—¿Sabes lo que le dijo a mi madre?
El capitán negó con la cabeza.
—Me figuro que intentó confortarla, pero es de suponer que la mujer pensó que su hija estaba muerta y enterrada en tierra extraña.
A Hanna se le hizo un nudo en la garganta y las lágrimas luchaban por aflorarle a los ojos. Pero no quería llorar en presencia del capitán. Se aguantó, se contuvo para no estallar.
Bebieron el té que el muchacho les había servido con mano temblorosa. Hanna recordaba la vajilla.
—Este continente horrible —se lamentó de pronto el capitán—. No me explico cómo has logrado vivir aquí tanto tiempo.
—No todo es horrible —respondió Hanna—. El calor puede ser difícil de soportar, pero por lo general resulta agradable. Aquí no existe nada que pueda llamarse frío. He intentado explicarles a los negros lo que es la nieve, como el hielo pero, al mismo tiempo, parecido a plumas de gallina que caen del cielo. Es imposible que lo comprendan.
—Pero ¿y las personas? ¿Los negros? Me estremezco al ver cómo viven.
—De eso yo sé bastante poco. Llevan su propia existencia fuera de la ciudad. Llegan caminando por las mañanas, como si salieran directamente del sol, para ejercer de criados y llevar a cabo las tareas más penosas. Y luego se marchan de nuevo.
—He oído lo que dicen acerca de la violencia, de los robos. Siempre que atracamos en un puerto africano ponemos dos vigilantes más en la pasarela. Otros capitanes me han contado historias de ladrones que han subido a bordo tras llegar a nado.
—Pues yo no he sufrido ningún incidente en todo el tiempo que llevo aquí. Los negros no son como nosotros, pero no sé si son más peligrosos, no lo creo, desde luego.
—Pero ¿se puede confiar en ellos?
—No —respondió Hanna más bien para complacer al capitán. De repente, no estaba segura de lo que pensaba en realidad.
El capitán se miró las manos en silencio.
—Son esporádicas —dijo al cabo de unos instantes—. Me refiero a las visitas a esas mujeres negras.
—Por supuesto —dijo Hanna—. Yo ya he olvidado dónde nos encontramos por casualidad.
El capitán parecía aliviado. Hanna se cobró enseguida la recompensa por ser tan comprensiva.
—Yo fui al burdel sólo para averiguar por qué el tesorero no había venido a verme la noche anterior. De lo contrario, no voy nunca. Suelo hacer mi trabajo a una distancia prudencial. Vivo en una casa de piedra que no tiene nada que envidiar a la de Jonathan Forsman.
El capitán asintió. Hanna comprobó que lo había impresionado con la confesión, al tiempo que no terminaba de creerse del todo lo que acababa de decirle. «No confiamos el uno en el otro», se dijo. «En cambio, sí lo hacíamos cuando viajamos juntos».
Sintió un súbito deseo de alejarse del barco cuanto antes. Por esa razón, dejó las tres cartas sobre la mesita, que estaba atornillada al entarimado.
—Vienen de camino tres copias de una misma fotografía —dijo—. Quiero que Forsman y Berta tengan una cada uno. La tercera es para que se la hagan llegar a mi madre.
Abrió el monedero y sacó unos cuantos billetes grandes de moneda portuguesa. El capitán se negó a aceptarlos. Hanna se preguntó fugazmente con qué moneda le habría pagado a Felicia sus servicios. Sintió cierta repulsa al imaginarse al capitán desnudo encima del hermoso cuerpo de Felicia.
Svartman la acompañó a cubierta.
—Volveré a Suecia dentro de un tiempo —dijo—. Hay más buques suecos que atracan aquí de vez en cuando. Pero aún no puedo partir, he asumido una responsabilidad mientras la propietaria esté enferma y no puedo abandonar la ciudad hasta que se recupere.
—Por supuesto —dijo el capitán.
«No me cree», constató Hanna para sus adentros. «O al menos desconfía de lo que le digo. Y, bien mirado, ¿por qué no iba a hacerlo?».
Recorrieron el barco, observaron al gato de los bosques noruegos que había subido a bordo en Sundsvall y que ahora dormía enroscado en el corazón de una maroma enrollada.
—Berta —dijo Hanna de pronto—. Supongo que sigue con Forsman, ¿no?
—Ha tenido un hijo —reveló el capitán—. En realidad, no sé quién es el padre, pero sí que Forsman le permitió que se quedara.
Hanna sospechó enseguida que el padre de aquella criatura era el propio Forsman. De lo contrario, jamás le habría permitido a Berta que siguiera en la casa.
«La soledad de Berta», se dijo. «Y la mía. ¿Qué las diferencia, en realidad?».
En ese momento apareció corriendo por el muelle un hombre negro. Llevaba en la mano un paquete que contenía las fotografías de Picard. El capitán ayudó a Hanna a abrir el paquete. La imagen en blanco y negro mostraba a Hanna verdaderamente tal y como ella había posado, tal y como era, estaba claro. Una mujer, aún muy joven, que mira directo a la cámara con valor y resolución.
