Un día lluvioso, Emma volvía a casa con un sombrero de paja. Bajó del autobús. Cerca de la parada del autobús, junto al pequeño hotel
Diplomat
, había un hombre bajo la marquesina. Al pasar Emma, él preguntó si podía cobijarse debajo de su paraguas hasta la esquina de la próxima parada. Él llevaba un sombrero de paja. Le pasaba una cabeza a Emma, y más aún con el sombrero de paja, por lo que ella tuvo que levantar el paraguas. En lugar de sostener el paraguas, él la empujó hacia la lluvia y se metió la mano en el bolsillo. Él dijo: Cuando el agua hace burbujas, llueve durante días. Cuando su mujer falleció también llovía así. Él demoró el entierro dos días, pero la lluvia no cesó. Por la noche sacaba al aire libre las coronas, para que bebieran agua, pero eso no fue bueno para las flores, que se ahogaron y pudrieron. Después su voz se volvió resbaladiza y balbuceó algo que terminó con la frase: Mi mujer se casó con un ataúd.
Cuando Emma dijo que casarse era distinto que morir, él opinó que había que tener miedo de ambas cosas. Cuando Emma preguntó por qué, él le exigió su cartera. Si no tendré que robar una en el autobús, repuso, a una frágil señora de antes de la guerra. Y no habrá nada dentro, salvo una foto de su marido muerto. Cuando se marchó a la carrera, su sombrero de paja voló hasta un charco. Emma le había dado su cartera al hombre. Él había dicho: No grites, o éste salta. Empuñaba un cuchillo.
Cuando Emma terminó la historia, añadió todavía la frase: El miedo no conoce perdón. Yo asentí.
Tales coincidencias eran frecuentes con Emma. No digo más, porque cuando hablo tan sólo me envuelvo en silencio de otra manera, en los secretos de todos los parques y de todas las coincidencias con Emma. Nuestro matrimonio duró once años. Y Emma habría seguido conmigo, eso lo sé. Pero no por qué.
En esa época fueron detenidos en el parque
el cuco
y
la mesilla de noche
. Yo sabía que en la Policía casi todos hablaban y que ninguna excusa me serviría si los dos mencionaban al
piano
. Presenté una solicitud de visado para Austria. Yo mismo me escribí la invitación de mi tía Fini, para que fuera más rápido. La próxima vez viajas tú, le dije a Emma. Ella estuvo de acuerdo, porque los matrimonios nunca podían viajar juntos al extranjero. Durante mi estancia en el campo, mi tía Fini se había casado trasladándose a Austria. En un viaje en el autocar
saurio
a los baños de sal de Ocna Băi conoció a Alois, un pastelero de Graz. Yo le había hablado a Emma de las tenacillas, las ondas del pelo y los saltamontes bajo el vestido de organza de la tía Fini, y le hice creer que ansiaba volver a ver a mi tía y conocer a su pastelero.
Es mi falta más grave hasta hoy, me disfracé para un viaje corto, subí al tren con una maleta ligera y viajé a Graz. Desde allí escribí una postal del tamaño de una mano:
Querida Emma,
el miedo no conoce perdón.
No volveré
.
Emma no conocía la frase de mi abuela. Nunca habíamos hablado del campo. Recurrí a esa frase y añadí en la postal la palabra
no
, para que también ayudase su contrario.
Eso aconteció hace más de treinta años.
Emma volvió a casarse.
Yo no volví a atarme. Sólo practiqué intercambios desenfrenados.
La urgencia del deseo y la bajeza de la dicha hace mucho que forman parte del pasado, aunque mi cerebro todavía se deja seducir en cualquier lugar. A veces es cierto balanceo en la calle, otras, dos manos en una tienda. En el tranvía, esa peculiar manera de buscar asiento. En el compartimiento del tren, la pregunta: Queda sitio libre, la vacilación prolongada, e inmediatamente después esa cierta manera de colocar el equipaje, confirman mi intuición. En el restaurante, al margen de la voz, es ese modo especial del camarero de decir: Sí, señor. Hasta hoy, lo que más me seduce es el café. Me siento a la mesa y examino a los clientes. En uno, dos hombres, es su manera particular de dar un sorbo a la taza. Y al depositar ésta, la piel interior de su labio inferior brilla como cuarzo rosa. En uno, dos clientes, en todos los demás no. A causa de uno o dos clientes están en mi cabeza los modelos de la excitación. Aunque sé que están petrificados como las figuritas de una vitrina, se las dan de jóvenes. Aunque saben que ya no me sientan bien, porque estoy saqueado por la edad. Una vez me saqueó el hambre y ya no me sentaba bien mi bufanda de seda. En contra de lo que cabía esperar, fui alimentado con carne nueva. Pero todavía nadie ha inventado carne nueva contra el saqueo de la edad. Antes creía que no me dejaría deportar de noche completamente en vano al sexto, séptimo, incluso octavo campo. A lo mejor me devuelven los cinco años robados como aplazamiento del envejecimiento. No ha sido así; cuando la carne abdica, calcula de otra manera. Por dentro es yerma, y en la cara brilla como hambre de los ojos. Y dice: Todavía eres
el piano
.
