Hanna observó los gusanos blancos conteniendo las náuseas. Pero sabía que todo ocurriría tal y como Felicia le había descrito. Y, sobre todo, no quería que Julietta acabase trabajando para los hombres blancos que miraban a las mujeres del burdel con desprecio y superioridad.
Al día siguiente, una vez sofocados los últimos indicios de rebelión, con las calles ya barridas y los casquillos retirados, Hanna celebró una reunión con el señor Eber e intercambió unas palabras con Felicia, que le reveló que Esmeralda se había tomado la leche con el gusano la noche anterior.
Cuando Hanna iba camino de la salida, dirigió sin pensar la mirada al jardín interior donde se alzaba el jacarandá. Y vio a Esmeralda arrodillada ante el árbol.
Hanna pensó que algo extraño que le resultaba incomprensible sucedía en torno a aquel árbol, pero no podía preguntar qué era. Sus amigos blancos comprenderían tan poco como ella. Los negros le darían repuestas imprecisas.
Podrían darle miles de respuestas, pero ninguna le aclararía nada.
Al principio, Hanna no daba crédito a lo que veía, pero Esmeralda empezó a adelgazar de verdad.
Cada vez que Hanna se la cruzaba, había cambiado un poco más. Por otro lado, el señor Eber le presentaba cada vez más facturas de la modista que iba adaptando la ropa de Esmeralda. Hanna seguía recordando con repulsión el gusano blanco del frasco, pero era obvio que ahora había crecido en la barriga de Esmeralda, gracias a la comida que antes se le acumulaba en el cuerpo como una capa de grasa.
Hanna había guardado el resto de los frascos en el ropero del
senhor
Vaz. Pese a lo desagradable que le resultaba, no podía evitar sacar por la noche alguno de los frascos y examinar a la luz del candil al gusano blanco que se movía en el interior. Apenas podía comprender cómo aquel animal tan pequeño era capaz de crecer hasta alcanzar los cinco metros de longitud en el estómago y los intestinos de una persona. Devolvió el frasco a su lugar con un escalofrío.
Carlos
la observaba desde lo alto del ropero.
—¿Qué es lo que ves? —le preguntó al mono.
Pero
Carlos
no respondió con su parloteo habitual, sino que bostezó y se rascó la barriga distraído.
Dos días después desapareció Esmeralda. Se había marchado durante la noche. Ya entrada la tarde, Felicia la vio retirarse a dormir a su habitación. Ninguno de los vigilantes la había visto abandonar el edificio. A la pregunta directa de Hanna, si había motivo para preocuparse, Felicia respondió negando con la cabeza. Hanna creyó advertir cierta vacilación, pero no estaba segura.
Sin embargo, no tardaron en saber que no había ido a ver a su familia, lo cual llenó de preocupación a todos.
Hanna permaneció en el burdel todo el día, en contra de su costumbre. Lo pasó sola, sentada en uno de los sofás rojos. No había más clientes que unos marineros rusos. A última hora de la tarde llegaría un tren de Johannesburgo cargado de ingleses y de bóers cuyo único objetivo era visitar a las mujeres negras del burdel de Hanna.
Pasadas las tres de la tarde oyeron voces airadas en la calle. Hanna estaba adormilada en un rincón del sofá. Un hombre desconocido hablaba con uno de los vigilantes en una lengua que Hanna no comprendía ni reconocía. Felicia salió de su habitación, envuelta en una bata fina, y se mezcló en la conversación.
De repente, todos enmudecieron. Felicia entró y contó temblando que Esmeralda había muerto. Habían encontrado su cadáver flotando en la dársena del puerto. Los
bombeiros
de la ciudad acudieron para izarlo. Hanna bajó al puerto acompañada de uno de los vigilantes y de Felicia, que aún llevaba la bata rosa. Desde lejos pudieron ver a un grupo de personas que se habían congregado en el extremo del muelle. Llegaron cuando estaban sacando el cadáver del agua. Esmeralda estaba totalmente desnuda. Pese a lo mucho que había adelgazado mientras llevó a la tenia en su interior, aún tenía el cuerpo hinchado y lleno de pliegues de grasa. Para Hanna, ver cómo la sacaban del agua así, sin ropa, fue una suerte de agresión vergonzosa.
«Es como un entierro al revés», se dijo. «Vi cómo sepultaban a Lundmark en estas aguas. Y de las mismas aguas sacan ahora a Esmeralda».
El gobernador había ordenado que siempre que se sospechara que se hubiese ejercido la violencia había que practicar la autopsia. Felicia y Hanna siguieron a los bomberos hasta el depósito, que estaba detrás del hospital. Cuando abrieron las puertas, sintieron la bofetada de un hedor indescriptible. El médico que debía practicar la autopsia estaba fumando en el jardín. Hanna se percató de lo sucias que tenía las manos y de que llevaba el cuello de la camisa deshilachado. Se presentó como el doctor Meandros y hablaba portugués con mucho acento. El doctor Meandros era originario de Grecia. Nadie sabía exactamente cómo había ido a parar a la ciudad, pero alguien les contó que llegó en una embarcación que naufragó cerca de Durban. Era un buen patólogo. Rara vez fallaba a la hora de determinar la causa de una muerte y, por tanto, si había sido o no suicidio.
