Llegó al puerto sin resuello. En uno de los últimos muelles se hallaba aquel barco que ella tan bien conocía. Se detuvo a la sombra de una de las grandes grúas que habían instalado recientemente en el muelle. Un puñado de trabajadores negros descalzos y harapientos se había agrupado en torno a un capataz blanco que les repartía el salario. A Hanna le dio la impresión de que era como un pastor que predicase la religión de la esclavitud entre los trabajadores.
Pero lo que acaparaba toda su atención era el barco. La invadían pensamientos contradictorios y sentimientos encontrados. Puesto que estaban descargando la madera en Lourenço Marques, Hanna supuso que la embarcación regresaba a Suecia. De modo que podría volver, pagando el pasaje. Dejarlo todo, sin más, vender el prostíbulo aquel mismo día. Naturalmente, perdería dinero en tan precipitado negocio, pero seguiría siendo una mujer acaudalada.
La visión del barco le permitió considerar su marcha bajo una luz más clara. ¿Qué la esperaba en realidad si decidía regresar? ¿No discurría ahora su vida por unos derroteros que jamás soñó?
Volvió al burdel más indecisa que nunca sobre lo que quería. Cruzó el umbral sin saber todavía si le desvelaría su presencia al capitán Svartman. Sin embargo, no había alcanzado aún el banco al que se dirigía bajo el jacarandá cuando se abrió la puerta de la habitación de Felicia y se encontró cara a cara con él.
Al principio, pareció no reconocerla. Dudó un segundo. Hasta que cayó en la cuenta de quién era.
—¿Tú por aquí? —preguntó Svartman.
—Yo podría decir lo mismo —respondió Hanna—. ¿El capitán Svartman por aquí?
Se sostuvieron la mirada. Hanna pensó que le llevaba cierta ventaja, puesto que era imposible que él conociera a ciencia cierta el porqué de su presencia allí. Lo más probable era que pensara en la única posibilidad lógica, que estaba allí contratada para satisfacer a los hombres a cambio de dinero, por más que al capitán le pareciera incomprensible.
Hanna sintió el impulso de defenderse de la mera sospecha. Meneó la cabeza antes de añadir:
—No es lo que el capitán Svartman cree —aseguró.
Con un gesto, lo invitó a acompañarla al banco bajo el árbol de jacarandá. Sin hacer apenas ruido, Zé se acercó y se sentó al piano. Todo él reflejaba la añoranza de
Carlos
, quizá su único amigo desde que el corazón del
senhor
Vaz dejó de latir. Seguramente veía a Hanna como un ser pérfido que le había arrebatado a su hermano y al mono, las dos criaturas en las que confiaba.
Hanna y el capitán Svartman tomaron té al abrigo del árbol.
—Me pregunto quién estará más sorprendido, si usted de verme a mí, o yo de verlo a usted.
—Comprenderás que me preguntaba qué habría ocurrido —confesó Svartman—. Estuvimos buscándote un día entero. Luego nos vimos forzados a proseguir el viaje.
—Era como si Lundmark continuara presente en el barco —explicó Hanna—. Tenía que huir, no hallé otra salida.
Svartman asintió pensativo. Luego empezó a sonreír.
—Ni que decir tiene que me alegro de volver a verte y de saber que estás viva.
—Trabé amistad con una mujer que estaba casada con el propietario del burdel —mintió—. El hombre murió y ella está enferma, de modo que me ocupo del dinero del negocio. Aunque, lógicamente, me parece detestable y lo hago sólo por mi amiga.
¿Creyó sus palabras el capitán? No estaba segura. El anillo que llevaba en la mano izquierda bien podía ser recuerdo de Lundmark.
—¿Qué sucedió? —preguntó Svartman tras reflexionar sobre lo que acababa de oír. Era como si aún no diera crédito al reencuentro con la viuda fugitiva del oficial.
—Al principio me alojé en el hotel, puesto que tenía dinero. Conseguí un puesto de gobernanta en la casa de un hombre de edad, pero siempre he estado acechando la oportunidad de volver a casa.
—¿Qué te lo impide?
—El dolor por la muerte de Lundmark. El miedo al mar.
—Creo que te entiendo —respondió Svartman vacilante.
Dado que nada de lo que le había dicho era cierto, Hanna trató de cambiar de tema y volvió al punto en que, al abrigo de la noche, abandonó el barco.
—¿Qué creías tú que había ocurrido? —quiso saber Hanna.
—Que te habías ahogado.
—¿Que me había ahogado o que me suicidé arrojándome al mar?
—Seguramente me temía cualquiera de las dos posibilidades. Claro que había a bordo otros tripulantes que hicieron las conjeturas más variopintas. Que habías caído en manos de algún tratante de esclavos. O que te habría mordido una serpiente que se hubiese colado en la embarcación y que, antes de que el veneno hubiese surtido efecto, te arrojaste al mar.
—En otras palabras, ¿nadie creía que me hubiese marchado por voluntad propia?
Svartman respondió algo abatido.