—Tanto Forsman como tu madre se pondrán muy contentos —auguró el capitán—. En el caso de Forsman, puede que se sienta más bien aliviado al ver que estás viva.
Cuando se despidieron en la pasarela, el capitán aún tenía una última pregunta que hacerle.
—¿Dónde les digo que trabajas?
—En un hotel —respondió Hanna—. El hotel Paraíso.
Se estrecharon la mano. Hanna no se volvió a mirar mientras se alejaba.
Al día siguiente, al regresar al puerto, comprobó que el barco ya había zarpado.
Días más tarde. Calma chicha, ni el menor soplo refrescaba las calles polvorientas.
Una noche, Hanna se despertó como si alguien la hubiese golpeado.
Carlos
, que estaba encaramado a la lámpara, soltó un grito y bajó a la cama de un salto. Hanna sabía que los monos gritaban de un modo peculiar para advertir al resto de la manada de la presencia de una serpiente o de cualquier otra amenaza que hubiesen detectado. Encendió el candil que había junto a la cama. Cuando la luz arrojó su destello vacilante sobre la habitación,
Carlos
se tranquilizó enseguida. Hanna pensó que el mono habría tenido una pesadilla, algo que ya había sospechado en las ocasiones en que lo veía revolverse inquieto en la cama y al día siguiente se mostraba sombrío, introvertido y ausente.
Pero algo lo inquietaba.
Carlos
se había subido a la ventana y ahora estaba sentado tras la cortina. Cuando Hanna la descorrió, se encontró directamente con el brevísimo amanecer, pero también vio humo y lenguas de fuego que se elevaban de un barrio no muy retirado del burdel. Al abrir la ventana oyó los gritos y los lamentos en la distancia.
Carlos
salió y subió al tejado y no volvió pese a que ella lo estuvo llamando.
Hanna enfocó el catalejo hacia el lugar del incendio. La luz de la alborada aún era débil, pero descubrió enseguida que no se trataba de un incendio normal y corriente. Vio a hombres negros que corrían de un lado a otro con estacas y con arcos y flechas en las manos. Arrojaban piedras y matojos ardiendo contra los soldados de la guarnición portuguesa. Hanna atisbó cadáveres en la calle, aunque no pudo distinguir si eran blancos o negros.
Dejó el catalejo e intentó comprender lo que estaba sucediendo. Luego tiró de la cuerda de la campanilla. Lo hizo con determinación, para que no cupiese duda alguna de que quería que algún criado acudiese de inmediato, pese a que todos, menos Anaka, estarían durmiendo.
Fue Julietta quien acudió, medio desnuda y despeinada, pero Hanna se dio perfecta cuenta de que estaba despabilada. Seguramente los demás también se habrían enterado de lo que estaba ocurriendo en la ciudad y enviaron a la más joven a atender la llamada de la campanilla.
Hanna llevó a Julietta al porche.
—¿Qué está ocurriendo? —le preguntó.
—La gente está indignada.
—¿Quién está indignado?
—Nosotros, nosotros estamos indignados.
Julietta pronunció aquellas palabras acompañándolas de un gesto que Hanna no le había visto jamás: mirándola directamente a los ojos. Era como si le hubiesen pinchado, se dijo Hanna. «Lo que está ocurriendo en la calle también tiene que ver conmigo».
—¿Por qué estáis indignados? —quiso saber Hanna—. Venga, habla, no me obligues a sacarte las respuestas una a una.
—Un blanco rompió el cántaro de una mujer negra.
Hanna se impacientó con las respuestas, que no le proporcionaban un contexto inteligible, de modo que mandó a Julietta en busca de Anaka. Sin embargo, ésta se mostró más parca si cabe que la joven.
Hanna se vistió pensando que era una feliz casualidad que, justo aquella mañana, tuviese concertada una cita con Andrade, que le traería unos documentos para firmar. Nadie había mejor informado de cuanto sucedía en la ciudad, ya aconteciese abierta o secretamente. Mientras desayunaba y aguardaba la llegada del abogado, salió al porche varias veces con el catalejo. Aún se veía el fuego e incluso parecían haber surgido más focos, pero se hallaban ocultos tras las fachadas de las casas, fuera del alcance del catalejo. Se oían gritos lejanos y el eco sordo de los rifles.
Carlos
contemplaba el curso de los acontecimientos sentado en el tejado.
Andrade llegó por fin, con la cara encendida y más alterado que nunca. Antes de que Hanna hubiese atinado a preguntar, empezó a explicarle los acontecimientos de aquella mañana. Ella notó que se mostraba descortés con sus criados y, nada más llegar e incluso antes de sentarse, dejó sobre la mesa un revólver con un sonoro golpe. Los disturbios habían estallado hacía unas horas, cuando un grupo de negros procedentes de los arrabales entró a pie en la ciudad. Pusieron buen cuidado en evitar los caminos que los soldados portugueses vigilaban para que se cumpliera el toque de queda nocturno. Una vez en la ciudad, se encaminaron a la carrera hacia una comisaría de policía y la incendiaron arrojando contra las ventanas botellas llenas de queroseno. Los soldados, aún medio dormidos, abrieron fuego contra los rebeldes. A partir de ahí se generó el caos cruento que ahora dominaba las calles.
