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Authors: Matilde Asensi

Todo bajo el cielo (59 page)

BOOK: Todo bajo el cielo
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Por fin, nuestro convoy se detuvo cerca de la medianoche en uno de los andenes de la Shanghai North Railway Station, la Estación del Norte de la que habíamos partido tres meses y medio atrás —recién llegadas a China Fernanda y yo—, cargados con nuestras bolsas de viaje y disfrazados de pobres campesinos. Ahora regresábamos en primera clase y con un aspecto tan elegante que hubiera sido imposible reconocernos.

La ropa que traíamos de Pekín nos sobraba en Shanghai. Nos fuimos de allí con el agobiante calor del verano y, aunque ahora era pleno invierno, no hacía tanto frío como para llevar pieles y gorros de marta que, sin embargo, nos dejamos puestos porque no queríamos congelarnos en los
rickshaws
a esas horas de la noche. Como daba por cierto que, siguiendo mis indicaciones,
Monsieur
Julliard, el abogado de Rémy, habría vendido la casa y subastado los muebles y las obras de arte, decidí que debíamos alojarnos en un hotel de la Concesión Internacional, lejos de la Concesión Francesa controlada por la policía de
Surcos
Huang, y por eso, por recomendación de una agradable compañera de viaje, aquella primera noche la pasamos en el Astor House Hotel, donde Biao, gracias a su imponente estatura, a su elegante aspecto occidental y a una considerable cantidad de dinero que le dimos al gerente, consiguió una pequeña habitación en la zona del servicio. Fue un favor muy especial, porque dar alojamiento a un amarillo podía menoscabar la buena reputación del hotel.

Me di cuenta en seguida de que movernos con Pequeño Tigre por las zonas reservadas para los occidentales iba a ser un grave problema. Como ejemplo baste decir que, cerca del Astor, había unos bonitos jardines públicos con un cartel en la entrada que rezaba en inglés: «Prohibida la entrada a perros y chinos». Aquello pintaba mal, así que, a la mañana siguiente, dejé a los niños en el hotel bajo el solemne juramento de que no lo abandonarían de ninguna de las maneras y tomé un rickshaw para ir a visitar a M. Julliard en su despacho de la calle Millot en plena Concesión Francesa.

Fue muy agradable pasear por la ciudad. La Navidad estaba cercana y algunos edificios ya habían sido engalanados con adornos propios de esas fechas. No reconocía los sitios ni los lugares destacados porque no había tenido tiempo de visitarlos durante mi primera estancia en Shanghai, pero fue una gran alegría para mí recorrer, por fin, el famoso Bund, la gran avenida situada en la ribera oeste del Huangpu, el río sucio y de aguas amarillas por el que habíamos subido a bordo del
André Lebon
hasta los muelles de la Compagnie des Messageries Maritimes el día de nuestra llegada a China. ¡Qué cantidad de autos, de tranvías, de
rickshaws
, de bicicletas...! ¡Qué cantidad de gente! Había riqueza y opulencia como no había visto en ninguna otra parte de aquel gran país. Personas del mundo entero habían encontrado en Shanghai el lugar donde hacer negocios y vivir, donde divertirse y morir Como Rémy. O como tantos otros. De no ser por la corrupción que imperaba en la ciudad, por las bandas, las mafias y el opio, Shanghai hubiera sido una buena ciudad donde quedarse.

Atravesamos las alambradas que separaban ambas concesiones sin que los gendarmes nos pararan para pedirme la documentación, de lo que me alegré profundamente pues temía que mi nombre disparara algunas alarmas en la
Sécurité
dirigida por
Surcos
Huang. No es que le tuviera miedo después de lo sucedido en el mausoleo, pero prefería no remover las aguas turbias y pasar lo más desapercibida posible antes de abandonar Shanghai.

