—Dijo que la gente cree que al tomar hierbas naturales están haciendo algo saludable, cuando en realidad puede tratarse de algo mortífero. Dijo que es un problema que crece, pues cada vez hay más personas que toman suplementos naturales, y que los cirujanos se han acostumbrado a preguntar a los pacientes en el preoperatorio si toman algo así, porque algunas hierbas causan hemorragias, y que si Netsuya hubiera ido a un médico convencional, éste la habría avisado, y ni ella ni el bebé habrían…
Le dio la espalda y por un instante, Erica creyó que estrellaría el vaso contra la pared.
Ahora comprendía la cita diaria con las espadas, sus encuentros con hojas y puntas afiladas. Por supuesto, llevaría protecciones corporales y máscara, y las espadas serían romas, pero eso poco importaba. Necesitaba la lucha, cortar el aire con su furia y su dolor, matar a los demonios una y otra vez en una danza repetitiva de culpa, rabia y reproches contra sí mismo.
—Dios mío —gimió—. Yo los maté…
Erica avanzó un paso hacia él.
—No es verdad. Jared, no fue culpa tuya.
Jared se encaró con ella.
—¡Si fue culpa mía! Debería haber tomado cartas en el asunto. También era mi hijo y merecía la mejor atención médica, pero lo dejé en manos de la ignorancia y la superstición.
Desesperada por ayudar, Erica buscaba las palabras adecuadas.
—Netsuya era una mujer culta, conocía los hechos y tomó una decisión. Hiciste lo correcto al respetar sus deseos.
Jared clavó la mirada en el whisky, oprimiendo el vaso como si pretendiera hacerlo añicos.
—Tengo pesadillas —murmuró al fin—. Estoy corriendo, intentando llegar a algún sitio, pero siempre llego tarde. Me despierto sudando como un loco.
Entre ellos se hizo el silencio, roto sólo por el repiqueteo de la lluvia. Las emociones de Erica flotaban a flor de piel, como expuestas a los elementos. No sabía qué sentir. Jared, su dolor, su sentimiento de culpabilidad… Y su propio demonio, acechando malévolo en el fondo de su corazón. Quería consolar a Jared, pues sus entrañas se contraían de dolor por él. Quería sentir su abrazo, sus labios…
—Nunca había hablado de esto con nadie —interrumpió Jared su ensoñación—. Eres la primera persona.
Erica quería consolarlo, pero no sabía cómo. Recordaba a las madres de acogida ordenándole que dejara de llorar porque no era la única que tenía problemas, a los profesores asegurándole que si plantaba cara, los demás no se reirían de ella, a los trabajadores sociales acusándola de lloriquear. En cambio, no recordaba haber sido consolada nunca. Tal vez en la comuna hippie, cuando su madre aún la quería. Había que enseñar a los niños a consolar, al igual que se les enseñaba a amar y odiar. Debían aprender los entresijos de esas habilidades.
—Bueno —suspiró Jared, consciente de pronto de que su vaso estaba vacío—. Te he entretenido demasiado… No pretendía contarte la historia de mi vida.
Erica comprendió con horror que había cometido un error imperdonable. Había vacilado. Ese era el secreto de consolar a alguien; había que hacerlo sin pensar, sin preguntarse qué paso dar a continuación. Erica quería una segunda oportunidad, atrasar el reloj un insignificante minuto, hasta el instante en que Jared había dicho «Eres la primera persona», acercarse a él, rodearlo con sus brazos, envolverlo con su cuerpo y hacerle saber que alguien se preocupaba por él.
Pero el momento se había alargado demasiado, tornándose frío y hueco. Jared le daba la espalda y extendía la mano hacia la botella de whisky.
—Será mejor que me vaya —murmuró Erica, al tiempo que dejaba la copa de vino—. He dejado las ventanas de la tienda abiertas. Esperó un instante.
Y luego salió a la noche lluviosa.
