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Authors: Matilde Asensi
No pude evitar una gran sonrisa.
—¿Nos asaltarán aquí unos sicarios chiquititos de la Banda Verde? —bromeó mi sobrina.
—Pues le ruego, Lao Jiang —le pedí yo— que no nos haga llegar hasta el mausoleo cruzando de nuevo la cordillera Qin Ling. ¿Podríamos tomar la carretera principal que lleva hasta Xi'an?
—Por supuesto.
Atravesamos la pequeña Shang-hsien que, pese a su reducido tamaño, parecía mucho más suntuosa y elegante que su versión actual, y salimos por la puerta oeste para seguir la ruta hasta Hongmenhe que, en realidad, se encontraba a unos escasos cincuenta metros. Marchábamos entusiasmados, fijándonos en todos los detalles de aquella maravillosa reconstrucción. En los brillantes caminos de bronce encontramos estatuas a escala representando carreteros tirando de sus bueyes, campesinos levantando la azada en el aire en un eterno gesto de cultivar la tierra, carromatos llenos de frutas y verduras que se dirigían a la capital, solitarios caballeros sobre sus monturas, animales de corral como gallinas o cerdos... Era un país en miniatura, laborioso y lleno de vida, una vida que aumentaba de intensidad conforme nos acercábamos al corazón de aquel mundo: la imperial Xianyang. No dábamos crédito a lo que veíamos. Ni la imaginación más desbordante, hubiera podido inventar un lugar así.
—¿No deberíamos ir hacia el monte Li y buscar de nuevo la colina que señala el mausoleo? —preguntó de pronto Biao.
—No creo que el emperador hiciera reproducir el palacio funerario dentro de su propio túmulo —dijo Lao Jiang—. Lo lógico es que quisiera ser enterrado en su palacio imperial de Xianyang. Si no está allí, lo buscaremos donde tú has dicho.
Pasamos por hermosas ciudades, cruzamos puentes sobre riachuelos que brillaban como la plata a la luz de las lámparas de grasa de ballena, sorteamos las cada vez más numerosas estatuas que representaban de manera increíble la vida cotidiana de aquel imperio desaparecido y, por fin, cuando empezábamos a tener la sensación de formar parte de un extraño mundo donde todos los seres y todos los edificios habían sido congelados en el tiempo, nos encontramos frente a unas inmensas murallas de tamaño real que protegían lo que Lao Jiang dijo que era el Parque Shanglin, un lugar excepcional construido al sur del río Wei para el esparcimiento de los reyes de Qin y, luego, ampliado por el Primer Emperador.
—De hecho —contó Lao Jiang—, poco antes de morir, Shi Huang Ti decidió que estaba harto del ruido, la suciedad y la acumulación de gente de Xianyang, situada al norte del Wei, y ordenó la construcción de un nuevo palacio imperial dentro de este parque, entre los preciosos jardines que en él había. Sima Qian relata que el nuevo palacio de Afang, que nunca se terminó, hubiera sido el más grande de todos los palacios jamás construidos y, con todo, sólo era la entrada a un monumental complejo palatino que, según el proyecto, hubiera tenido cientos de kilómetros de extensión. Pero al morir Shi Huang Ti, las obras se paralizaron y sólo quedó terminada la gran sala de audiencias, en la que podían sentarse diez mil hombres y plantarse estandartes de dieciocho metros de altura. Si no recuerdo mal, Sima Qian decía que de la parte baja de esta gran sala partía un camino que iba en línea recta hasta la cima de una montaña cercana, y otro camino, éste elevado y cubierto, llevaba desde Afang hasta Xianyang, pasando por encima del río Wei. Pero el Primer Emperador tenía muchos palacios en la capital, tantos que no se sabe el número con certeza. Por lo visto no quería que nadie supiera nunca dónde se encontraba y todas sus residencias estaban conectadas por túneles y corredores elevados que le permitían moverse de un sitio a otro sin ser visto. Afang era su palacio definitivo, su gran sueño, en el que puso a trabajar a cientos de miles de presos. Por eso pienso que mandó construir una réplica de Afang aquí abajo para que fuera también su morada final.