Nada había cambiado en el despacho de André Julliard en la calle Millot. El mismo olor a madera vieja y húmeda, el mismo cuartito acristalado y los mismos pasantes chinos deambulando entre las mesas de las jóvenes mecanógrafas. Incluso M. Julliard llevaba puesta la misma lamentable americana arrugada de la última vez. Se llevó una agradable sorpresa al verme y me recibió con afecto. Me preguntó qué había estado haciendo durante aquellos meses en los que había sido imposible encontrarme y le expliqué una extraña historia sobre un viaje de placer por el interior de China que, naturalmente, no se creyó. Mientras tomábamos unas tazas de té, volvió a sacar de un cajón el voluminoso legajo de la documentación de Rémy y me explicó que, en efecto, había vendido la casa y subastado el resto de propiedades, obteniendo una cantidad cercana a los ciento cincuenta mil francos, la mitad de la deuda, pero que aún quedaba por saldar la otra mitad. Los acreedores esperaban impacientes y algunos litigios se habían fallado ya en mi contra convirtiéndome prácticamente en una proscrita buscada por la ley.

—¡Oh, pero no se preocupe por ello! —comentó muy sonriente con su fuerte acento del sur de Francia—. Esto, en Shanghai, es de lo más normal.

—No estoy preocupada, M. Julliard —repuse—. Tengo el dinero. Voy a darle un cheque por el valor total de lo que se debe y un poco más por sus servicios y por si apareciese alguna otra deuda imprevista. Si no fuera así, dentro de un año puede quedarse con el dinero.

Sus ojos se agrandaron detrás de los cristales sucios de sus quevedos y le vi dibujar con los labios una pregunta que no llegó a formular.

—No se ponga nervioso, M. Julliard. No voy a darle un cheque sin fondos. Aquí tiene una copia de una carta de crédito del Hongkong and Shanghai Bank y aquí... —dije sacando un flamante talonario y cogiendo la pluma que él me ofrecía—, los doscientos mil francos que van a poner fin a esta pesadilla.

El pobre abogado no sabía cómo agradecerme tan generosos honorarios y se deshizo en mil amabilidades y cortesías. Ya en la puerta de su despacho, a punto de irme, le rogué que fuera discreto en la forma de pago, que no saldara de golpe todas las deudas, que lo hiciera poco a poco para no llamar la atención.

—No se preocupe,
madame
—repuso con un gesto de complicidad que no conseguí adivinar a qué santo venía—, la entiendo perfectamente y así se hará. Quédese tranquila. Cualquier cosa que desee o que necesite, cualquier servicio que yo pueda prestarle, no dude en pedírmelo. Lo haré encantado.

—Pues, mire, sí tengo algo que pedirle —repliqué con una encantadora sonrisa—. ¿Podría encargarse usted de comprar en mi nombre tres pasajes de primera clase para Marsella o Cherburgo en el primer barco que salga de Shanghai?

Me volvió a mirar muy sorprendido pero asintió con la cabeza.

—¿Incluso si saliese mañana mismo? —preguntó.

—Mejor si sale mañana mismo —dije alargándole mil dólares de plata—. En cuanto los tenga, hágamelos llegar a mi hotel, por favor. El Astor House.

Nos despedimos amistosamente, intercambiando frases de cortesía y agradecimiento mutuo y me marché de allí sintiéndome en paz con el mundo y con la grata sensación de no deberle nada a nadie por primera vez en mucho tiempo. Ser rica era muy cómodo, parecía que siempre pisabas sobre suelo firme y que llevabas una especie de escudo protector que te mantenía al margen de cualquier problema o contratiempo inesperado.

Mi siguiente parada de aquella mañana fue en el Shanghai Club. Confiaba en que Paddy Tichborne se encontrara bastante restablecido y que no le hubiera dado por beber más de la cuenta. Me llevé una gran sorpresa cuando el conserje me dijo que ya no residía allí, que se había trasladado a otro alojamiento —y, por la cara que puso, deduje que debía de tratarse de un lugar barato y pobre— en la barriada de Hong Kew. Me despedí del conserje y del busto del rey Jorge V con frialdad e indiferencia y recuperé mi asiento en el rickshaw tras darle las nuevas señas al culí.

