Pero Luisa quería algo más para su hija. El pueblo de Los Ángeles consistía en treinta edificios de adobe rodeados por un muro. Angela nunca había visto ciudades, catedrales, palacios, universidades, hospitales, fuentes, monumentos, calles concurridas que se abrieran de repente a soleadas plazas… ¡Y gente por todas partes, en los mercados y los caminos! En su tierra adoptiva, uno podía cabalgar durante kilómetros y kilómetros sin tropezarse con un alma. Cierto, los indios acampaban por todas partes, pero no era lo mismo.
Luisa quería que Angela acumulara experiencia y cultura, que supiera lo que era la independencia y el libre albedrío, que tuviera poder por derecho propio y no sólo a través de su esposo. Tales metas eran inalcanzables en aquella provincia remota donde, en opinión de Luisa, los misioneros tenían un poder excesivo.
No había más que ver lo que le había sucedido a Eulalia Callis, esposa del gobernador Fages, que acusó públicamente a su esposo de infidelidad. Fages negó las acusaciones, pero Callis siguió en sus trece desoyendo el consejo de su sacerdote, a consecuencia de lo cual fue detenida y encerrada en una celda de la misión de San Carlos durante meses. Mientras permanecía presa, el padre de Noriega la condenó desde su púlpito y la amenazó en repetidas ocasiones con los grilletes, el látigo y la excomunión. Si bien los demás colonos desaprobaban que la mujer pretendiera manchar el buen nombre de su esposo, Luisa consideraba que la petición de divorcio de Callis era una estrategia de supervivencia. Había vivido cuatro embarazos en seis años. En primer lugar dio a luz un varón, un año más tarde abortó, realizó el peligroso viaje a California durante el tercer embarazo, cayó gravemente enferma tras el nacimiento de su hija y enterró a un bebé de ocho días al cabo de apenas otro año. Luisa conocía el motivo de su drástica acción. Eulalia Callis tenía la esperanza de que la dejaran volver a México y así garantizar su supervivencia y la de los dos hijos que le quedaban.
En Alta California, las mujeres no tenían derecho alguno sobre su persona. Las leyes, tanto civiles como eclesiásticas, otorgaban a los miembros varones de la familia potestad para decidir sobre la sexualidad de las féminas. Apolinaria del Carmen, una viuda que vivía en un rancho cercano, había sufrido una paliza casi mortal a manos de su hijo después de que éste la sorprendiera en la cama con uno de sus jinetes indios. Apolinaria quedó marginada en la provincia y se le prohibió entrar en la iglesia. Su hijo heredó el rancho cuando ella murió al cabo de un año.
Y también estaba la triste historia de María Teresa de Vaca, prometida el día de su nacimiento a un hombre llamado Domínguez, un soldado que servía como escolta en la misión de San Luis. El día en que cumplió catorce años, María fue obligada a casarse con Domínguez, a la sazón un hombre que rozaba los cincuenta años y era casi desdentado. Todo el pueblo sabía que la pobre muchacha había intentado escapar tres veces, pero las palizas habían acabado por someterla y ahora, resignada a su suerte, estaba embarazada de su cuarto hijo.
Luisa se juró a sí misma que Angela no sufriría ninguno de aquellos destinos. A buen seguro, la Santa Madre no pretendía que sus hijas fueran vendidas y poseídas como ganado.
En aquel instante. Angela entró en el huerto, la larga melena negra flotando sobre la espalda, los ojos relucientes por la emoción de haber montado a Siroco.
—¡Buenos días, mamá! —exclamó—. ¡Mira!
En la mano llevaba una cesta con las primeras jícamas, un tubérculo con textura de patata, sabor a castaña y forma de nabo, en cuyo tallo crecían hermosas flores blancas o violetas. Angela había plantado las semillas seis meses antes y, a todas luces, se enorgullecía de su primera cosecha. Luisa cogió la cesta y decidió que serviría las jícamas crudas con limón, pimentón y sal, un tentempié muy común en Ciudad de México.
—Y he encontrado el lugar ideal para mi nueva huerta, mamá. Espero que papá no se oponga. No son más que unas áreas junto a la ciénaga.
Luisa no sabía de dónde había sacado Angela la idea de plantar frutales en el rancho. Los padres misioneros estaban introduciendo la naranja en Alta California, y Angela parecía seducida por la idea de crear una huerta en Rancho Paloma. Su hija poseía muchos rasgos misteriosos que Luisa no alcanzaba a comprender como esa inquietud inexplicable que se apoderaba de ella cada otoño. La muchacha cabalgaba durante horas sin hablar con nadie, galopando como alma que lleva el diablo, y de repente se detenía con la mirada perdida en las montañas. Por lo general, aquel comportamiento coincidía con la recolección anual de bellotas que llevaban a cabo los indios. Durante varios días se los veía por el camino viejo, procedentes de lejanos poblados, cargados con sus bebés y todas sus posesiones terrenales, en un extraño y salvaje desfile.
—Por cierto, mamá, he visto al padre Ignacio y me ha pedido que le traigamos papel y libros para escribir.