Erica se quitó el vestido de noche y se puso el chándal. La tormenta había arreciado y rugía en el exterior. Imaginó a los pescadores de gruñones corriendo hacia sus coches, a los peces cabalgando sobre las olas como llevaban haciendo miles de años, libres ahora de la amenaza humana. Al cabo de unos instantes se concentró en el objeto que yacía sobre su mesa de trabajo, el asombroso hallazgo de aquella tarde en el Nivel IV.
En el momento del descubrimiento. Erica se había sentido abrumada y totalmente centrada en el objeto, como un perro con su hueso. Sin embargo, ahora apenas sabía qué era y se preguntaba por qué le había atribuido tanta importancia. No podía desterrar a Jared de su mente.
Se obligó a concentrarse en el trabajo. Era lo que había hecho durante toda su vida, lo que le impedía ahogarse en el dolor. «Si no piensas en el demonio que te atormenta, el demonio dejará de existir».
—El cabello es negro, sin indicios canosos —dictó a la grabadora con voz tal vez demasiado alta—. Está unido en una trenza de treinta y cinco centímetros que parece haber sido cortada a la altura de la nuca. Deduzco que se trata de una trenza de mujer.
Con ayuda de unas pinzas retiró lo que parecía una escama de color rosa.
—Al parecer, la trenza fue enterrada con pétalos —siguió dictando mientras examinaba el filamento a la luz y con lupa—. Buganvilla —dictaminó al cabo de un instante.
Tragó saliva. Aún sentía el pecho oprimido por aquel peso, como si una siniestra criatura de plumas negras la hubiera acechado entre las sombras más allá de la piscina de los Dimarco, a la espera de que Erica bajara la guardia para así colarse en su interior y posarse en su caja torácica.
—Puesto que la buganvilla no llegó a California hasta después de 1769, y dado que la trenza se encontró a un nivel inferior al de la moneda de un centavo, pero superior al del crucifijo de hojalata, el ritual celebrado en la cueva que incluiría el corte de la trenza habría tenido lugar entre 1781 y 1814.
Se interrumpió con la mirada perdida en el vacío y las manos inmóviles sobre el hallazgo. «Nos estamos acercando», pensó.
Cogió la trenza con ambas manos, sintiendo el peso del cabello entre los dedos, esa melena recogida que una vez había adornado la cabeza de una joven. Se preguntó por qué alguien habría cometido un acto tan brutal, pues sin lugar a dudas, cortarle el cabello a una mujer en un siglo en que todas lo llevaban largo debía de haber sido un castigo, o una medida disciplinaria o humillante. La víctima no era estadounidense, de eso estaba segura gracias al nivel en que habían encontrado la trenza. Así pues, era una dama española arrastrada hasta la cueva por sus indignados hermanos, quienes le habían cortado el pelo por mancillar el honor de la familia. O tal vez por las hermanas mexicanas de un joven que se había suicidado al verse rechazado por ella. O quizás era la mártir de un olvidado sacrificio indio…
Cerró los ojos y sintió el ardor de las lágrimas en las mejillas. Ese cabello había colgado un día por la espalda de una mujer, flotando al viento cuando corría, volando libre al viento. Había sido cepillado, lavado, acariciado, tal vez besado…, y por fin trenzado cuidadosamente con pétalos de buganvilla para luego ser cortado en un acto salvaje.
Se llevó la trenza al pecho y revivió la imagen de Jared sujetándole el rizo indómito en la horquilla de carey. Un gesto tan íntimo, tan provocador. De repente, una oleada de dolor frío y duro se adueñó de Erica, y de sus labios brotó un sollozo. La sensación opresiva se iba extendiendo por su pecho. Imaginó a Jared solo en la isla, intentando escapar de quienes pretendían rescatarlo, deseoso de que lo dejaran en paz. Y antes, en el trayecto enloquecido hacia el hospital, el miedo y la culpa apuñalándolo como cuchillos. «Podría haberse evitado…».