Resultó que la barriada de Hong Kew se hallaba entre la Estación del Norte y mi hotel, por cuyas inmediaciones pasamos, pero no tenía nada que ver con el Shanghai que yo conocía. Era un lugar miserable, sucio, en el que todo el mundo daba la impresión de ser bastante peligroso. Las pintas de maleantes, ladrones e, incluso, asesinos que ostentaban los que circulaban por allí me hicieron temblar como si estuviera viendo a los mismísimos sicarios de la Banda Verde con los cuchillos en la mano. Esquivé las miradas curiosas y salí del rickshaw a toda velocidad cuando el culí se detuvo en un estrecho callejón chino frente a un edificio de ladrillos con el portal más oscuro que había visto en mi vida. Allí, en el segundo piso, vivía Tichborne. Algo muy grave debía de haberle sucedido para que ese antro fuera su nuevo hogar.

Llamé a la puerta con preocupación, esperando encontrarme cualquier cosa extraña al otro lado, pero fue el mismo gordo y canoso Paddy Tichborne que habíamos dejado en Nanking el que me abrió y, tras examinarme unos segundos desconcertado, una luz brillante se iluminó en sus ojos y en su cara se dibujó una enorme sonrisa.

—¡
Madame
De Poulain! —casi gritó.

—¡
Mister
Tichborne! ¡Qué alegría!

Y era cierto. Incomprensible, pero cierto: estaba contenía de volver a verle, muy contenta. Hasta que me fijé en sus muletas y mis ojos descendieron hacia su pierna derecha, que ya no existía por debajo de la rodilla. Llevaba la pernera del pantalón recogida hacia atrás.

—Pase, pase, por favor —me invitó, apartándose con dificultad por culpa de las muletas.

Aquel garito presentaba un aspecto lamentable. Toda la casa era una única habitación en la que se veía, a un lado, la cama de sábanas sucias y sin hacer; al otro, una diminuta cocina llena de cacharros sin fregar y de platos y vasos sucios; y, en el centro, un par de sillas y una butaca alrededor de una mesa desvencijada sobre la que había, cómo no, un montón de botellas vacías de whisky. Al fondo, junto a una pequeña repisa con libros, una puertecilla debía de llevar al patio comunitario y a los servicios. Olía mal y no sólo por la suciedad de la casa. Hacía mucho tiempo que Paddy no había tocado el jabón. Su cara, de hecho, estaba sin rasurar y su apariencia general era de desidia y descuido.

—¿Cómo está, Mme. De Poulain? ¿Cómo están los demás? ¿Y Lao Jiang? ¿Y su sobrina? ¿Y el niño chino?

Me eché a reír mientras nos acercábamos poco a poco a los asientos. No hice ningún remilgo a la hora de ocupar una de aquellas sillas grasientas y llenas de manchas.

—Bueno,
mister
Tichborne, tengo una historia muy larga que contarle.

—¿Consiguieron llegar al mausoleo del Primer Emperador? —preguntó ansioso, dejándose caer como un peso muerto en la pobre butaca, que crujió de manera peligrosa.

—Veo que está usted impaciente,
mister
Tichborne, y lo comprendo...

—Llámeme Paddy, por favor. ¡Qué alegría verla!

—Entonces, llámeme usted por mi nombre, Elvira, y así estaremos a la par.

—¿Quiere usted tomar...? —se quedó en suspenso, echando un vistazo al mezquino y sucio cuartucho—. No tengo nada que ofrecerle,
madame
… Elvira. No tengo nada que ofrecerle, Elvira.

—No se preocupe, Paddy. Estoy bien.

—¿Le importa que yo me sirva un poco de whisky? —preguntó, llenando hasta arriba un vaso sucio que había sobre la mesa.

