Nadie veía ángeles por allí, sólo un astroso grupo de colonos traídos de México, once familias en las que se mezclaban numerosas razas. Había indios, africanos negros, mulatos, mestizos e incluso un chino de las Filipinas. Los soldados mexicanos del capitán De Castro, además de los misioneros españoles con su horda de indios de las misiones, completaban el elenco para la fundación de la nueva ciudad del gobernador Neve. Pero de ángeles ni rastro.
El capitán había sido uno de los reclutadores asignados con objeto de sobornar a hombres de México para que se establecieran en Alta California. Cada colono recibiría un solar, dos extensiones de tierra de regadío y dos de secano. Asimismo, todos tendrían derecho a las propiedades comunes del pueblo para apacentar el ganado y almacenar leña. Cada familia cobraría durante tres años diez pesos mensuales, además de recibir ropa y herramientas, dos vacas, dos bueyes, dos ovejas, dos cabras, dos caballos, tres yeguas y una mula. Los colonos, a su vez, se comprometían a trabajar la tierra durante al menos diez años.
Si bien le parecía un arreglo generoso, a él y al capitán Rivera les había resultado imposible convencer al número requerido de colonos. ¿Qué harían en un lugar tan alejado de todo?, preguntaban. Y a buen seguro no podrían comunicarse con sus lugares de origen. Por fin se resignaron al fracaso y emprendieron el arduo viaje hacia el norte acompañados de sólo veintitrés adultos y cinco niños, uno de los cuales, la hija del capitán De Castro precisamente, murió por el camino.
Y henos aquí, se dijo mientras esperaba el fin de los discursos y contemplaba con ojos entornados las lejanas montañas y el océano, difuminado por la eterna bruma. Un lugar solitario, pensó, alejado de la civilización, donde los nativos son mucho más numerosos que nosotros. Pese a ser criollo, es decir, nacido en México pero de ascendencia española, Lorenzo de Castro no despreciaba a los indios como algunos de sus compañeros. De hecho, admiraba su predilección y habilidad por el juego, que consideraba la única redención por la promesa de establecerse en aquel confín salvaje. Había aceptado la misión de reclutar colonos porque, en recompensa, sería licenciado del servicio militar, y una vez jubilado, Lorenzo tenía intención de dedicarse por entero a la cría de ganado, la caza y el juego.
Su humor se ensombreció. ¿Qué clase de vida le esperaba? Su esposa, doña Luisa, no podía sobreponerse a la pérdida de su hija, y lo que era aún peor, no lo aceptaba en su lecho.
Se concentró de nuevo en la ceremonia que se estaba celebrando bajo el sol implacable mientras una pareja de halcones de cola roja sobrevolaban el lugar. La nueva plaza ya estaba delimitada mediante postes que señalaban los solares que daban a ella. Una procesión formal, encabezada por el gobernador de Alta California y completada por indios de las misiones que portaban un gran estandarte de la Virgen María, había desfilado solemne por la periferia de la plaza mientras, a cierta distancia, los indios yangna, a quienes pertenecía aquella tierra, presenciaban la escena pasivamente.
—Dios nos ha encomendado salvar almas aquí —decía en aquel instante el padre de la misión.
¿Almas?, pensó el capitán con cinismo. Estamos aquí por la inquietud de la Corona ante el hecho de que los rusos cazan cada vez más en Alta California y se han establecido en el norte; como los británicos tienen puesta su codiciosa mirada en la costa de California, necesitamos una presencia importante en este lugar. Porque, ¿acaso no consiste nuestra misión en crear el mayor número posible de súbditos españoles católicos en el espacio de tiempo más breve posible, alentar la conversión entre los paganos y exhortarlos a procrear en abundancia, pues cuantos más súbditos españoles católicos vivan aquí, más difícil resultará a otra nación reclamar esta tierra? El capitán De Castro había estado en la corte española tres años antes, cuando el embajador español en Rusia anunció que los rusos proyectaban ocupar la bahía de Monterrey, a lo que el rey de España reaccionó de inmediato.
Y nosotros somos la consecuencia de esa reacción, pensó mientras el padre rezaba una oración en la plaza. Al capitán Lorenzo le importaba un ardite llevar a Jesús a las almas de los paganos; lo que le interesaba eran el ganado y los caballos. Toda esa tierra, hasta donde alcanzaba la vista, disponible para quien quisiera apropiarse de ella… Allí, uno podía hacerse rico.
Miró a su esposa, doña Luisa, sentada con la esposa del gobernador y las esposas de los demás oficiales a la sombra de un tejado de paja que descansaba sobre cuatro postes. Era una mujer hermosa, pensó con una punzada de anhelo, una mujer dotada de una fuerza interior que falta le haría en aquel lugar salvaje. Luisa descendía de nobles españoles, y eso quedaba de manifiesto en su postura erguida y la expresión reservada de su rostro. Guardaba su llanto para la intimidad de sus aposentos. Si hubieran tenido más hijos… Pero Inés había sido el centro del universo de Luisa, y ese centro se había extinguido como una vela. ¿Qué haría una dama de alcurnia en un lugar donde todo el trabajo lo hacían los indios? Claro que, en cualquier caso, Luisa no ocuparía sus delicadas manos con tareas como guisar o coser. Su papel consistía en criar a los hijos de su esposo, instruirlos y guiarlos. Pero no había hijos ni parecía que hubiera de haberlos.
