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Authors: Matilde Asensi

Todo bajo el cielo (27 page)

BOOK: Todo bajo el cielo
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Preocupada por la ausencia de Fernanda, cuando salimos del cuarto de estudio le dije a Biao que la buscara y la trajera inmediatamente a casa. Era muy tarde ya y la niña llevaba fuera todo el día. Además, se había marchado enfadada y triste y no quería que hiciera alguna tontería. Así que Biao partió a la carrera en busca de su Joven Ama y yo me quedé sola en el patio, bajo el porche, oyendo el potente ruido de la lluvia y mirando cómo el agua regaba las plantas y las flores. De repente, el corazón me dio un salto en el pecho y se me desbocaron las palpitaciones. Hacía tanto tiempo que no había tenido trastornos cardíacos que me asusté muchísimo. Empecé a dar vueltas como una loca de un lado a otro, luchando contra la idea de que iba a morir en aquel mismo instante fulminada por un ataque al corazón. Intentaba decirme que sólo era una de mis crisis neurasténicas, pero eso ya lo sabía y saberlo no me servía de nada. ¡Qué poco me habían durado los efectos saludables del viaje! En cuanto me había establecido de nuevo en una casa, la hipocondría se había adueñado otra vez de mí. Acallada por las distracciones de los últimos meses, la vieja enemiga se alzaba ahora poderosa aprovechando la primera ocasión. Por suerte, la niña y Biao hicieron su entrada por la puerta armando mucho alboroto y distrayéndome de mis negros pensamientos.

—¡Ha sido estupendo, tía! —exclamaba Fernanda sacudiéndose el agua de encima como un perro. Estaba absolutamente empapada y traía las mejillas y las orejas encendidas. Pequeño Tigre la miraba con envidia—. ¡He pasado todo el día en un patio muy grande con otros novicios y novicias, haciendo una gimnasia muy parecida a los ejercicios taichi!

Lao Jiang se asomó desde la galería del piso superior con cara de pocos amigos.

—¿Se puede saber qué ocurre?

—Fernanda ha vuelto encantada de su primer día como novicia de Wudang —comenté en tono de broma sin dejar de contemplar a la niña. Daba gusto verla tan contenta. No era lo normal.

El anticuario, de pronto muy satisfecho, empezó a bajar la escalera hacia nosotros.

—Eso es magnífico —comentó sonriente.

—Será magnífico —atajé muy seria, dirigiéndome a mi sobrina—, pero ahora vas a ir a secarte y a cambiarte de ropa antes de coger una pulmonía.

La cara de Fernanda se ensombreció.

—¿Ahora?

—Ahora mismo —le ordené señalando con el dedo la entrada de nuestra habitación.

Como la lluvia hacía mucho ruido, mientras la niña volvía nos dirigimos hacia el cuarto de Biao, el de recibir a las visitas, y nos sentamos en el suelo, sobre cojines de raso hermosamente bordados. Lao Jiang me miraba sonriente.

—Creo que este viaje —dijo complacido— va a ser muy enriquecedor para usted y para la hija de su hermana.

—¿Sabe lo que yo he aprendido hoy? —repuse—. La extraña teoría del yin y el yang y los Cinco Elementos.

Sonrió ampliamente, con manifiesto orgullo.

—Están conociendo ustedes muchas cosas importantes de la cultura china, las ideas principales que han dado lugar a los grandes modelos filosóficos y que han servido de base para la medicina, la música, las matemáticas...

Fernanda apareció como una tromba en ese momento, secándose el pelo con una fina tela de algodón.

—O sea —dijo mientras entraba y tomaba asiento—, estaba claro que yo no iba a entender nada, ¿verdad? Todos eran chinos y hablaban en chino y yo pensaba que aquello era una tontería. Además, llovía a mares y quería volver aquí. Pero, entonces, el maestro, el
shifu
, se me acercó y, con mucha paciencia, empezó a repetir una y otra vez los nombres y los movimientos hasta que fui capaz de imitarlos bastante bien. El resto de los novicios nos seguía pero, al principio, se reían de mí. Sin embargo, al ver que shifu les ignoraba y que sólo estaba conmigo, empezaron a trabajar en serio.