El doctor Meandros se arremangó la camisa, apagó el cigarrillo con el pie y desapareció en el interior de aquel edificio maloliente. Hanna y Felicia regresaron al burdel en un
rickshaw
tirado por un hombre de orejas descomunales.
—¿Por qué estaba desnuda? —preguntó Hanna.
—Creo que quería mostrar quién era —explicó Felicia.
Hanna se preguntó en vano qué habría querido decir con eso.
—No comprendo tu respuesta. Acláramelo, ¿por qué se ha quitado la vida en las sucias aguas de la dársena después de desnudarse?
—No han encontrado su ropa.
—¿Y cómo debo interpretar esta información? ¿Acaso se ha esfumado? ¿O se la han robado?
—Sólo sé que no estaba en el muelle. Y nadie la vio llegar desnuda. Nadie la vio saltar al agua. Quizá llevara piedras en las manos para hundirse más rápido.
—Pero ¿por qué desnuda?
—¿Y si la llevaba puesta cuando saltó, pero se la quitó antes de morir?
—¿Por qué?
—Tal vez quería morir como vivió.
Sin comprender del todo lo que quería decir Felicia, Hanna intuyó que intentaba transmitirle un mensaje sobre la muerte de Esmeralda. Morir como había vivido. ¿Sin ropa, desnuda ante el mundo?
Hanna no hizo más preguntas. Cuando Felicia se bajó junto a la puerta ante la que hacía guardia Judas, Hanna le pidió al hombre que llevaba el
rickshaw
que emprendiese el empinado camino hacia su casa. Cuando llegaron, el hombre estaba totalmente empapado de sudor. Hanna le pagó el doble de lo que le pedía y, aun así, no fueron más que unos cuantos
escudos
, apenas valían para nada.
Julietta la observaba desde la puerta. Le brillaban los
ojos
de curiosidad, pero Hanna no quería hablar con ella. Le entregó el sombrero y el antucá y le comunicó que hiciera pasar al doctor Meandros en cuanto llegara. Daba por hecho que Julietta y el resto de la servidumbre estaban al corriente de la muerte de Esmeralda. Entre los negros que vivían en la ciudad circulaban mensajes mudos e invisibles a una velocidad de vértigo.
Hanna entró y vio a
Carlos
sentado ante el escritorio, masticando una zanahoria. Lo dejó allí, se acomodó en la silla de las visitas y cerró los ojos.
Cuando se despertó, llevaba varias horas durmiendo un sueño largo y profundo, como si hubiese durado toda una noche.
Carlos
ya no estaba en la habitación. Se sentó entonces en la silla del escritorio. Había soñado algo. Vagos fragmentos de la ensoñación emergían poco a poco a la superficie. Había soñado con Lundmark. Estaba sentado al piano del burdel tocando las teclas cuidadosamente. Habían talado el árbol de jacarandá. El
senhor
Vaz iba y venía enfundado en el esmoquin, fumando un cigarro que olía como los incendios de la revuelta.
Pero no se veía a sí misma en el sueño. Ella no participaba, sólo observaba desde fuera, invisible.
Llamó a Julietta y le pidió que le llevara el té. Luego la despachó bruscamente, como para recordarle que aún no había olvidado la impertinencia de haber solicitado que la trasladara al burdel.
Acababa de tomarse el té cuando avisaron de que el doctor Meandros había llamado a la puerta. Cuando subió al despacho de Hanna, aún llevaba las manos sucias. Tenía la vieja chaqueta salpicada de algo que bien podían ser manchas de sangre reseca.
Se sentó y pidió una copa de vino. Julietta llegó con la bandeja y el forense apuró la bebida como si fuera agua en la boca de un hombre sediento. Dejó la copa de nuevo en la bandeja y rechazó con firmeza una segunda.
—No cabe la menor duda de que esa mujer se ha suicidado —declaró—. Tenía los pulmones llenos de agua sucia de la dársena. Sólo eso bastaría para constatar que se ahogó. Sin embargo, realicé un examen más minucioso del cadáver. Visitar las entrañas del ser humano y viajar por ellas puede resultar arriesgado. Comprobé que, seguramente, tuvo muchos hijos. La obesidad que sufría había dejado huella en las arterias y el cerebro. Estaba vieja para lo joven que era, porque era joven.
Hanna interpretó las últimas palabras como una pregunta.
—Tenía unos treinta y ocho años. Nadie lo sabe con exactitud.
—Lo cual puede ser una ventaja para los negros —dijo Meandros pensativo—. Para nosotros, que sabemos la fecha y a veces incluso la hora de nuestro nacimiento, puede acabar resultando una tortura. Saber siempre el momento exacto. Seguramente es preferible tener unos datos menos precisos. —Meandros se perdió un instante en cavilaciones, antes de proseguir—: Lo más interesante y sorprendente, no obstante, fue descubrir que tenía el estómago y los intestinos invadidos por una tenia muy lozana. La enrollé en uno de mis bastones de paseo y la medí: cuatro metros con sesenta y cinco centímetros.