—No, de ninguna manera. Sírvase, por favor —contesté, a pesar de que él ya estaba dando un trago tan largo que poco le faltó para beberse de golpe el vaso completo—. Pero, dígame, ¿por qué ha dejado el Shanghai Club?

Su mirada se tornó huidiza.

—Me echaron.

—¿Le echaron? —pregunté aparentando una sorpresa absolutamente fingida.

—Cuando perdí la pierna, ¿recuerda?, ya no estaba en condiciones de trabajar como corresponsal de prensa ni tampoco como delegado del
Journal
de la Royal Geographical Society,

—Pero la falta de una pierna no es motivo para que le despidan —objeté—. Usted podía seguir escribiendo, podía desplazarse por Shanghai en
rickshaw
, podía...

—No, no, Elvira —me cortó—. No me despidieron por no tener pierna, me despidieron porque empecé a beber demasiado cuando salí del hospital y no era capaz de cumplir con mis obligaciones. Y, como puede ver... —dijo, rellenando el vaso de nuevo hasta arriba y dando otro largo trago—. Como puede ver continúo bebiendo demasiado. Bueno, cuénteme, ¿dónde está Lao Jiang?, ¿por qué no ha venido con usted?

Había llegado la parte más difícil de la entrevista.

—Verá, Paddy, Lao Jiang ha muerto.

Su cara se desencajó.

—¿Cómo dice? —balbuceó, atontado.

—Bueno, déjeme contarle toda la historia desde que usted resultó herido en Nanking.

Le expliqué que, por fortuna, un destacamento de soldados del Kuomintang que pasaba por
Zkonghua Men
en el momento en que estábamos siendo atacados por la Banda Verde nos salvó de morir aquel día. Ellos se encargaron de llevárselo a su cuartel y de proporcionarle asistencia médica.

—Eso lo sé —comentó—. Tuve mucha fiebre y no recuerdo todos los detalles pero algo hay de una pelea con un oficial del Kuomintang para que me trasladaran a un hospital de Shanghai cuando dijeron que había que amputarme la pierna.

—Exacto. El Kuomintang se hizo cargo de usted por ser extranjero y corresponsal de prensa. En cuanto les informamos, se ofrecieron a ocuparse de todo.

Primera parte de la nueva versión de la historia. No íbamos mal del todo. Mientras él bebía un vaso de whisky tras otro, le fui relatando nuestro viaje en sampán hasta Hankow, nuestra estancia en Wudang, lo que tuvimos que hacer para recuperar el tercer pedazo del
jiance
, los otros ataques de la Banda Verde, la peregrinación por las montañas hasta el mausoleo en el monte Li, como conseguimos entrar gracias al maestro Jade Rojo y su Nido de Dragón, y todo lo demás. Estuve hablando mucho tiempo, dándole toda suerte de detalles —pensaba en ese libro que, quizá, escribiría algún día—, pero le oculté a conciencia los detalles políticos del asunto. No volví a mencionar al Kuomintang, ni dije nada de los jóvenes milicianos comunistas, ni del Lao Jiang que se reveló en la cámara del féretro del Primer Emperador. Le conté, en cambio, que salimos los cinco de allí y que, cuando ya estábamos en el tercer nivel, subiendo por los diez mil puentes, una de las pasarelas se soltó, por vieja y gastada, y que Lao Jiang cayó desde una altura de más de cien metros y que no pudimos hacer nada por él; al contrario, tuvimos que correr, con grave riesgo para nuestras vidas, porque las gigantescas pilastras empezaron a venirse abajo, chocando unas contra otras, provocando un terremoto que hizo temblar todo el complejo funerario. Le expliqué el truco de los espejos en el nivel del metano, y también que, cuando ya estábamos saliendo del salón del trono, que se hundía bajo nuestros pies, apareció la Banda Verde y quiso detenernos pero que, viendo que todo el mausoleo se desmoronaba, echaron a correr con nosotros y que, cuando ya estábamos fuera, se marcharon sin ayudarnos, abandonándonos en mitad de la campiña.

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