Y de pronto supo lo que era aquella criatura posada en su corazón como un trasgo malvado. Era la realidad. La de Jared, la suya. Ahora sabía por qué había pensado tanto en él últimamente. Por su soledad.
«Todos necesitamos a alguien que vele por nosotros, pero no todos tenemos esa suerte. Yo, Jared, la Señora de la cueva. Estamos solos y somos vulnerables ante quienes quieren atacarnos». De pronto sintió el deseo acuciante de proteger a Jared de las Ginny Dimarcos de este mundo, tal como protegía a la Señora de los vándalos.
Pero no sabía ni por dónde empezar.
Luisa
1792 d. C.
Doña Luisa y su hija Angela iban a escapar.
Sólo que Angela no lo sabía, ni tampoco el capitán Lorenzo, el esposo de Luisa. Ni los padres de la misión, ni los demás colonos que vivían en el pueblo de Los Ángeles y sus aledaños. Luisa mantenía su plan en secreto y pretendía seguir manteniéndolo así hasta que Angela y ella llegaran a Madrid. Una vez allí, se instalarían para nunca volver a Alta California y la esclavitud que significaba la vida allí.
En un momento dado se le ocurrió que tal vez la gente consideraría su plan un pecado porque abandonaba a su marido, pero no era cierto. Una vez en España, escribiría a Lorenzo y le pediría que se reuniera con ellas, y si se negaba, el pecado sería suyo por abandonar a su esposa e hija.
Y en cualquier caso, la Virgen María, que veía en los corazones de todos, comprendería que Luisa había tomado la decisión correcta, y eso era lo único que importaba.
Estaba en el huerto, recogiendo hierbas y puesto que la travesía sería larga y peligrosa, estaba haciendo acopio de gran cantidad de opio para Angela.
La muchacha, que a la sazón contaba dieciséis años, sufría intensas jaquecas y desmayos desde el día en que Lorenzo la encontrara en las montañas. El opio no servía tanto para aliviar el dolor como para evitar que la muchacha hablara. El día del primer ataque. Angela profirió un grito repentino, se llevó las manos a la cabeza y perdió el conocimiento. En un extraño delirio que alarmó a sus nuevos padres, la niña gritó «¡Están ardiendo!» y estalló en histéricos sollozos. Al despertar no recordaba nada, y Luisa achacó el incidente a una pesadilla. Pero aquella noche, un incendio empezó a arrasar los montes de Santa Mónica y rugió durante siete infernales días, hasta quedar extinguido por una tormenta estival. Más tarde, el pueblo de Los Ángeles supo que varias familias indias habían perecido en la conflagración, y Luisa miró a su hija adoptiva con gran inquietud. Puesto que Angela llevaba prendas de la misión y hablaba español cuando su esposo la encontró, Luisa había supuesto que era una cristiana bautizada; pero también sabía que ni toda el agua bendita del mundo podía borrar la raza de una persona. Si la niña era india, ¿no cabía acaso la posibilidad de que la acusaran de brujería si sus dones proféticos salían a la luz? Si bien en España ya no quemaban a las brujas, ¿quién sabía lo que podían hacer los padres de la misión, conocidos por su tendencia a castigar con dureza a los indios? Así pues, Luisa empezó a tener siempre a mano provisiones de opio para sedar a la muchacha durante sus ataques, y como consecuencia de ello, aunque las jaquecas seguían sucediéndose, por suerte ya no hubo más exclamaciones proféticas.
En medio de su jardín de coloridas amapolas, Luisa irguió el cuerpo y se llevó la mano a la parte inferior de la espalda. La rigidez de las articulaciones le recordó que acababa de celebrar su cuadragésimo aniversario y que llevaba diecinueve años fuera de España. Luisa había viajado con su familia a México en 1773, a la edad de veintiún años. Su padre había sido nombrado profesor de Ciencias en la Universidad de México, un cargo de gran prestigio, y puesto que su tío era el virrey de Nueva España y otro de sus tíos alcalde de Guadalajara, Luisa había disfrutado de los privilegios de la clase alta. Apenas un año más tarde conoció al bizarro y apuesto capitán Lorenzo de Castro, se casó con él y dio a luz a su primera hija. Luisa estaba convencida de que su vida rayaba la perfección.
