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Authors: Matilde Asensi

Todo bajo el cielo (55 page)

BOOK: Todo bajo el cielo
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Dentro, estaba completamente oscuro. Lao Jiang introdujo poco a poco el brazo con la antorcha y entonces pudimos ver que era un recinto grande, aparentemente vacío, de paredes de piedra y techos increíblemente altos.

—¿Dónde está? —exclamó nervioso el anticuario.

Nos introdujimos por el vano y miramos, desconcertados, a nuestro alrededor. Allí no había nada: suelo y paredes de piedra maciza gris en las que no se veía ni una sola grieta ni una juntura.

—¿Podría dejarme la antorcha un momento? —le pidió el maestro Rojo.

Lao Jiang se volvió, furioso.

—¿Para qué la quiere? —preguntó.

—Me ha parecido ver algo..., no sé, no estoy seguro.

El anticuario extendió el brazo para dársela pero el maestro le hizo un gesto a Biao para que la cogiera él.

—Súbete a mis hombros—le pidió después al niño.

Apenas habíamos dado unos diez pasos dentro de la cámara pero, hasta donde llegaba la luz, sólo había vacío. No imaginaba qué habría podido atisbar el maestro Rojo para pedirle a Biao una cosa tan extraña.

Con la ayuda de todos, el maestro se puso en pie con el niño encaramado a su espalda.

—Levanta el brazo todo lo que puedas e ilumina el techo.

Cuando Biao lo hizo e iluminó la bóveda no di crédito a lo que veían mis ojos: un gran cajón de hierro, de tres metros de largo, dos de ancho y uno de alto flotaba impasible en el aire sin que se apreciara, a simple vista, ninguna cadena o andamio que lo sostuviera.

—¿Qué hace el sarcófago ahí? —bramó Lao Jiang, incrédulo—. ¿Cómo puede permanecer de ese modo en el aire?

Era imposible responderle. ¿Cómo íbamos a saber nosotros qué clase de magia antigua mantenía aquel ataúd de hierro flotando como si fuera un zepelín? Biao saltó de los hombros del maestro y se quedó inmóvil, sosteniendo la antorcha.

El anticuario soltó un rugido y empezó a caminar de un lado a otro.

—Alcanzar el sarcófago no es importante, Lao Jiang —le dije, a sabiendas de que iba a recibir un exabrupto por respuesta—. Ya tenemos lo que queríamos. Vámonos de aquí.

Se detuvo en seco y me miró con ojos de loco.

—¡Váyanse! ¡Márchense! —gritó—. ¡Yo tengo que quedarme! ¡Tengo cosas que hacer!

¿De qué estaba hablando? ¿Qué le pasaba? Por el rabillo del ojo vi que el maestro Rojo, que estaba buscando alguna cosa en su bolsa, levantaba la cabeza, asustado, y se quedaba mirando fijamente a Lao Jiang.

—¿No me han oído? —continuó gritando el anticuario—. ¡Fuera, vuelvan a la superficie!

Ya me había cansado de su mala educación y de la insoportable actitud que había adoptado desde hacía un par de días. No estaba dispuesta a permitirle que nos gritara de aquella forma, como si se hubiera vuelto loco y quisiera matarnos.

—¡Basta! —chillé con toda la potencia de mis pulmones—. ¡Cállese! ¡Estoy harta de usted!

Durante unos segundos, se quedó perplejo, mirándome.

—Escúcheme —le pedí sin cambiar el gesto hosco y seco que tenía en la cara—. No hay necesidad de comportarse así ¿Por qué quiere quedarse solo? ¿No hemos sido un equipo desde que salimos de Shanghai? Si tiene que hacer alguna cosa en este lugar, como usted ha dicho, ¿por qué no la hace y nos vamos? ¿Acaso quiere bajar el sarcófago? ¡Nosotros le ayudaremos! ¿No lo hemos hecho hasta ahora? Usted solo no habría conseguido llegar hasta aquí, Lao Jiang. Tranquilícese y díganos en qué podemos ayudarle.

En sus labios apretados se fue dibujando una extraña sonrisa.

—«Tres simples zapateros hacen un sabio Zhuge Liang» —contestó.

—Como no se explique, no sé lo que quiere decir —le espeté de malos modos.