—Pero si el de arriba no pudo terminarse... —comenté.
—El de aquí abajo tampoco —convino Lao Jiang—. Ambas obras se construyeron a la vez, Afang y el mausoleo, así que supongo que las dos se paralizarían en el mismo punto. Si estoy en lo cierto, el verdadero sepulcro del Primer Emperador tiene que encontrarse en el duplicado subterráneo de esa magnífica sala de audiencias.
Cruzamos las murallas por una gran puerta de bronce ricamente labrada y decorada con lo que no me atreví a pensar que fueran enormes piedras preciosas y nos encontramos, de repente, en un espléndido jardín donde los árboles eran de tamaño natural así como los senderos y los riachuelos por los que corría el azogue. El cielo de bronce se tornó repentinamente azul —pintado, sin duda— y dejó de reflejar el brillo de las lámparas que ahora eran faroles colgados de las ramas o colocados sobre pilones de piedra a los lados del camino.
—¿Cómo puede ser que el mercurio se siga moviendo después de dos mil años? —preguntó Biao, que parecía sinceramente preocupado por el asunto.
Ninguno supimos responder a su pregunta. Lao Jiang y el maestro Rojo se enzarzaron en mil y una explicaciones, a cual más rocambolesca, sobre los posibles tipos de mecanismos automáticos capaces de accionar aquellos ríos desde alguna parte invisible del mausoleo. Mientras, seguíamos caminando por aquellos jardines increíblemente hermosos a los que los de Yuyuan, en Shanghai, incluso en sus mejores épocas Ming, no hubieran podido aproximarse ni por casualidad. No cabía duda de que tanto los árboles como el resto del mundo vegetal allí representado estaba hecho de arcilla cocida como las estatuas que habíamos ido encontrando por todo el mausoleo, pero sus colores permanecían brillantes, fuertes y yo no conseguía entender cómo ciertas obras artísticas muy posteriores en el tiempo (ciertos frescos del Renacimiento, por ejemplo) se encontraban en un estado lamentable mientras aquellos pigmentos sobre arcilla aparecían tan flamantes como el mismísimo día en que los elaboraron. Quizá fuera por el hecho de estar encerrados allá abajo sin que cambiase la humedad del aire, ni les diese el viento ni la gente pasara constantemente por allí. Con toda seguridad, si alguna de aquellas estatuas fuera sacada al exterior, sus colores se perderían para siempre. El bronce del suelo estaba cincelado de manera que aparentaba la textura de la tierra, la arena o la hierba, y las piedras que servían de decoración en recodos y rincones, y que eran naturales, tenían las formas más curiosas y elegantes que se pueda imaginar. Fue mi sobrina la que descubrió que en los riachuelos de mercurio había alguna otra cosa:
—¡Oh, Dios mío, miren esto! —exclamó inclinada sobre la barandilla de un puente, señalando hacia abajo con el brazo extendido.
Todos nos precipitamos para examinar aquella superficie líquida y plateada que, en su fluir, arrastraba unos extraños peces flotantes que parecían hechos de hierro. En realidad, la forma de peces hacía tiempo que la habían perdido y eran como los restos del casco de un barco naufragado: deformes, comidos por el óxido y arruinados.
—Debían de ser hermosos animales acuáticos de buen acero cuando los soltaron en el mercurio —comentó el anticuario.
Muy bien, primer desajuste histórico. Por ahí sí que no estaba dispuesta a pasar.
—El acero, Lao Jiang, creo que lo inventó un americano el siglo pasado.
—Lo siento, Elvira, pero el acero se inventó en China durante el Período de los Reinos Combatientes, previamente a la unificación del Primer Emperador. El hierro fundido lo descubrimos en el siglo IV antes de la era actual aunque ustedes los occidentales se empeñen en adjudicarse estos avances muchos siglos más tarde. En China siempre hemos tenido buenas arcillas para la construcción de hornos y fundiciones.