Hanna hizo una mueca, asqueada. Meandros se percató de su reacción y alzó ambas manos disculpándose.
—No tengo por qué entrar en detalles —admitió—. Ya pueden llevarse el cadáver para la inhumación. He firmado el certificado de defunción y verificado la causa de la muerte como un caso claro de suicidio.
—De los gastos del sepelio me encargaré yo.
Meandros se levantó, se tambaleó de pronto, como si le hubiese sobrevenido un ataque de vértigo, y luego le tendió la mano. Hanna lo acompañó hasta la puerta.
—¿De qué suelen morir? —preguntó.
—¿Los africanos? Apenas hay casos de diabetes. Tampoco se producen muchas apoplejías ni infartos. Por lo general mueren a causa de infecciones provocadas por el mosquito de la malaria, agua sucia, escasez de alimentos, dieta poco variada, trabajo demasiado duro. Hay un abismo entre su modo de vivir y el nuestro y, por tanto, también entre la forma en que morimos. Pero claro, la tenia es una infección que también pueden padecer los blancos.
—¿Cómo entran en el cuerpo?
—La comemos.
—¿Cómo que la comemos?
—Por error, naturalmente. Pero, una vez que entran, es para quedarse. Hasta que un día deciden salir. He oído decir que, en algunas ocasiones, deciden salir por la comisura del
ojo
, aunque lo más habitual es, por supuesto, por la vía más natural.
Hanna no quería oír más. Además, dudaba de que lo que acababa de oír sobre la comisura del ojo fuese cierto. Abrió el monedero para pagar la visita del médico, pero el doctor Meandros rechazó el dinero con vehemencia y no quiso aceptar nada. Se levantó el sombrero a modo de despedida y echó a andar hacia el hospital, donde era responsable tanto de los vivos como de los muertos.
Al día siguiente, Felicia fue a visitar a la familia de Esmeralda. Hanna había tomado la decisión de cerrar el burdel por la tarde, mientras se celebraba el entierro. Era la primera vez que ocurría, pese a que, durante la época del
senhor
Vaz, fallecieron varias mujeres. Hanna procuró además que todo el mundo tuviera ropa adecuada de color negro. Cuando por fin los vio a todos alineados, vestidos de luto, con sombreros y pañuelos negros, le pareció una congregación fantasmagórica. Era como si todos estuviesen muertos.
Un séquito funerario de muertos. Muertos que acompañan a un muerto. Y, en medio de todo aquello, la imagen de la tenia de casi cinco metros. Sentía oleadas de náuseas que iban y venían.
Hanna había alquilado un coche de caballos con varios bancos. Felicia aguardaba ya en el cementerio, en compañía del marido y los hijos de Esmeralda. También se encontraba allí el anciano padre de la difunta, según le advirtió Felicia en un susurro. Se reunieron en torno a la tumba abierta, sobre la que se encontraba el ataúd, apoyado en dos troncos gruesos.
El cementerio estaba dividido, igual que la ciudad. Cerca de la imponente entrada se hallaban las tumbas de los blancos, sarcófagos de mármol y mausoleos impresionantes. Luego había una zona de tumbas más corrientes y, al fondo, el campo donde enterraban a los negros. Coronaban sus tumbas raquíticas cruces de madera, si es que tenían algún ornamento. Hanna decidió que la de Esmeralda tendría una lápida en condiciones con su nombre grabado en la superficie.
El pastor negro con sotana blanca ofició la ceremonia en una de las lenguas que ella no comprendía. De vez en cuando captaba el nombre de Esmeralda, pero nada más. Pensó que era totalmente lógico. Nada supo de la difunta mientras ésta vivió. Tampoco en la muerte dejaría de ser para ella una desconocida.
«Somos nosotros quienes los impulsamos a esto», se dijo indignada. «Hemos transformado sus vidas y las hemos convertido en algo que nos conviene a nosotros, nunca al contrario».
Se quedó observando a los hijos de Esmeralda y a su marido, que miraba al cura fijamente y apretando los dientes. Una vez terminada la ceremonia, Hanna llamó a Felicia y le pidió que le comunicara al marido de Esmeralda que la familia recibiría dinero con regularidad. El hombre se le acercó y le dio las gracias. Tenía la mano sudorosa y se la estrechó blandamente, como si tuviera miedo de apretar.
Hanna se fue a casa. Al señor Eber, que también estuvo en el entierro, le encargó que volviera a abrir el burdel y recogiera la ropa de luto.
Mientras se alejaba del cementerio se percató de que, junto al mausoleo de un capitán de navío portugués, Julietta conversaba entre susurros con Felicia. Por un instante, sintió deseos de estamparle a la muchacha una bofetada, pero al final no lo hizo, se dio media vuelta y se alejó de la tumba, que ya estaban cubriendo de tierra.