—Es un refrán chino,
madame
—susurró el maestro Rojo desde el suelo, en el que continuaba agachado con las manos paralizadas dentro de su bolsa—. Significa que cuantas más personas haya, más posibilidades de éxito.

—«Cuatro ojos ven más que dos», ¿no dicen ustedes algo así? —nos aclaró el propio anticuario, ahora ya con la cara seria—. Por eso les traje conmigo. Por eso y porque eran un buen disfraz para mí.

Yo no entendía nada. Estaba disgustada y desconcertada. Me parecía absurdo mantener una conversación semejante en una situación y un lugar como aquéllos. Durante el viaje, me había conmovido en muchas ocasiones pensando en que aquellas personas a las que no conocía de nada pocos meses atrás (incluida mi propia sobrina), ocupaban ahora un lugar muy importante en mi vida. Todo lo que habíamos sufrido nos había unido y había llegado a sentir una fuerte confianza en Fernanda, Biao, Lao Jiang, el maestro Rojo e incluso en Paddy Tichborne. Es más, por alguna razón absurda, hubiera incluido también en aquel grupo a la anciana Ming T'ien, de la que no me había olvidado. Por eso, el cambio experimentado por Lao Jiang me confundía y echaba por tierra la buena imagen que me había formado de él.

—¿Recuerda usted lo que le conté en Shanghai sobre la importancia de este lugar para mi país? —me preguntó el anticuario con una voz oscura—. Esto —e hizo un gesto con los brazos intentando abarcar la estancia completa, féretro incluido— es tan importante para el futuro como lo fue para el pasado. China es un país colonizado por los Estados imperialistas extranjeros, que nos sangran y nos someten con sus robos y exigencias y, allá donde la colonización no llega porque no interesa, perviven los restos feudales de un país moribundo dominado por los señores de la guerra. ¿Sabe usted que la Unión Soviética ha sido la única potencia que nos ha devuelto, sin pedir nada a cambio, todas las concesiones y privilegios que nos robó su anterior régimen zarista? Ninguna otra potencia lo ha hecho y los soviéticos nos han prometido, además, su apoyo en la lucha para recuperar la libertad. El verano del año pasado, doce personas nos reunimos en un lugar secreto de Shanghai para celebrar el segundo Congreso del Partido Comunista Chino.

¿Lao Jiang en el Partido Comunista? ¿Pues no era del Kuomintang?

—En aquella reunión decidimos hacer de China una república democrática y acabar con la opresión imperialista extranjera; expulsarles a ustedes, los
Yang-kwei
, a sus países, a sus misioneros, a sus comerciantes y a sus compañías mercantiles. Pero ante todo, formar un frente unido contra los que quieren la restauración de la vieja monarquía, contra todos aquellos que quieren que China vuelva al antiguo sistema feudal. ¿Y sabe por qué los comunistas hemos tenido que hacernos fuertes, aceptar la ayuda de la Unión Soviética y tomar la bandera de la libertad? Porque el doctor Sun Yatsen ha fracasado. En los doce años transcurridos desde su revolución, no ha conseguido devolver la dignidad al pueblo chino, ni reunificar este país fragmentado, ni hacer desaparecer a los señores feudales con ejércitos privados pagados por los Enanos Pardos, ni obligarles a ustedes a marcharse de nuestra tierra, ni eliminar los tratados económicos abusivos y vejatorios. El doctor Sun Yatsen es débil y está permitiendo, por miedo, que el pueblo chino siga muriendo de hambre y que ustedes, con sus democracias y su paternalismo colonial, nos sigan hundiendo más y más en la ignorancia y la desesperación.

Sin darme cuenta, su arrebatado discurso me había sacado del mausoleo del Primer Emperador y me había devuelto a las habitaciones de Paddy Tichborne en el Shanghai Club. En realidad, sus palabras no habían cambiado; era su desprecio por el doctor Sun Yatsen y su recién descubierta filiación comunista lo único nuevo de aquella inesperada situación.

