría llevar allí dentro. Pero ¿de dónde lo habría sacado? «Se ha preparado bien», se dijo. «Puede que, después de todo, sea el hombre adecuado para ayudar a Isabel».
Entraron en la penumbra del habitáculo de ambiente viciado y denso. Un hombre blanco sin afeitar y medio desnudo zarandeó la reja cuando pasaron por delante.
—Lo vamos a trasladar al sanatorio —dijo el gobernador—. Se le ha metido en la cabeza que tiene en el estómago un insecto gigante que lo está devorando por dentro. Mató a golpes a un hombre que no quiso oírlo hablar del hambre insaciable del insecto.
Pandre lo escuchaba atento y cortés. Ana pensó que no parecía afectarle el olor rancio del lugar. ¿Habría cárceles similares en la ciudad del país de donde él venía?
Continuaron avanzando y, al pasar por la siguiente celda, vieron a un hombre durmiendo tumbado en el suelo, jadeando en busca de aire que respirar.
—Mendoza. Es español —explicó el gobernador, que continuó guiándolos por la semipenumbra—. Mató a su hermano a bordo de una barca y ahora intenta castigarse dejando de comer. A él también habría que llevarlo al sanatorio, pero allí no lo admiten. Supongo que habrá muerto dentro de unos días. Algunos de mis soldados hacen apuestas de cuánto resistirá con vida. A mí no es que me guste mucho, pero tampoco puedo prohibírselo.
Entraron en la celda de Isabel. Ana vio que la cesta estaba vacía. Isabel permanecía sentada en el catre, sin moverse.
—La prisionera tiene visita —rugió el gobernador.
Isabel no se movió. Pandre rozó levemente el brazo del gobernador para evitar que volviera a vociferar. Luego se acercó a Isabel y se sentó a su lado. Ana se colocó al lado del catre mientras el gobernador se quedaba junto a la puerta entreabierta. Ana no podía entender lo que Pandre le decía a Isabel, pero a la mujer se le iluminó el rostro en cuanto el abogado empezó a hablar y, además, le respondió en su lengua.
El gobernador hacía un ruidito impaciente con el sable. Ana se le acercó y empezó a fingir que le traducía contándole una historia que iba inventando sobre la marcha.
—Están hablando de sus hijos —le dijo—. De lo mucho que sufre por el engaño de su marido y de lo mucho que se arrepiente de lo que hizo. Dice que quisiera abandonar esta horrible prisión y empezar a trabajar en alguna de las misiones de los blancos, que difunden la fe verdadera entre la población negra.
Ana iba hilando sus falsas verdades con tanta convicción como podía. El gobernador la escuchaba impasible. «En el fondo», se dijo Ana, «no le interesa lo más mínimo. Para él Isabel no es nada. Carece de importancia si sobrevive o no. Ha venido con nosotros porque se aburría, simplemente».
Continuó adornando el relato mientras Pandre e Isabel iban hablando. Una vez concluida la conversación, que terminó de forma abrupta, como si, de repente, lo hubiesen dicho todo, Ana remató insistiendo en el deseo de Isabel de consagrar su vida al trabajo en alguna misión cristiana.
De nuevo en el hotel, se sentaron a la sombra de unos franchipanes a contemplar el mar. Tras despedirse cortésmente del gobernador, Pandre guardó silencio durante el trayecto en coche. Ahora, con un vaso de agua helada en la mano, se mecía despacio en el balancín sujeto por unas cadenas.
—Isabel quiere morir y debe morir —declaró—. Antes morir que reconocerse culpable. Su silencio implica también dignidad. Se trata de su espíritu. Lo repitió una y otra vez. «Se trata de mi espíritu».
—¿Ni siquiera por sus hijos quiere vivir?
—Sí, claro, ella quiere vivir. Si pudiera, se daría a la fuga. Pero si la única vía es reconociéndose culpable, prefiere morir.
Pandre siguió columpiándose, con la mirada fija en el mar. Extendió la mano en la que sostenía el vaso y señaló con ella el horizonte.
—Allí está la India —aseguró—. De allí vinieron mis padres hace treinta años. Puede que mis hijos o incluso yo mismo volvamos un día.
—¿Por qué se trasladaron a África tus padres?