Todos pedían cosas de la patria. En aquella remota avanzada, donde los suministros a veces tardaban un año en llegar, la gente intentaba fabricarse artículos necesarios como velas, zapatos, mantas y vino. Sin embargo, no podían fabricar papel, seda, ni objetos de oro y plata. Algunos de los colonos habían dado a Luisa cartas y regalos para los familiares que vivían en España.
Angela aceptó con agradecimiento la taza de chocolate que en aquel momento le trajo una criada india.
—Oh, mamá, he visto una bandada de gaviotas que ha aparecido de repente de la nada. Han trazado un círculo armando un barullo espantoso y después de un momento han girado hacia el mar como una sola y han volado hacia el oeste. Estoy segura de que es señal de que tendremos una buena travesía, mamá.
Luisa sintió una punzada de temor. Si Lorenzo descubría que no tenía intención de regresar, la encerraría de por vida. Rezó por que las gaviotas de Angela fueran en verdad una buena señal, aunque no confiaba sólo en las señales y los portentos, sino también en la oración, en la intercesión de los santos y la Madre de Dios.
Cuando Angela entró en la casa para acabar el desayuno, Luisa volvió a su trabajo sintiendo el agradable sol de California en la espalda. Aquellas amapolas eran especiales, fruto de semillas importadas, pues las amapolas autóctonas no producían opio. Luisa las cultivaba con gran cuidado, plantando las semillas siempre después del equinoccio de otoño, alimentándolas con agua y estiércol y cortando los primeros capullos para que pudieran crecer muchos en lugar de uno solo. Inspeccionaba las plantas a diario, ya que era de vital importancia empezar a ordeñar las vainas en el preciso instante en que la banda negra que dejaban los pétalos se tornaba oscura. Luisa siempre comenzaba el ordeño por la mañana, practicando una incisión en las vainas con un cuchillo afilado y regresando al día siguiente para recoger la sustancia blanca que supuraban las plantas y dejarla secar al sol.
El secreto de una abundante cosecha de opio residía en la precisión de la incisión. Si era demasiado profunda, la planta no tardaba en morir, pero si el corte era exacto, la planta seguía produciendo leche durante otros dos meses. Doña Luisa, de Rancho Paloma, era famosa en el pueblo de Los Ángeles por su destreza. Su láudano, una tintura de alcohol y opio, era un bien muy codiciado.
Mientras recogía con gran delicadeza la pegajosa sustancia blanca de las vainas y la depositaba en una bolsita de cuero, pensó en Madrid, donde si alguien necesitaba un remedio contra el dolor, se limitaba a acudir a la botica más próxima. Pero no había boticas en aquella lejana avanzada del imperio español. En el pasado, los medicamentos llegaban desde México por la ruta terrestre de Sonora, pero el cruento alzamiento de los indios yuma, once años antes, la había cerrado. Y puesto que los navíos extranjeros tenían prohibido acercarse a la costa de California, los colonos se veían obligados a conformarse con los suministros que llegaban de México de forma ocasional e imprevisible. Así pues, obtenían los medicamentos de los huertos. Algunos acudían en secreto a curanderos y hechiceros indios, pero muchos iban a casa de doña Luisa, cuya solana estaba siempre bien provista de hierbas, ungüentos, bálsamos y tinturas.
Casi al término de sus tareas matutinas, tras haber cosechado también tallos de calderilla a fin de agregarlos a los ungüentos y hojas de beleño para las cataplasmas contra el reumatismo, Luisa vio a unos hombres a caballo acercarse por el Camino Viejo. En aquel momento una nube cubrió el sol, sumiendo el paisaje en la sombra y produciendo un estremecimiento de temor a Luisa. Sabía a qué venían aquellos hombres.
Lorenzo apenas trabajaba en el rancho. Del ganado se ocupaban sobre todo indios entrenados para ser vaqueros, razón por la que él y sus amigos podían dedicarse a jugar, cazar y broncearse al sol. Pero ese día, los hombres que llegaban por el camino no venían a jugar a los dados ni a cazar ciervos, sino a negociar con Lorenzo la posesión de su hija.
Angela era un trofeo que uno de ellos había de ganar.
A medida que se propagaban las noticias acerca de Los Ángeles hacia las provincias mexicanas más meridionales, más colonos se instalaban en el lugar con la esperanza de mejorar sus vidas. Sin embargo, el problema residía en que casi todos los recién llegados eran hombres solteros. Ansioso por civilizar aquel salvaje lugar proporcionando esposas a los hombres, el gobernador había enviado desesperadas solicitudes al virrey de México para que les enviara doncellas a California, pero sin éxito alguno. Acto seguido pidió sin más «cien mujeres», y al ver que tampoco eso arrojaba resultado alguno, accedió a aceptar muchachas huérfanas que, tras ser recogidas en las calles de México, eran enviadas a California y distribuidas entre las familias.