—Mi oculta condición de comunista me ha permitido informar a Moscú durante los últimos dos años de los movimientos del Kuomintang y de la actividad política y comercial extranjera en Shanghai. Cuando los Eunucos Imperiales y, más tarde, la Banda Verde y los diplomáticos japoneses visitaron mi tienda de la calle Nanking, adiviné la importancia del «cofre de las cien joyas» que le había vendido a Rémy y puse sobre aviso al partido, Pero como su difunto marido, y viejo amigo mío, se negó a devolverme el cofre, tras su muerte a manos de la Banda Verde estábamos tan pendientes de su llegada y de lo que usted pudiese encontrar en la casa como lo estaban los imperialistas, sólo que nosotros contábamos con mi vieja amistad con Rémy para averiguar qué estaba agitando los cimientos de la corte imperial de Pekín. Cuando usted me prestó el cofre y pude examinar su contenido, descubrí asombrado la versión original de la leyenda del Príncipe de Gui, con las pistas necesarias para encontrar el
jiance
que podía traernos hasta este mausoleo de Shi Huang Ti. Advertí inmediatamente al Comité Central del partido el cual, mientras decidía qué tipo de acciones íbamos a emprender, me ordenó informar a Sun Yatsen con el resultado que usted ya conoce. El doctor Sun me considera un gran amigo y un fiel partidario, por lo que siempre dispongo de abundante información. Nadie sabe en el Kuomintang que soy miembro del Partido Comunista porque, tal y como le expliqué cierto día, estas dos formaciones trabajan unidas en la actualidad, aunque sólo en apariencia. Antes o después terminaremos enfrentándonos. El doctor Sun, como usted sabe, se ofreció a costear nuestro viaje con el objetivo que ya le comenté: financiar al Kuomintang e impedir la restauración imperial. El Comité Central de mi partido, por el contrario, me dio una orden muy clara y terminante: bajo la tapadera de la misión del doctor Sun, mi verdadera tarea sería destruir este mausoleo.

—¡Destruir el mausoleo! —exclamé horrorizada.

—No se sorprenda —me advirtió y, luego, miró a los demás—. Usted tampoco, maestro Jade Rojo. Mucha gente conoce ya la existencia de este lugar perdido durante dos mil años. No sólo los manchúes de la última dinastía y los japoneses del Mikado sino también la Banda Verde y el Kuomintang. ¿Cuánto tiempo creen que va a tardar cualquiera de ellos en hacer uso de lo que hay aquí y, sobre todo, de ese extraño féretro flotante que tenemos sobre nuestras cabezas? ¿Sabe lo que significaría todo esto para el pueblo de China? A nosotros, los comunistas, nos dan igual las riquezas que contiene este lugar. No nos interesan. Sin embargo, los otros, además de lucrarse con todos los tesoros que hemos visto, utilizarán este descubrimiento para hacerse con una China cansada de las luchas por el poder, hambrienta y enferma. Cientos de millones de campesinos pobres serán manipulados para volver a la anterior situación de esclavitud en lugar de convertirse, como nosotros deseamos, en luchadores por la libertad y la igualdad. No sólo es ese despreciable Puyi quien desea convertirse en emperador. ¿Qué cree que haría el doctor Sun Yatsen? ¿Y qué harían las potencias extranjeras si cayera en manos de Sun Yatsen? ¿Cuánta sangre se derramaría si los señores de la guerra decidieran venir hasta aquí para hacerse con los tesoros? ¿Cuántos de ellos querrían ser emperadores de una nueva dinastía ya no manchú sino auténticamente china? Quien consiguiera apoderarse de esto —afirmó señalando hacia arriba— sería bendecido por el fundador de esta nación para apoderarse, en su nombre, de «Todo bajo el Cielo» y, créanme, no lo vamos a consentir. China no está preparada para asimilar este lugar sin graves consecuencias para su futuro. Algún día lo estará, se lo aseguro, pero ahora todavía no.

—¿Y tiene que destruir el mausoleo? —pregunté incrédula.

—Por supuesto, no lo dude. Así me lo han ordenado. Voy a permitir que ustedes se lleven todo lo que han cogido. Es mi manera de agradecerles lo que han hecho, que ha sido mucho. He tenido que utilizarles para llegar hasta aquí y mantener en el engaño tanto al Kuomintang como a la Banda Verde.

—¿Y qué me dice de Paddy Tichborne? —le pregunté—. ¿También es comunista como usted? ¿Estaba al tanto de todo esto?