—Mi padre vendía palomas —explicó Pandre—. Y oyó decir que en el sur de África había muchos hombres blancos dispuestos a pagar grandes sumas de dinero por poseer un hermoso ejemplar de esas aves. Mi padre había aprendido a añadir plumas a las colas de las palomas para poder venderlas a un precio más alto. —Pandre la miró afable—. Es decir, era un estafador —concluyó—. Y, probablemente, ésa es la razón por la que yo me convertí en su opuesto. —El abogado dejó el vaso de agua—. No sé qué consejo darte —continuó—. Lo único que puede salvada es la huida. O quizá sobornar al gobernador, no sé. Quizá podáis convencer a algún soldado de que deje abierta la reja una noche. No se me ocurre ningún otro consejo. Puesto que tú cuentas con una cuantiosa fortuna, dispones también de los medios para liberarla. Ahora bien, ignoro cuál será el mejor modo de usar el dinero.
—Haré lo que sea para liberada.
—Pues ése es mi consejo, que hagas cualquier cosa.
Pandre sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y se lo entregó a Ana.
—Ésta es mi factura —dijo—. Había pensado visitar a tus mujeres esta noche. Me gustaría que me recogieran aquí a las nueve. Cenaré solo en mi habitación.
Dicho esto se levantó, le hizo una leve reverencia y se marchó pendiente arriba hacia el edificio blanco del hotel. Ana se quedó allí sentada reflexionando sobre las palabras de Pandre. Sabía que tenía razón. Isabel estaba eligiendo entre la muerte y la salvación de su alma.
«Y yo, ¿no estaré haciendo lo mismo?», se preguntó. «¿O acaso se me ha escapado ya la posibilidad de elegir?».
Permaneció allí sentada hasta el ocaso. Entonces se marchó a casa, se cambió y fue a buscar a Pandre a las nueve. Llevaba un traje oscuro de cuello alto y rígido y olía a un perfume totalmente insólito en un hombre.
—El estetoscopio —le dijo una vez en el coche—. ¿De dónde salió?
—Hice los preparativos necesarios —respondió Pandre—. Antes de que me recogieran, hice una visita al hospital. Y un médico muy amable me vendió un viejo estetoscopio por una modesta suma de dinero.
Continuaron en silencio.
Una vez en O Paraiso Pandre se sentó en uno de los sofás rojos, le sirvieron una copa de jerez y empezó a examinar a conciencia a las mujeres una tras otra.
Ana se sentó en un rincón y lo observaba a distancia. Aún no había abierto el sobre con la factura. Cierto que habían acordado la cantidad de cien libras esterlinas, pero Ana sospechaba que Pandre reclamaría gastos imprevistos con los que debería correr.
Contempló a Pandre y su mirada escrutadora.
El agujero carcelario en que se hallaba Isabel estaba presente. La cadena chirriante que le rodeaba la pierna zahería a Ana por dentro.
Cuando por fin se decidió y señaló a la mujer elegida como animal de sacrificio, Pandre sorprendió a todo el mundo dirigiendo el dedo índice hacia A Magrinha, tan pálida que resultaba repelente. En un primer momento, Ana pensó que había señalado a Felicia, que se encontraba al lado de la elegida, pero cuando vio que Pandre se levantaba y le hacía una breve reverencia a aquella mujer tan flaca que casi ningún cliente la solicitaba, comprendió que, en efecto, la quería a ella. Se sorprendió, pero, gracias al tiempo que llevaba al frente del burdel, había aprendido que los deseos y la percepción de lo que los hombres consideraban tentador resultaba de todo punto impredecible. Por otro lado, y no sin cierta satisfacción, pensó que el hecho de que Pandre hubiese elegido a A Magrinha reducía el coste de su visita, puesto que aquella mujer suponía prácticamente sólo pérdidas para el negocio. Es posible que ya fuera hora de mantener con ella una última conversación, decirle al señor Eber que le pagase lo suficiente para que pudiera montar un puesto de verduras en alguno de los mercados negros de la ciudad y pedirle que se marchara para siempre.
Pero Ana no pudo afinar más aquel razonamiento, ya que un suceso inesperado vino a reclamar toda su atención. Aquella noche había en el burdel muchos clientes. Copa y cigarro en mano, todos ellos trataban de ganarse un hueco ante la pequeña barra de bar que se encontraba encajada en un rincón. Y precisamente cuando Pandre iba con A Magrinha camino de su habitación, un hombre alto y recio se colocó de repente ante ellos impidiéndoles el paso. O'Neill, que siempre se olía el peligro, se levantó de un salto de su puesto junto a la puerta, y otro tanto hizo Ana. El hombre que se había plantado delante de Pandre se llamaba Rocha, y era hijo de un italiano y una portuguesa. Trabajaba para la administración colonial en el mantenimiento de carreteras y sistemas de desagüe y acudía al burdel una vez por semana. Era un sujeto pacífico, por lo general, pero en contadas ocasiones, cuando había bebido demasiado, estallaba en ataques de furia. En esos casos solían expulsarlo del local antes de que hubiese tenido tiempo de causar ningún tipo de daño.