Tiró la larga toalla sobre una mesita de té y se puso en pie de un salto en el centro de la habitación.

—No irás a escenificarnos lo que has aprendido, ¿verdad? —me espanté. Le vi en la cara una primera reacción de rabia pero la presencia del anticuario la contuvo.

—Quisiera acompañar mañana a la Joven Ama —declaró Biao en ese momento.

—¿Qué has dicho? —repuso Lao Jiang, mirando al niño con severidad.

—Que quiero acompañar mañana a la Joven Ama. ¿Por qué no puedo aprender yo también artes marciales?

Por muy alto que fuera, sólo tenía trece años y aquel día, conmigo, se había aburrido demasiado.

—Por supuesto que no. Tu deber es servir de intérprete a tu Ama Mayor.

—¡Pero yo quiero aprender lucha! —protestó Pequeño Tigre, tan enfadado que me sorprendió.

—¿Qué es esto? —bramó el anticuario, mirándome—. ¿Va usted a consentir que un criado se tome estas confianzas?

—No, claro que no —titubeé, no muy segura de lo que debía hacer. Lao Jiang se puso en pie y se acercó hasta un hermoso jarrón que descansaba sobre el suelo, en una esquina, para coger un largo tallo de bambú.

—¿Quiere que proceda yo en su nombre? —me sugirió al ver mi cara de aprensión.

—¿Es que va a pegarle? —exclamé horrorizada—. ¡De ninguna de las maneras! ¡Deje ese bambú!

—Usted no es china, Elvira, y no sabe cómo funcionan las cosas aquí. Incluso los altos funcionarios de la corte imperial admiten que recibir unos buenos azotes cuando lo han merecido es un castigo honroso que debe aceptarse con dignidad. Le ruego que no intervenga.

Ni que decir tiene que Fernanda y yo lloramos a lágrima viva mientras fuera, en el patio, se oía el silbido del bambú cortando el aire antes de golpear el trasero de Pequeño Tigre. Cada chasquido nos dolía a nosotras en el corazón. Desde luego, el niño se merecía un castigo, pero con mandarlo a la cama sin cenar hubiera sido suficiente. En China, sin embargo, una ancestral costumbre ordenaba que los criados que se tomaran excesivas confianzas con sus amos recibieran una buena somanta de palos. Por fortuna, las consecuencias de aquel mal trago fueron leves: el niño no pudo sentarse durante un par de días. Por lo demás, a la mañana siguiente apareció en nuestra habitación para abrir las ventanas y airear los
k'angs
como si nada hubiera ocurrido.

Seguía lloviendo a raudales y no hay ánimo que pueda soportar un tiempo tan desapacible sin caer en una cierta melancolía. La cosa se agravó cuando Fernanda fue incapaz de ponerse en pie para desayunar y descubrí que tenía una fiebre altísima. Inmediatamente, Lao Jiang mandó a Biao a por uno de los médicos del monasterio que no tardó en aparecer con todos sus extraños útiles de galeno chino. Fernanda tiritaba bajo la montaña de mantas que le habíamos puesto encima y mi preocupación tocó techo cuando vi que el monje trituraba unas hierbas no muy limpias y se las hacía ingerir a mi sobrina disueltas en un poco de agua. Estuve a punto de gritar y de lanzarme como una fiera contra el brujo que iba a matar a la niña con potingues alquímicos venenosos, pero Lao Jiang me contuvo, sujetándome por los brazos sin misericordia y susurrándome al oído que los médicos de Wudang eran los mejores de China y que la Montaña Misteriosa era la herboristería donde compraban sus productos los doctores más importantes. No me convenció. Me sentí culpable por no haber previsto que podríamos necesitar algunos medicamentos occidentales (Novamidón, Fenacetina...) y me dije que, si le pasaba algo a la niña, no podría perdonármelo nunca. Ella no tenía a nadie en el mundo más que a mí y yo, ahora que Rémy había muerto, sólo la tenía a ella y a mi edad y con mis alteraciones cardíacas, perder a las dos personas más importantes de mi vida en menos de un año sería sin duda mi fin. No lo soportaría.