Sí, respondo, un piano que ya no suena.
P
equeños tesoros son aquellos en los que pone: Aquí estoy.
Más considerables son aquellos en los que pone: Te acuerdas.
Pero los tesoros más bellos son aquellos en los que pondrá: Yo estuve allí.
En los tesoros tiene que poner
estuve allí
, decía Tur Prikulitsch. Mi nuez subía y bajaba bajo la barbilla como si me hubiera tragado el codo. El barbero decía: Aún estamos aquí. Lo quinto viene después de lo noveno.
En aquel entonces, en la barbería, yo aún creía que si no me moría allí, eso llegaría más tarde. Estarás fuera del campo, libre, seguramente incluso en casa. Entonces podrás decir:
estuve allí
. Pero el quinto viene después del noveno, tuviste un poco de
balamuk
, es decir de suerte enrevesada, y también tengo que decir dónde y cómo. Y por qué alguien como Tur Prikulitsch dijo más tarde en casa espontáneamente que a él maldita la falta que le hacía la suerte.
A lo mejor por entonces alguien del campo ya se había propuesto matar a Tur Prikulitsch después de abandonar el campo. Alguien con quien iba de un lado a otro el ángel del hambre, mientras Tur Prikulitsch llevaba por el paseo del campo sus zapatos como bolsitas de charol. En la época de
pielyhuesos
, quizá alguien, durante la revista o en el calabozo, ensayó en su mente incontables veces cómo se le podría partir la frente por la mitad a Tur Prikulitsch. O ese alguien estaba entonces cubierto hasta el cuello de nieve en alguna vía de ferrocarril, o en la
yáma
metido hasta el cuello en el carbón, o en la cantera de arena o en la torre del cemento. O yacía insomne en su catre a la luz amarilla reglamentaria del barracón cuando juró venganza. A lo mejor incluso planificó el asesinato el mismo día en que Tur habló con mirada untuosa sobre los tesoros en la barbería. O en el momento en que me preguntó en el espejo: Qué tal os va en el sótano. A lo mejor incluso en el instante en que yo respondí: Tan ricamente, cada turno es una obra de arte. Seguramente, también un asesinato con la corbata en la boca y el hacha encima del vientre es una obra de arte demorada.
Sé entretanto que en mis tesoros pone
ahí sigo
. Que el campo me dejó volver a casa para generar la distancia precisa para agrandarse en mi cabeza. Desde mi regreso ya no pone en mis tesoros
aquí estoy
, pero tampoco
estuve allí
. En mis tesoros pone:
no salgo de allí
. El campo se extiende cada vez más desde el área de la sien izquierda hasta el área de la sien derecha. En consecuencia, he de hablar de mi cráneo como de un terreno, el terreno de un campo de trabajo. Uno no puede protegerse, ni con el silencio ni con el relato. Exageras tanto en una cosa como en la otra, pero en ninguna existe
estuve allí
. Y tampoco existe una medida correcta.
Sin embargo, existen los tesoros, en eso tenía razón Tur Prikulitsch. Mi regreso es una suerte tullida, continuamente agradecida, una peonza de supervivencia que comienza a girar por cualquier porquería. Me tiene en sus manos como a todos mis tesoros, que no puedo soportar ni soltar. Uso mis tesoros desde hace más de sesenta años. Son débiles y molestos, íntimos y repugnantes, olvidadizos y rencorosos, gastados y nuevos. Son la dote de Tur Prikulitsch y no puedo diferenciarlos. Si los enumero, fallo.
Mi orgullosa inferioridad.
Mis angustiosos deseos, que reprimo mascullando entre dientes.
Mi indignada precipitación, salto inmediatamente del cero al total.
Mi porfiada condescendencia, en la que doy la razón a todos para poder reprochárselo.
Mi trastabillado oportunismo.
Mi educada avaricia.
Mi débil envidia ansiosa cuando la gente sabe qué quiere de la vida. Una sensación como lana atragantada, fría y crespa.
Mi rotundo estar vaciado a cucharadas, por estar acosado por fuera y vacío por dentro desde que ya no tengo que pasar hambre.