—En absoluto, Elvira. Paddy es sólo un buen amigo, muy útil para recabar información en Shanghai, al que tuve que recurrir para llegar hasta usted.

—¿Y qué dirá cuando sepa todo esto?

El anticuario se rió a carcajadas.

—¡Espero que algún día escriba un buen libro de aventuras sobre esta historia, como ya le comenté! Nos ayudará mucho a convertir todo esto en una leyenda inverosímil. Yo, por supuesto, negaré haber estado aquí y, si alguien quiere venir a comprobar si hay algo de verdad en lo que ustedes puedan contar a partir de hoy, ya no encontrará nada porque voy a destruir este lugar.

Se agachó a recoger su bolsa y se la echó al hombro.

—Y no se le ocurra atacarme, maestro Jade Rojo, o haré explotar este lugar con todos ustedes dentro. Ayude a Elvira y a los niños a salir rápidamente.

—¿Usted va a morir, Lao Jiang? —le preguntó un Biao asustado y al borde de las lágrimas.

—No, no voy a morir —le aseguró fríamente el anticuario, ofendido al parecer por la pregunta—, pero no quiero que estén aquí mientras preparo los explosivos. No dispongo de todo el material que sería necesario para volar completamente este lugar, así que debo colocar las cargas de manera que la estructura se venga abajo y se hunda todo el complejo. La cuerda que utilizamos en el segundo nivel y que no quise estropear con el mercurio, Elvira, es una de las mechas que he traído para esta misión y, como comprenderá, necesito cada centímetro de ellas porque yo también tengo que salir de aquí. Son mechas lentas pero, aun así, la complejidad del mausoleo y la dificultad de los seis subterráneos van a ponerme las cosas muy difíciles para llegar a la superficie. Supongo que tardaré una hora u hora y media en preparar la detonación y dispondré de otra hora más, aproximadamente, para salir de aquí. Por eso les ruego que se marchen ya. Ustedes tienen dos horas y media para llegar arriba, salir por el pozo y alejarse, así que ¡váyanse! ¡Váyanse ya!

—¡Dos horas y media! —exclamé, desesperada—. ¡No nos haga esto, Lao Jiang! ¿Qué prisa tiene? ¡Dénos más tiempo! ¡No lo vamos a conseguir!

Él sonrió con pesar.

—No puedo, Elvira. Ustedes han estado convencidos todo el tiempo de que nos habíamos librado definitivamente de la Banda Verde cuando salimos de Shang-hsien, pero la Banda Verde es muy lista y tiene sicarios y recursos por todas partes. Hágase usted misma esta reflexión: al día siguiente de nuestra partida de aquel pueblo, cuando nuestros dobles se detuvieron y se dieron la vuelta, la Banda descubrió que les habíamos engañado, O bien abandonaron la búsqueda, cosa harto improbable, o bien regresaron a Shang-hsien e interrogaron a todo el mundo hasta descubrir lo que había pasado y por dónde nos habíamos ido. Puede que, en ese momento, aún llevásemos dos días de ventaja, pero sin duda consiguieron toda la información que necesitaban tanto del guía que nos sacó del pueblo y nos acompañó hasta el bosque de pinos como de los balseros que nos ayudaron a cruzar los ríos entre Shang-hsien y T'ieh-lu, el villorrio con el apeadero del tren donde compramos la comida y, aunque cada día limpiábamos todo antes de volver a montar, no es difícil suponer que encontraron algún indicio, por pequeño que fuera, de nuestras hogueras nocturnas y nuestros desperdicios. De todos modos, tampoco les era necesario. Entre Shang-hsien y T'ieh-lu hay una línea recta muy fácil de seguir. ¿Y qué creen que les dirían en la tiendecilla de la estación? Que sí, que efectivamente estuvimos allí hace tres días y que vinimos en esta dirección. Nuestros animales, que siguen arriba, serán la última referencia que necesiten para encontrar la boca del pozo. En caso de que siguiéramos manteniendo los dos días de ventaja, o incluso si añadimos un día más por el tiempo que perdieron interrogando a la gente de Shang-hsien y siguiendo nuestras huellas, los sicarios de la Banda Verde ya están aquí, dentro del mausoleo.

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