Permanecí toda la mañana sentada a su lado, viéndola dormir y oyéndola gemir entre sueños inquietos. Lao Jiang y Biao tuvieron que cuidar de las dos. A mí me trajeron té muy caliente en varias ocasiones —no quise comer nada— y a Fernanda le hicieron beber la infusión de hierbajos que le había prescrito el brujo de Wudang. En una ocasión en que las lágrimas me resbalaban copiosamente por las mejillas sin poder evitarlo, el anticuario, acercando un cojín al mío, se sentó a mi lado.

—La hija de su hermana se curará —afirmó.

—Pero ¿y si ha contraído esa peste pulmonar que está matando a millones de sus compatriotas por todo el país? —objeté, desesperada. Me costaba hablar porque me costaba respirar.

—¿Recuerda las palabras del Tao te king que le dijo el abad?

—No, no recuerdo nada —dejé escapar, molesta.

—«Sólo con la moderación se puede estar preparado para afrontar los acontecimientos. Estar preparado para afrontar los acontecimientos es poseer una acrecentada reserva de virtud. Con una acrecentada reserva de virtud, nada hay que no se pueda superar; cuando todo se puede superar, nadie hay que conozca los límites de su fuerza.»

—¿Y qué?

—Que usted, Elvira, necesita trabajar su moderación. El T
ao te king
insiste siempre en que la mente debe estar sosegada y en paz, las emociones contenidas y bajo el dominio de nuestra voluntad, el cuerpo descansado y los sentidos tranquilos. Lo contrario es nocivo para la salud. Una mente excitada por unas emociones sin control, en un cuerpo cansado y con los sentidos agitados es una invitación a la desdicha y la enfermedad. Su objetivo debería ser siempre la moderación, el justo término medio. Fernandina no va a morir. Sólo tiene un enfriamiento que, mal tratado, podría ser grave, no se lo discuto, pero está en las mejores manos y pronto volverá a sus clases con el resto de los novicios.

—¡No volverá, puede estar seguro! ¡No pienso dejar que asista a ninguna clase más!

—Moderación,
madame
, por favor. Moderación para afrontar la enfermedad de la hija de su hermana; moderación para enfrentarse a sus problemas económicos; moderación para resistir a sus miedos.

Acusé con dignidad el golpe y le miré de soslayo, un tanto ofendida.

—¿De qué está hablando?

—Durante nuestro viaje hasta aquí, siempre que la vi tranquilamente sentada, con la mirada perdida, el gesto de su cara era de ansia y preocupación. Sus movimientos taichi son rígidos, jamás fluyen. Sus músculos y sus tendones están agarrotados. Su energía
qi
se encuentra bloqueada en múltiples puntos de los meridianos de su cuerpo. Por eso el abad le aconsejó moderación. Debe usted saber que puede superarlo todo en esta vida porque los límites de su fuerza son inabarcables. No tenga tanto miedo. La moderación es uno de los secretos de la salud y la longevidad.

—¡Déjeme en paz! —atiné a decir entre lágrimas. Mi sobrina estaba ahí delante, terriblemente enferma de vaya usted a saber qué, y el anticuario se creía con derecho a soltarme un sermón sobre unas rancias palabras escritas en un viejo libro desconocido en el mundo civilizado.

—¿Quiere que me vaya?

—¡Por favor!