—Debo confesar que ni siquiera a mí se me pasó por la mente tal posibilidad. Y eso que, después de tantos años, he visto desaparecer a muchos marineros en más de un puerto.
Hanna le preguntó por la travesía y por el regreso. ¿Habían atracado en la ciudad también a la vuelta? Svartman le contó que navegaron directo a Puerto Elizabeth para cargar una mercancía que debían entregar en el puerto de Ruán.
Entonces, Hanna le rogó que le hablase de Halvorsen y de los demás marineros. Y de Forsman y Berta. Svartman respondía lacónicamente, como presa de una urgencia repentina. Hanna comprendió que no deseaba permanecer en el prostíbulo más tiempo del necesario. La visita a Felicia era un secreto, ningún miembro de la tripulación debía enterarse.
Hanna pensó, algo decepcionada, que el capitán Svartman era como los demás hombres, que ocultaban la verdad sobre sí mismos, los caminos que emprendían en secreto al amparo de la noche o de las discretas horas del alba.
Pero ¿y ella? ¿Acaso era mejor? ¿No andaba ella también a hurtadillas? Allí estaban los dos, bajo el hermoso árbol de jacarandá, compartiendo medias verdades.
—¿Cuánto os quedáis? —preguntó Hanna.
—Hasta mañana.
—Me gustaría visitar el barco. Y, por supuesto, no le contaré a nadie que te he visto aquí.
Hanna atisbó un destello de vacilación en la mirada del capitán, que trataba de decidir si creerla o no. Pero ella lo miró fijamente: ahora era su igual, no la cocinera timorata que hacía unos años se inclinaba reverenciándolo.
Se levantó dando por concluida la conversación. Lo dejaba ir. Se despidieron en la calle.
—A primera hora de la tarde no habrá problema —le dijo Svartman—. Ahora, por la mañana, tengo cosas que atender, debo supervisar las tareas de aprovisionamiento.
El pavo real había desaparecido. La calle se veía desierta bajo el sol ardiente.
Hanna le estrechó la mano.
—Iré a primera hora de la tarde —anunció—. Si no hay problema.
—Allí estaré.
Svartman se inclinó y, de repente, pareció dudar.
—Peltonen ha muerto —explicó—. Se cayó por la borda una noche, cerca de la costa egipcia. Nadie advirtió su ausencia hasta la mañana siguiente.
—Peltonen fue el que sondeó la profundidad de la sepultura de Lundmark —recordó Hanna—. Mil novecientos treinta y cinco metros.
Svartman asintió. Luego se dio media vuelta y se marchó.
Dobló la esquina más próxima y desapareció.
«No ha elegido el camino más corto al puerto», se dijo Hanna. «Ha girado en esa esquina para librarse cuanto antes del clavo de mis ojos en su nuca».
De repente se preguntó si llegaron a ver algún iceberg. Luego volvió a su casa con paso presuroso.
Y, una vez allí, se sentó a escribir unas cartas que ya no podía seguir postergando.
Cuando leyó la carta que le había escrito a Elin, sufrió un sobresalto. En lugar de escribirle sobre el viaje, le refirió algo que más bien parecía un cuento. Lo único que guardaba alguna semejanza con la realidad era el modo en que había conocido a Lundmark, cómo llegó a casarse con él y cómo tuvo que sepultado en el mar. Pero pasó por alto la mayor parte de lo que sucedió después, su huida y la relación con Vaz, el propietario del prostíbulo. Sólo le contó que estaba en África, que se encontraba bien y que ya iba de vuelta a casa. A modo de explicación de por qué no continuó el viaje a Australia para luego regresar con el
Lovisa
,adujo en términos más bien vagos una enfermedad grave aunque breve de la que ya se hallaba repuesta por completo.
Apartó la carta con desagrado. Ahora comprendía las consecuencias de lo que le había dicho el capitán Svartman. Lo que le habrían dicho a Forsman cuando la embarcación atracó en el puerto de Sundsvall a su regreso de Australia. Y la información que debió de recibir también Elin en la apartada casa de la montaña. Que su hija había fallecido. Elin llevaba ya mucho tiempo viviendo con el dolor de saber que Hanna había muerto en tierra extraña. Nadie sabía cómo ni dónde se hallaba su tumba, si es que la había.
Hanna rompió a llorar ante la sola idea cuando, de repente, advirtió que Julietta la espiaba por la puerta entreabierta. Hanna echó mano del viejo pisapapeles de bronce del
senhor
Vaz y se lo arrojó enfurecida. Julietta acertó a retirarse a tiempo y cerró la puerta rápidamente.
Hanna quería llorar en paz. Pero era como si ni siquiera tuviera tiempo para eso. Rompió la carta y escribió otra con mano temblorosa.
«Estoy viva», escribió. Eso era lo más importante. «Estoy viva». Repetía aquellas palabras casi en cada línea, como si la carta no fuese sino una larga súplica para que la creyeran. Estaba viva, no muerta, como creía el capitán Svartman. Bajó a tierra porque se sentía rota de dolor, y allí se quedó cuando el
Lovisa
prosiguió la travesía hacia Australia. Pero pronto volvería a casa. Y estaba viva. Eso era lo más importante, aún estaba viva.