Pero un buen día abandonaron Nueva España y viajaron hacia el norte en pos de un sueño absurdo, enterrando a su hija por el camino. Entonces Luisa empezó a urdir el plan de huida de aquella provincia dejada de la mano de Dios. Ahora, once años más tarde, su sueño estaba a punto de hacerse realidad.
Había tenido que obtener el permiso de Lorenzo para viajar, permiso que éste le había denegado en un principio. ¿Quién llevaría la casa durante la ausencia de Luisa? ¿Quién supervisaría a las indias y se aseguraría de que él y sus hombres estuvieran bien alimentados? Luisa dijo a Lorenzo que podía elegir de entre las mujeres a una en quien confiara, insinuando incluso que podía llevarla a su casa, pues sabía que su esposo tenía amantes indias. Acto seguido, buscó el apoyo del padre Xavier, se ofreció a traer a su regreso rosarios y misales, así como a llevar objetos de la misión para que fueran bendecidos por el obispo de Compostela, donde yacían sepultados los huesos de Santiago. Sin embargo, lo que convenció a Lorenzo fue que le traería dinero de sus hermanos y primos de Madrid para invertir en el rancho. El siguiente problema residió en encontrar a un capitán de navío dispuesto a llevar a dos pasajeras. El capitán del
Estrella
accedió al conocer el precio que Luisa estaba dispuesta a pagar. Por fin, Luisa y su hija tenían autorización escrita para viajar, habían pagado los pasajes y al día siguiente emprenderían la huida a bordo del Estrella, anclado hasta entonces en la península de Palos Verdes.
Al volverse hacia la siguiente hilera de amapolas, Luisa vio a Angela cabalgando por los campos a lomos de Siroco, su caballo árabe gris perla, el largo cabello negro revoloteando salvaje al viento. Llevaba una falda abierta para poder montar a horcajadas en lugar de sobre una silla de mujer, y rodeaba con los brazos el cuello del animal, mezclando su melena negra con las plateadas crines del corcel. Angela y Siroco eran inseparables. Cada mañana, al despuntar el alba y antes de tomarse el chocolate, Angela ensillaba el caballo y cabalgaba hacia el sol naciente juntos galopaban durante una hora y regresaban felices, sin resuello, Siroco a su establo y Angela a su desayuno y a las lecciones con el preceptor. Al saber la noticia de su inminente viaje a España, Angela preguntó si podía llevarse a Siroco, pero Luisa le había explicado que la travesía sería desagradable, tal vez incluso peligrosa para el caballo, y que el animal estaría en las mejores manos durante su ausencia. La entristecía saber que su hija jamás volvería a ver a su amado caballo, pero la libertad bien valía el sacrificio. En Madrid le brindaría la posibilidad de elegir entre los mejores ejemplares, con la esperanza de que acabara olvidando a Siroco.
Por fin, Angela regresó del paseo, desmontó y entregó las riendas de Siroco a un mozo. Mientras caminaba hacia la casa, alta y esbelta, conduciéndose con extrema gracia y dignidad, Luisa se dijo que era una muchacha muy hermosa…, e instruida, pues sabía leer y escribir, además de conocer los rudimentos de la historia y las matemáticas. Sin embargo, no era una joven mundana, sino muy inocente, tal vez demasiado, se decía en ocasiones Luisa con inquietud. El poder de los padres misioneros era inmenso en la provincia, y casi todas las familias obedecían el dictado de que las mujeres debían ser sumisas y permanecer en el hogar. Como consecuencia de ello, Angela casi nunca había salido de la tierra de su padre. A excepción de las visitas a la misión para asistir a misa en días de guardar y breves paseos a caballo por el pequeño poblado de Los Ángeles, el mundo de Angela se reducía a mil seiscientas hectáreas de terreno.