Mi previsibilidad lateral de separarme al caminar con las piernas hacia dentro.
Mis pesadas tardes, el tiempo se desliza despacio conmigo entre los muebles.
Mi profundo desamparo. Necesito mucha cercanía, pero no me dejo de la mano. Domino la sonrisa sedosa al retroceder. Desde el ángel del hambre no permito a nadie que me posea.
El más oneroso de mis tesoros es mi obligación de trabajar. Es la inversión del trabajo forzoso y un intercambio de salvación. Mora en mí el domador de la compasión, un pariente del ángel del hambre. Él sabe cómo amaestrar a todos los demás tesoros. Se me sube a la frente, me empuja al embrujo de la coacción porque me asusta ser libre.
Desde mi habitación se divisa el reloj de la torre sobre la colina Schlossberg de Graz. Junto a mi ventana hay un enorme tablero de dibujo. Sobre mi escritorio está mi último plano, como un mantel desteñido. Está polvoriento como el verano fuera, en las calles. Cuando lo miro, él no se acuerda de mí. Desde la primavera, un hombre con un perro blanco de pelo corto y un bastón negro extremadamente fino, que como empuñadura sólo tiene una curva débil, como una rama de vainilla agrandada, pasea diariamente por delante de mi casa. Si quisiera podría saludar al hombre y decirle que su perro se parece a un cerdo blanco, sobre el que antes podía cabalgar la nostalgia por el cielo. En el fondo me gustaría hablar alguna vez con el perro. Estaría bien que el perro fuera alguna vez de paseo solo o con la rama de vainilla, sin el hombre. A lo mejor un día viene así. De todos modos, seguiré viviendo aquí, y la calle también seguirá donde está, y el verano todavía durará mucho tiempo. Tengo tiempo y espero.
Lo que más me gusta es sentarme ante mi mesita blanca de resopal, un cuadrado de 1 metro de largo y 1 metro de ancho. Cuando el reloj de la torre da las dos y media, el sol entra en la habitación, sobre el suelo, la sombra de mi mesita es una maleta de gramófono. Me toca la canción del torvisco o la Paloma, que se baila plegado. Agarro el cojín del sofá y bailo en mi tarde tediosa.
También hay otras parejas.
He bailado ya con la tetera.
Con el azucarero.
Con la caja de galletas.
Con el teléfono.
Con el despertador.
Con el cenicero.
Con la llave de casa.
Mi pareja más pequeña es un botón arrancado del abrigo.
No es verdad.
Una vez quedó debajo de la mesita blanca de resopal una pasa polvorienta y bailé con ella. Luego me la comí. Entonces surgió una especie de lejanía dentro de mí.
E
n el verano de 1944, cuando el Ejército Rojo ya se había adentrado bastante en Rumana, el dictador fascista Antonescu fue detenido y ejecutado. Rumanía capituló, y de manera totalmente sorprendente declaró la guerra a la hasta entonces aliada Alemania nazi. En enero de 1945, el general soviético Vinogradov exigió en nombre de Stalin al gobierno rumano que todos los alemanes que vivían en Rumanía contribuyesen a la «reconstrucción» de la Unión Soviética, destruida durante la guerra. Todos los hombres y mujeres entre 17 y 45 años fueron deportados para realizar trabajos forzosos en campos de trabajo rusos.
También mi madre pasó cinco años en un campo de trabajo.
Como recordaba el pasado fascista de Rumanía, el tema de la deportación era tabú. Sólo en familia y entre personas de mucha confianza, ellas mismas deportadas, se hablaba de los años en el campo de trabajo. Y únicamente a través de alusiones veladas. Esas conversaciones furtivas acompañaron toda mi infancia. No comprendía sus contenidos, pero percibía el miedo.
En 2001 comencé a consignar conversaciones con personas de mi pueblo que en su momento habían sido deportadas. Yo sabía que también Oskar Pastior había estado en un campo, y le conté que me gustaría escribir sobre ello. Él quiso ayudarme con sus recuerdos. Nos reuníamos con regularidad, él contaba y yo anotaba. Pronto surgió el deseo de escribir el libro juntos.
Cuando Oskar Pastior murió repentinamente en 2006, yo tenía cuatro cuadernos llenos de notas manuscritas, además de esbozos para algunos capítulos. Tras su muerte me quedé como paralizada. La cercanía personal derivada de mis anotaciones engrandeció aún más la pérdida.
Sólo después de un año, y tras una larga lucha interior, me decidí a despedirme del «nosotros» para escribir sola una novela. Pero sin los detalles de Oskar Pastior sobre la vida cotidiana en el campo no habría podido hacerlo.
H
ERTA
M
ÜLLER
, Marzo de 2009.