El capitán De Castro intentó prestar de nuevo atención a la ceremonia, a cuyo término tendría lugar un banquete para celebrar la fundación del pueblo. En aquel momento haría mutis por el foro sin ofender, o al menos eso esperaba, al gobernador y a los padres.
Al otro lado de la nueva plaza, de pie en un solar donde un día se erigiría una iglesia de adobe, los indios de la misión presenciaban la ceremonia en actitud respetuosa. Llevaban los crucifijos de hojalata con el año estampado y el cordel de cáñamo que les habían entregado como incentivo para que se unieran a la procesión de más de trece kilómetros desde la misión al lugar donde se construiría el nuevo pueblo. Teresa había pedido permiso para participar en la celebración pese a que estaba enferma y necesitaba descansar, porque la fiesta constituía una oportunidad para escapar.
La habían llevado con su hija de cinco años, Angela, llamada así porque era hija de un santo y había sido concebida en la cueva de la Primera Madre.
Teresa pensaba a menudo con cariño en el hermano Felipe, que había desaparecido sin dejar rastro seis años antes y que, según se rumoreaba, había robado los huesos de san Francisco de la misión. Todo el mundo aseguraba que había vuelto a España, que había dado la espalda a Dios y regresado a casa para vender las reliquias sagradas y vivir rodeado de lujos. Pero Teresa sabía la verdad; el hermano Felipe se había marchado para reunirse con su dios.
Mientras intentaba aspirar pequeñas bocanadas de aire, tarea difícil a causa de los dolores que la enfermedad del hombre blanco le ocasionaban en el pecho, observó a los soldados y los nuevos colonos, tan impresionados por su logro de haber «conquistado» aquella tierra, al tiempo que los yangna permanecían al margen, perplejos, sin comprender que les estaban arrebatando su territorio ancestral. Teresa estaba horrorizada. Creíamos que esta gente eran nuestros invitados, pero ahora construirán hogares en una tierra perteneciente a los antepasados de otro pueblo.
Teresa se mantenía alerta, dispuesta a escapar a la primera oportunidad que se le presentara.
Desde el momento en que advirtieron que estaba embarazada, los padres de la misión la habían vigilado como halcones, asignándole a una india obediente y bautizada para que no la perdiera de vista. Sabían que de algún modo había salido del monjerío, pero no podían demostrarlo. Si una india lo conseguía, decían los padres, todas lo intentarían, y se produciría un éxodo masivo de regreso a los poblados, dejando a los padres sin manos para trabajar la tierra y construir las iglesias. En los seis años transcurridos desde la visita de Teresa a la cueva, las reglas se habían endurecido y los castigos se habían tornado más severos. En varias ocasiones los indios de la misión se habían rebelado violentamente contra la subyugación a los padres. Los sacerdotes hicieron venir a los soldados armados y, una vez más, los indios fueron sometidos.
Teresa se daba cuenta de que aquella era una oportunidad, pues los padres estarían demasiado ocupados con los soldados y los nuevos colonos. Pese a la fiebre que le quemaba la piel y el dolor en los pulmones, Teresa estaba resuelta a escapar de una vez por todas con Angela.
Con la escritura de la Corona española en el bolsillo, el capitán Lorenzo recorrió los límites de lo que algún día sería su rancho. Al sur, su propiedad terminaba en el arroyo sin nombre que Lorenzo había bautizado como Ballona en honor al pueblo natal de su padre; al este, en las marismas denominadas «ciénaga» en la escritura; al norte, en las charcas de brea, con un antiguo sendero que discurría de este a oeste a lo largo del confín septentrional. No le habían entregado la tierra de inmediato, sino sólo derechos de pasto con la condición de que al cabo de unos años, si mejoraba la tierra y la ocupaba, pudiera solicitar y obtener el título de propiedad definitivo. Cuando llegara ese día, Lorenzo llamaría, a su nuevo hogar, Rancho Paloma.
Ocupaba una extensión de mil seiscientas hectáreas y varias cuadrillas de trabajadores indios ya fabricaban ladrillos de adobe, unos pisando la mezcla de arcilla y paja en un gran hoyo, otros prensando el compuesto en moldes de madera, y un tercer grupo retirando los ladrillos secados al sol de los moldes y almacenándolos, preparados para la construcción. Los indios trabajaban a bajo precio, en esencia a cambio de comida y abalorios que luego apostaban en sus interminables juegos de azar. Habían abandonado sus poblados y levantado chozas en los límites de la propiedad de don Lorenzo. Este se preguntaba si, una vez construido su hogar, los indios regresarían a su antigua vida. Esperaba que no, pues necesitaba manos que se ocuparan del ganado y los caballos.