Aquellos hombres, a los que Lorenzo saludaba con alegres exclamaciones y copas de vino, no querían conseguir a Angela tanto porque estuviera disponible y fuera hermosa, sino sobre todo porque era hispana. Al contraer matrimonio con una mujer de pura sangre española, un hombre de ascendencia mixta podía solicitar un decreto oficial de legitimidad y limpieza de sangre para sus hijos, un certificado según el cual el linaje no estaba manchado con sangre judía, africana ni de ningún otro origen no cristiano, lo cual les garantizaba una elevada posición social en la colonia.
Nadie sabía la verdad: que Angela no era hispana, sino india. Era el «regalo de Dios» de Luisa.
Luisa recordaba el día, el momento exacto en que Lorenzo trajo aquel ángel a casa. Luisa tenía las rodillas en carne viva de tanto rezarle a la Virgen. Su hija, enterrada en el desierto de Sonora, ya no estaba, pero su amor no se había disipado, y necesitaba un objeto en que volcar su afecto maternal. Ni siquiera contaba con el solaz de una tumba que poder visitar, cuidar y mimar, una lápida sobre la que colocar flores, un montículo de hierba al que acudir cuando su alma necesitase consuelo. Al ser hombre y tener sus deberes masculinos que cumplir. Lorenzo llenaba los días trabajando, mientras que a Luisa sólo le quedaban los pequeños vestidos que Inés no volvería a llevar jamás. Mientras rezaba sus plegarias a la Virgen, «Ayúdame a tener otro hijo y me consagraré a las buenas obras en tu nombre», Lorenzo apareció con una niña en brazos.
—¡Mamá, mamá! —gritaba la pequeña.
Y en cuanto la estrechó entre sus brazos. Luisa sintió que su amor atrapado fluía libre como un río purificador. Sabía que aquella niña era la respuesta de la Virgen María a sus oraciones, y si bien siempre lloraría a la pequeña sepultada en el desierto, amaría a aquel ángel con todo su corazón y consagraría su vida a las buenas obras, tal como había prometido.
Nadie había cuestionado la repentina aparición de una niña en la casita de adobe del capitán Lorenzo. Los colonos estaban demasiado ocupados intentando sobrevivir para entrometerse en los asuntos de los demás. Si alguien hacía algún comentario sobre la oscura tez de Angela, tan distinta de la piel blanca de Luisa, ésta contestaba que la niña había salido a la madre de Lorenzo, de cutis oliváceo. Luisa no consideraba que tal mentira diera pecado, pues creía que encerraba cierta verdad. En su fuero interno, estaba convencida de que Angela no era del todo india. Si bien se parecía a los nativos que vivían en la misión, su tez era más clara y su rostro, menos redondo. Tal vez fuera hija de un soldado español.
La brisa le llevaba las voces de los visitantes de Lorenzo. Luisa despreciaba a aquellos hombres, a los que tachaba de bravucones arrogantes sin una gota de sangre pura en las venas.
Luisa era una dama española de alcurnia, criada en un país donde las líneas entre las clases sociales quedaban definidas con toda claridad. Existían la clase noble, la clase de los mercaderes ricos y la clase de los campesinos, y por lo general no se mezclaban. El linaje lo significaba todo. Incluso en Nueva España, donde los españoles gobernaban desde hacía apenas doscientos años, es decir, desde la conquista de los pueblos nativos, las fronteras raciales se mantenían inviolables. La nueva aristocracia de México estaba constituida por los peninsulares, blancos nacidos en España, enfrentados al resentimiento de los criollos, los blancos nacidos en México. Sólo los peninsulares recibían el tratamiento de don y doña, y siempre se casaban entre ellos. A continuación estaban los mestizos, de ascendencia española e india, una clase vasta y amorfa de tenderos, artesanos y siervos. La clase más baja del estrato social la formaban los indígenas, a los que se usaba sobre todo para las labores más arduas. Tan estrictas eran las reglas de raza y clase que, si se sorprendía a un indígena ataviado con ropas europeas, el castigo era nada menos que el azote. Como peninsular, Luisa siempre se había sentido muy cómoda con la estructura social de México.
Pero en Alta California los límites no estaban tan bien definidos. Casi todo el mundo era de ascendencia mixta, y había muy pocos europeos blancos, por lo que resultaba muy difícil conocer la propia posición social. Si bien doña Luisa no albergaba ninguna duda con respecto al lugar que ella y Lorenzo ocupaban en aquella sociedad, algunos rancheros ricos de ascendencia española e india habían sido campesinos en su México natal. Era como una gran olla de sopa donde se mezclaban todas las sangres, una idea que perturbaba su sentido de clase. Como dueño de quinientas cabezas de ganado, miembro de la aristocracia española y militar retirado, Lorenzo era tratado con respeto; pero, según la demencial mentalidad de la frontera, Antonio Castillo, un hombre de sangre mexicana y africana, casado con una india del lugar, merecía el mismo respeto simplemente porque era el herrero del pueblo. Allí la ocupación de una persona revestía más importancia que su linaje, lo que, en opinión de doña Luisa, constituía una idea primitiva y poco saludable para una sociedad joven.