Al cabo de un rato, aún enfadada, terminé por quedarme dormida sobre el suelo, con la cabeza apoyada en el k'ang de Fernanda. Por suerte, no pasó mucho tiempo (hubiera podido enfermar, con la humedad y el frío) antes de que mi sobrina se despertara y empezara a revolverse bajo las mantas.

—¡Quite la cabeza de mis piernas, tía! Me estoy muriendo de calor.

Abrí los ojos, atontada por el sueño.

—¿Cómo estás? —farfullé.

—Perfectamente. No me he encontrado mejor en toda mi vida.

—¿En serio? —No podía creerlo. En menos que canta un gallo había pasado de unas fiebres que casi la hacían delirar a la normalidad más absoluta.

—Y tan en serio —repuso, destapándose y dando un pequeño brinco desde el
k'ang
hasta el suelo—. Quiero mi ropa.

—Hoy no irás a ninguna parte, muchacha —objeté muy seriamente—. Aún no te has recuperado del todo.

Tras una larga —larguísima— mirada de indignación vino una interminable retahíla de protestas, condenaciones, promesas y lamentos que me dejaron absolutamente fría. Ni por todo el oro del mundo iba a permitirle salir de casa aquel día, aunque, a última hora de la tarde estaba profundamente arrepentida de mi decisión: sus lloros y quejas se oían de tal modo en el silencio del monasterio que un grupo numeroso de monjes y monjas se había congregado frente a nuestra puerta para saber qué ocurría. De todos modos, yo estaba contenta: mejor llorona y escandalosa que no taciturna y muda como antes.

Habíamos perdido un día entero de trabajo, así que, tras una buena noche de sueño y unos ejercicios taichi en los que me esforcé por demostrarle a Lao Jiang lo muy flexibles que eran mis tendones y mis músculos, Biao y yo salimos de la casa con el ánimo bien dispuesto para conseguir nuestro objetivo. Se me había metido entre ceja y ceja que aquella viejecita del templo iba a ser una buena fuente de información, así que le dije al niño que, sin más demora, debíamos dirigirnos hacia el lugar donde la habíamos visto dos días atrás. Pero, cuando llegamos, resultó que la anciana no estaba, aunque sí su cojín, y también una joven monja que limpiaba de barro las puertas y el atrio del templo con mucha energía. La lluvia no había cesado; fuera de los caminos de piedra que unían los edificios, podías hundirte en el fango hasta los tobillos, así que aquella tarea parecía un tanto inútil. Biao habló con la barrendera para interesarse por la supuesta centenaria.

—Ming T'ien viene más tarde —le explicó aquélla—. Es tan mayor que no la dejamos levantarse hasta la hora del caballo.

—¿Cuál es la hora del caballo? —pregunté a Biao.

—No lo sé,
tai-tai
, pero me parece que a media mañana.

Un niño más pequeño que Biao apareció corriendo por el camino bajo un paraguas. Llevaba el traje blanco de novicio que practica las artes marciales y no el atuendo de algodón azul que vestían los criados que venían a casa para hacer la limpieza.

—¡Chang Cheng! —gritaba.

—¡Qué raro resulta ver correr a alguien en este lugar! —le dije a Biao mientras empezábamos a alejarnos del templo de Ming T'ien—. Aquí todos caminan con pasos de procesión de Semana Santa.

—¡Chang Cheng! —repitió el niño, agitando la mano en el aire para llamar nuestra atención. ¿Nos buscaba a nosotros?

—¿Qué significa Chang Cheng? —le pregunté a Biao.

—Es el nombre chino de la Gran Muralla —repuso. A esas alturas ya no quedaba ninguna duda de que el niño venía tras nosotros.

—¡Chang Cheng! —exclamó sin resuello el pequeño corredor, deteniéndose ante mí y haciendo una reverencia—. Chang Cheng, el abad quiere que te acompañe a la cueva del maestro Tzau.

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