—Es cierto,
madame
.
—¿Y por qué hicieron estos peces de acero y no de oro o de plata? —preguntó Fernanda, viendo cómo se alejaban aquellos tristes restos río abajo.
—El oro y la plata se hubieran aleado con el mercurio y habrían desaparecido, mientras que el hierro es resistente y el acero no es otra cosa que hierro templado.
Continuamos nuestro camino a través de los jardines descubriendo cosas aún más asombrosas, como hermosos pájaros alineados en las ramas de los árboles, ocas, gansos y grullas picoteando en el suelo entre macizos de flores y cañas de bambú, ciervos, perros, extraños leones alados, corderos y, significativamente, un abundante número de esos feos animales llamados tianlus, monstruos míticos con poderes mágicos que, al igual que los leones alados, tienen por misión proteger el alma del fallecido defendiéndola de los espíritus malignos y de los demonios. También había pabellones colocados en medio de los riachuelos, con sus tejados cornudos, sus mesas para tomar un refrigerio y sus orquestas de músicos con antiguos instrumentos; había, además, unas oxidadas barquichuelas de acero graciosamente colocadas en un pequeño muelle cercano; un ejército de siervos de tamaño natural a lo largo de las veredas (de repente, te encontrabas con alguien a la vuelta de una esquina y te llevabas un susto de muerte hasta que descubrías que era una estatua y, entonces, te lo llevabas también); templetes en los que actuaban grupos de acróbatas o atletas como los que habíamos visto en la sala de banquetes; bandejas con jarras y vasos de finísimo jade dispuestos para saciar la supuesta sed del emperador; cestas de frutas hechas de perlas, rubíes, esmeraldas, turquesas, topacios... Mis ojos no podían despegarse de aquella inmensa riqueza, de aquella opulencia exagerada. Cierto, todo eso pagaría mis deudas y me devolvería la libertad, pero ¿por qué y para qué quiso acumular tanto aquel Primer Emperador? Debía de tratarse de algún tipo de enfermedad porque, una vez que tienes todo lo que necesitas y quieres, ¿de qué te sirve acumular, por ejemplo, cestas de frutas hechas con piedras preciosas o un sinfín de palacios en los que acabas viviendo a escondidas del mundo?
Todos menos Lao Jiang cogíamos lo que nos gustaba y lo íbamos echando en las bolsas. El anticuario decía que eso eran menudencias y que el gran tesoro se encontraba en el auténtico palacio funerario del emperador, pero aún tardamos un buen rato en salir de los jardines y toparnos, al fin, con la edificación más enorme que habíamos visto en nuestras vidas: una especie de pabellón inmenso de paredes rojas con varios tejados negros superpuestos y numerosas escaleras se levantaba en mitad de una nueva explanada de la que no se divisaban los confines. También allí las pilastras ardían incansablemente haciendo refulgir tanto las gigantescas estatuas de bronce de unos guerreros que vigilaban el camino de acceso como el brillante suelo y un techo increíble cuajado de constelaciones celestes de tamaño descomunal que desprendían destellos luminosos de todos los colores imaginables. Claramente se divisaba, allá arriba, la figura de un grandioso cuervo rojo al sur, que no podía estar hecho más que de rubíes o de ágatas; una tortuga negra al norte realizada con ópalos o cuarzos; al oeste, un tigre blanco de jade; al este, un impresionante y hermoso dragón verde elaborado sin duda con turquesas o esmeraldas; y, en el centro, sobre la gigantesca sala de audiencias del palacio subterráneo de Afang, una exquisita serpiente amarilla de topacios.
¡Qué belleza y qué desmesura! Nos quedamos embobados mirando aquella imagen que se abría ante nuestros asombrados ojos como si no fuera real, como si fuera un lugar de fantasía imposible de concebir. Pero era cierto, era auténtico, y nosotros estábamos allí para observarlo.