—Se trata, en otras palabras, de una rebelión —constató Hanna—. Debe existir un detonante.
—¿Debe existir? —replicó Andrade con ironía—. Esos negros salvajes no necesitan más razón que su sed de sangre congénita para desatar una revuelta que sólo puede culminar en su propia destrucción.
A Hanna le costaba creerlo. No podía ser tan simple como él lo describía. El día en que la embarcación del capitán Svartman atracó en el muelle creyó advertir la repulsa y el dolor en la mirada de los negros. Vivía en un continente entristecido donde los únicos que reían, y por lo general demasiado alto, eran los blancos. Sin embargo, ella sabía que aquella risa no era más que un modo de ocultar un temor que había ido creciendo imperceptiblemente hasta convertirse en verdadero terror. A la oscuridad, a las personas que la habitaban pero que ellos no podían ver.
Hanna insistió. Algo tuvo que desatar la ira de los negros. Andrade se encogió de hombros con impaciencia.
—Pues será que alguno se ha sentido ultrajado hasta el punto de considerar justificado arriesgarse a morir para cobrarse venganza. Pero pronto habrá pasado todo. Si algo sé de los negros es lo cobardes que son. Cuando la cosa se pone seria, salen corriendo como perros.
Andrade echó mano del revólver que había dejado sobre la mesa.
—A decir verdad, me gustaría aplazar hasta mañana la reunión de hoy. Para entonces se habrá restablecido la calma, los rebeldes más peligrosos estarán muertos y los demás, encarcelados en el fuerte. Lo que más deseo en estos momentos es acudir personalmente al foco del incendio. Pertenezco a la milicia civil de la ciudad, cuya misión consiste en prestar apoyo a los soldados en caso de que nuestra seguridad se vea amenazada. Y con este revólver puedo hacer algo de provecho.
El abogado se expresaba con un deje triunfal que la asustó. Al mismo tiempo, ardía en deseos de averiguar lo que estaba sucediendo en las calles próximas al burdel.
—Iré contigo —dijo al tiempo que se levantaba—. Esto es más urgente que la firma de esos documentos, por supuesto.
—Por seguridad, lo más acertado es que te quedes aquí —observó Andrade—. Los negros resultan peligrosos cuando se rebelan.
—Debo cuidar del burdel —le recordó Hanna—. Y soy responsable de mis empleados.
Se cubrió con un chal, se puso el sombrero de la pluma de pavo real y cogió el antucá. Andrade comprendió que no pensaba cambiar de idea.
Atravesaron la ciudad, envuelta en una extraña calma. Los pocos negros que circulaban por las calles se pegaban a las fachadas de las casas a su paso. Había soldados de la guarnición de la ciudad por todas partes. Incluso los bomberos llevaban armas, al igual que muchos civiles, que formaban pequeños pelotones dispuestos a defender sus barrios si la revuelta se propagaba. Durante el trayecto en coche hasta el foco del incendio y de los disturbios, Andrade fue explicando lo que pensaba hacer. Hanna notó con desagrado que parecía lleno de entusiasmo ante la idea de abrir fuego contra los rebeldes negros.
Sin embargo, nada resultó como él esperaba. Una vez en la ciudad, cuando el chófer giró para entrar en una calle perpendicular al burdel, se vieron en medio de un enfrentamiento entre los soldados y una multitud enfurecida de hombres negros. Bayonetas y escopetas contra estacas y guadañas, miedo contra una ira ilimitada. Unos cuantos africanos enardecidos rodearon el coche y empezaron a zarandearlo con la intención de hacerla volcar. El queroseno ardiendo lo inundaba todo de humo y Hanna sintió pánico ante la idea de morir abrasada en el interior del coche. Intentó abrir la puerta, pero sin éxito. Por suerte, aquella mañana habían echado la capota. De repente, empezaron a silbar los disparos junto al coche. La cara negra que hasta hacía un momento empujaba la ventanilla estalló en un amasijo de sangre y huesos astillados. Hanna le pidió a gritos a Andrade que usara el revólver, pero cuando se volvió hacia él, comprobó que había palidecido de miedo y un charco de orina se le extendía por los pantalones de lino blanco. El chófer logró abrir la puerta, salió y pronto se perdió engullido por la turbamulta. Hanna estaba tan asustada que temió desmayarse, pero el miedo a morir abrasada era más fuerte. Trepó como pudo al asiento delantero y salió por la misma puerta que el chófer.
Se vio inmersa en un mar de hombres negros, sus caras, sus ojos, sus olores, sus estacas y cuchillos. Hanna recordó algo que el
senhor
Vaz le había contado: lo peor que podías hacer al verte frente a un león era correr, lo único que se consigue es que la fiera emprenda la cacería y termine abatiéndote de un zarpazo en la nuca.