Ésa era la carta que quería enviarle a Elin. Y repitió las mismas palabras, aunque con menos carga sentimental, en las otras dos cartas que escribió aquel día. Una era para Forsman y la otra para Berta. Estaba viva, pronto volvería a casa.
Ya tenía las tres cartas sobre la mesa, metidas en sendos sobres bien cerrados, con los nombres escritos tan pulcramente como pudo. Por más que Berta y ella habían aprendido a leer y a escribir juntas, lo cual supuso un paso duro pero importante para salir de la pobreza, aún escribía con gran dificultad y se sentía insegura de la ortografía y del orden de las palabras. Sin embargo, no se preocupó demasiado, ya que para Elin sería la carta más importante de su vida. Una de sus hijas había regresado de entre los muertos.
Aquella tarde pidió el coche de Andrade y se dirigió al puerto. Se había vestido con primor, pasó un buen rato ante el gran espejo del vestíbulo, junto a la puerta. Camino del puerto se le ocurrió una idea y le pidió al chófer que diera un rodeo y se detuviera delante del estudio de Picard, el fotógrafo. Picard era francés y se había instalado en la ciudad a principios de la década de 1890. Los habitantes acaudalados de la ciudad eran quienes acudían a su estudio. Tenía la cara deformada por el impacto de un fragmento de granada que recibió durante la guerra franco-alemana de 1870. Pese a que tenía un rostro repulsivo, se había ganado el aprecio de todos por su amabilidad y su habilidad como fotógrafo. Sin embargo, se negaba a fotografiar a personas negras, a menos que aparecieran como criados o porteadores o que constituyesen sólo el fondo sobre el que destacarían las personas blancas a las que iba a inmortalizar.
Picard la recibió con una reverencia y le preguntó enseguida si quería que le hiciera un retrato. La pareja de novios a la que esperaba acababa de cancelar la cita, pues habían roto su compromiso. Hanna quería que la fotografiaran de pie, con el sombrero alto, los guantes al codo y el antucá a su lado, sin abrir.
Picard le preguntó respetuosamente para quién sería la foto. Estaba al corriente de quién era Hanna y de su breve matrimonio con Vaz, el propietario del prostíbulo. Hanna también sabía que Picard siempre recurría a la competencia cuando precisaba los servicios de un burdel.
—Es para mi madre —le dijo.
—Comprendo —aseguró Picard—. Una imagen digna, que refleje que todo va bien en el continente africano, una vida de éxito y riqueza.
La colocó junto a un gran espejo y una silla de brazos bellamente tallados. Tras probar varias posiciones, retiró de la composición un arreglo floral que había sobre una mesita. Luego hizo la foto y le prometió que la revelaría enseguida y le haría tres copias. Hanna le pagó el doble de lo que le había pedido. Acordaron que el chico negro que tenía para los recados llevaría las fotos al barco del capitán Svartman en cuanto estuviesen secas.
Ya en el puerto, vio que el capitán la esperaba en la pasarela. Hanna advirtió que llevaba el uniforme recién cepillado y que había limpiado la gorra de plato. Subió por la pasarela y, por un momento, recordó la sensación que la invadió el día que abandonó el barco. Saludó al capitán. Había unos marineros empalmando cabos, otros reparando una compuerta de carga. No vio a nadie conocido. El capitán siguió su mirada y comprendió que buscaba algún rostro que le resultara familiar.
—He renovado la tripulación por completo. Tras la muerte de Lundmark empezó a correr el rumor de que me perseguía la mala suerte. Con la desaparición de Peltonen la cosa no mejoró. Pero dispongo de una tripulación eficaz y, como capitán, no puedo andar echando de menos a los que he tenido a bordo con anterioridad. Viajo con los vivos, no con los muertos.
De camino al camarote del capitán, Hanna vio al nuevo cocinero, que salía de la cocina en ese momento, un joven con el pelo rubio.
—Es estonio —explicó el capitán—. Cocina bastante bien. Es limpio y poco hablador.
Se sentaron en el camarote del capitán, donde les sirvió el té un muchacho atolondrado que vestía una chaqueta blanca. Hanna vio que las macetas seguían esplendorosas en las ventanas enmarcadas en latón.
—Tengo que saber lo que le dijiste a Jonathan Forsman.
Svartman asintió, pues se esperaba la pregunta.
—No pude decirle más que lo que sabía. Que habías desaparecido mientras hacíamos escala antes de la última etapa hasta Australia. Que estuvimos buscándote un día entero, pero que tuvimos que proseguir el viaje. Y que no sabía lo que te había ocurrido. Si estabas viva o si habías muerto. No lo sabía.
—¿Qué dijo Forsman?
—Se indignó. Se puso a temblar. Temí que sufriera un ataque de apoplejía. Pero aquella ira no iba dirigida contra mí, sino contra el destino. Ante el hecho de que no hubieras vuelto con nosotros. Creo que se sentía responsable.