Sería un rancho magnífico. Pronto tendría una casa con establos y otros anexos a la sombra de los árboles que el capitán Lorenzo había encargado ya de Perú. Imaginaba los rosales y las fuentes, los senderos pavimentados y los frescos porches. El interior estaría decorado con suelos de madera pulida y los grandes muebles de Luisa, que habían llegado de México en carros tirados por bueyes y que de momento estaban almacenados bajo unas lonas en el asentamiento. A la espera de ser trasladados a su morada definitiva. Había elaborados lechos con dosel, roperos, aparadores, mesas; Luisa había traído la plata, los tapices, el peltre, las colchas, los candelabros, las bandejas para la cocina… Sería un hogar digno de una reina, pensó el capitán con orgullo.
Pero entonces recordó a Luisa en el asentamiento, repartiendo órdenes entre las siervas indias que se afanaban con patios y aceite para tratar los muebles de su señora. Desde que enterraran a su pequeña en el desierto de Sonora, Luisa se obsesionaba con el cuidado de sus sillas y baúles. ¿Se convertirían en sus hijos?, se preguntó don Lorenzo, trastornado. ¿Se preocuparía más del estado de su valioso escritorio que del bienestar de su esposo?
De repente tuvo una visión de futuro nada halagüeña. Vio a doña Luisa, sin hijos ni amigas, pues las esposas de los colonos no eran la compañía adecuada para una dama española de alta cuna, cada vez más amargada con el correr de los años, caminando silenciosa entre sus muebles en busca de manchas y polvo, resentida contra sus criadas indias por su fecundidad y haciéndoselo pagar con reprimendas por motas y lamparones inexistentes. Don Lorenzo se imaginaba a sí mismo olvidado, buscando solaz en los brazos de mujeres de piel oscura pero sin experimentar en su propio hogar la felicidad a la que todo hombre tenía derecho, por el amor de Dios. No había viajado hasta California para vivir así.
Necesitaban otro hijo. Pero doña Luisa rechazaba sus avances y, siendo un caballero como era, don Lorenzo jamás la forzaría, además de que no le hacía ni pizca de gracia hacer el amor con una mujer que permanecía inmóvil como un cadáver.
Echado a perder su buen humor, el capitán decidió salir a cazar. Mientras guiaba su caballo hacia los montes de Santa Mónica, pensó que sólo una pieza de gran tamaño lo podría satisfacer: un ciervo o un oso pardo.
Mientras los misioneros y el gobernador celebraban la fundación, y los colonos empezaban a inspeccionar su nueva tierra y a hablar de lo que construirían aquí y plantarían allá, Teresa cogió una mula con sigilo y se dirigió a las montañas con su hija en brazos.
A última hora de la tarde llegaron a su destino. Respirando con dificultad y con el dolor atenazándole el pecho, Teresa pasó con Angela junto a las marcas del cuervo y la luna para luego ascender por el pequeño cañón y entrar en la cueva.
El sol poniente se hallaba en un ángulo en que los rayos se proyectaban oblicuos sobre la pared pintada.
—Esta es la historia de la Primera Madre —explicó a Angela.
Las historias se estaban perdiendo. Cada vez vivía menos gente en los poblados, de modo que algún día éstos dejarían de existir. Todas las tribus se mezclaban en las misiones, los tongva con los chumash, los kamaaya con los topaa, y los padres los llamaban gabrielinos o fernandeños, según los nombres de las misiones. Por las noches se contaban historias erróneas, si es que se contaba alguna. Se hablaba de Jesús y María, por lo que los antepasados de los topaa no tardarían en quedar relegados al olvido. Pero Teresa transmitiría las historias a Angela y la instaría a seguir transmitiéndolas para que no se perdieran.
—No vivirás según las costumbres de los intrusos —sentenció al tiempo que le quitaba el crucifijo que llevaba colgado del cuello—. No comprenden a nuestro pueblo.
La expresión en los rostros de los misioneros cuando les anunció que estaba embarazada, las largas horas de interrogatorio. ¿Quién era el hombre? Su insistencia en que, fuera quien fuese el padre, debía ir a la misión para su bautizo. Pero Teresa había guardado orgulloso silencio. Lo que hacía con su cuerpo era asunto suyo, como sabían todas las mujeres topaa. Aquellos hombres que se llamaban a sí mismos «padres», pese a conservar el celibato y no poder engendrar hijos, pretendían dictar a las nativas cómo debían comportarse, también en terreno sexual. Ningún hombre topaa tendría jamás semejante atrevimiento.
Mientras explicaba a Angela la necesidad de dejar un presente para la Primera Madre, Teresa sepultó el crucifijo en un lecho de pétalos. Sumida como estaba en un mar de fiebre y enfermedad, no se le ocurrió que su acto era también simbólico, pues acababa de enterrar su nueva religión en el seno de la antigua.