—Creo que tenemos un problema —me pareció que decía el maestro Rojo.
—¿Qué pasa ahora? —La voz de Lao Jiang también sonaba irreal.
—No podemos llegar hasta allí —repuso el maestro y, entonces, a la fuerza, tuve que despegar los ojos de aquel maravilloso techo para mirarle a él y vi que señalaba con el brazo el grupo de escaleras centrales de la inmensa sala de audiencias y que lo hacía porque un gran río de mercurio de unos cinco metros de ancho, que rodeaba la interminable explanada como un foso medieval, nos cortaba el paso.
—¿No hay ningún puente a la vista? —pregunté innecesariamente porque yo misma podía comprobar que no había ninguno.
—«Y en el sexto, el auténtico lugar de enterramiento del Dragón Primigenio —recitó de memoria Lao Jiang—, tendrás que salvar un gran río de mercurio para llegar a los tesoros.» ¿Cómo hemos podido olvidarlo? —se lamentó.
—¿Por qué no usamos las barcas de hierro que había cerca de los pabellones del jardín? —propuso Fernanda.
—Pesan demasiado —arguyó el maestro Rojo, sacudiendo la cabeza—. Ni siquiera entre los cinco podríamos acarrear una de ellas. Además, tendríamos que romper muchos de esos bonitos árboles de arcilla para traerlas hasta aquí.
—Pues no hay otra solución —objetó Lao Jiang, enfadado. Se le veía congestionado, sudoroso. Su paciencia estaba llegando al límite.
—Pues usemos los árboles —propuse sin pensar—. Podemos talar... es decir, romper algunos de ellos por su base y, con la cuerda que usted tiene, fabricar una balsa.
—No, con mi cuerda no —rechazó de plano cortando el aire con la mano de manera tajante.
—¿Por qué? —me extrañé.
—Podemos necesitarla a la salida.
—¡Eso no es verdad! —me enfadé—. Tenemos los seis niveles abiertos. Lo más difícil es volver a pasar por los puentes y atravesar el metano. No vamos a necesitar su cuerda para nada.
—¡Un momento, por favor! —nos interrumpió el maestro Rojo—. No discutan. Si Da Teh no quiere estropear su cuerda con la plata líquida, no la usaremos. Tengo otra idea. ¿Recuerdan los peces de acero que vimos flotando en la corriente de aquel riachuelo?
Todos asentimos.
—Pues ¿por qué no intentamos cruzar a nado?
—¿Nadar en el mercurio? —me sorprendí,
—Es un líquido muy denso, maestro Jade Rojo —objetó Lao Jiang—. No creo que sea posible. Nos agotaríamos antes de llegar a la mitad, si es que llegamos.
—Sí, tiene usted razón —admitió el monje—, pero los peces flotaban así que nosotros también. Si utilizamos pértigas para desplazarnos, podremos llegar fácilmente al otro lado.
—¿Y de dónde sacamos las pértigas? —pregunté.
—¡Las cañas de bambú del jardín! —exclamó Fernanda—. Podemos coger algunas y nos empujamos con ellas. ¡Seremos como gondoleros de Venecia!
El maestro Rojo y Biao la miraron sin comprender. Los gondoleros de Venecia debían de ser para ellos lo mismo que los
tianlus
para nosotros.
Tonterías al margen, yo no veía nada claro eso de que nos metiéramos en el mercurio. Al fin y al cabo no dejaba de ser un metal y sumergirse en un metal parecía algo peligroso, sin contar con el frío terrible que hacía en aquel subterráneo. ¿Y si tragábamos involuntariamente una cierta cantidad y nos envenenábamos? Sabía que era un componente común de muchos medicamentos, sobre todo de los purgantes, de los antilombrices y de algunos antisépticos
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, pero me daba miedo que, en cantidades superiores a las prescritas por los médicos, tuviera efectos perjudiciales para la salud.