—¿Qué quieren que haga?
—Hacer sellar la cueva, por supuesto —exclamó Xavier con un parpadeo—. Detener la profanación de los arqueólogos blancos y proteger el cuerpo y los objetos funerarios de la mujer sepultada. Se trata de un asunto sagrado, señor Black. Mis clientes son hombres santos que operan en las más altas esferas de los intereses indios. Podría decirse que son el equivalente indio de un colegio de cardenales.
Jared meditó unos instantes mientras los sonidos del campamento se filtraban por la ventana abierta.
—Bueno, señor Xavier —dijo por fin—. Puede decir a sus clientes que mis servicios no serán necesarios. Con toda probabilidad, el Estado decretará la expropiación, en cuyo caso los propietarios recibirán ofertas justas por sus fincas. Las casas serán demolidas, la cueva quedará protegida por la Agencia de Protección Medioambiental y a buen seguro será entregada a representantes tribales. Si eso no sucede, solicitaré un interdicto permanente contra el rellenado del cañón, en cuyo caso los propietarios también perderán. Sea lo que sea, señor Xavier, la cueva quedará protegida.
Una tosecilla nerviosa.
—Bueno, pero es que…, verá…, mis clientes no sólo quieren que la cueva quede protegida, sino sellada… para siempre.
Extendió las manos sobre el caro maletín, como si quisiera dar pistas sobre su valioso contenido.
—Permítame hacer hincapié en que el dinero no representa obstáculo alguno para mis clientes, tratándose como se trata de evitar el sacrilegio cometido en sus sepulcros. Ha sucedido demasiadas veces a lo largo de su historia; y por supuesto, saben que usted tiene un interés personal en estos temas. Su esposa…
Dejó la frase sin terminar.
—Sí, mi esposa era india, y la conservación de túmulos era una de sus causas —replico Jared.
Reflexionó unos instantes más mientras estudiaba con toda franqueza al visitante, que lo miraba con la sonrisa fija en el rostro.
—Señor Xavier, ¿Le importaría acompañarme un momento? —propuso, abriendo la puerta mosquitera.
La sonrisa del abogado flaqueó.
—¿Acompañarle? ¿Adónde?
—A ayudarme a aclarar unos puntos —explicó Jared con una sonrisa—. No tardaremos mucho.
—Con ayuda del archivo histórico —dictó Erica a su grabadora—, he logrado determinar que, con toda probabilidad, el dueño de los anteojos era un marinero que navegaba con Juan Cabrillo, quien en 1542 fondeó en los alrededores de Santa Mónica y Santa Bárbara, y tuvo breves contactos con los indios chumash. Pero ¿por qué los anteojos del hombre están enterrados en la cueva? ¿Fue también él sepultado en ella? ¿Por qué enterrarían a un europeo en una cueva sagrada india?
Pulsó el botón de parada, cerró los ojos y se masajeó las sienes. No lograba concentrarse. Pese a que Sam la había elogiado por haber impedido un desastre de proporciones mucho más graves, se sentía responsable de la destrucción del esqueleto. Había tenido el presentimiento de que ocurriría algo malo, pero lo único que hizo fue colocar un monitor de bebés en la cueva. Sam lo había tildado de actuación inteligente; Luke y los demás no cesaban de darle palmaditas en la espalda por su previsión. Era una heroína a los ojos de todos los implicados en la excavación de Emerald Hills.
Con una excepción.
«Espero que esté satisfecha».
Sus pensamientos vagaron de nuevo hacia Jared y el aspecto que ofrecía la noche anterior, el pecho desnudo manchado de sudor y tierra, el cuerpo delgado, pero musculoso, que la indujo a preguntarse de nuevo dónde pasaba aquellas dos horas cada noche, ilocalizable por teléfono y busca. Pero sobre todo le desconcertaba la expresión de su rostro al pronunciar la fatídica frase: «Espero que esté satisfecha». Primero furia, la misma ira oscura que había advertido en su rostro cuando discutía en silencio con el mar desde el cenador, pero al instante siguiente, la más absoluta estupefacción. ¿Se debía a la reacción de ella? Erica apenas recordaba las palabras que habían brotado de sus labios mientras atacaba Jared Black y su arrogancia. La sorprendía no haberle arrojado el transmisor, tan furiosa se había puesto. Pero para su sorpresa, el abogado no había replicado. ¿Qué lo había impulsado a enmudecer y dejarla marchar sin decir la última palabra?
Seguía enfurecida con él. Casi nunca se enfadaba por nada ni con nadie durante mucho tiempo, pues consideraba que el enfado era un desperdicio de tiempo y energía que no llevaba a ninguna parte. Pero aquella vez, los demonios se habían adueñado de ella. «Espero que esté satisfecha» ¡La culpaba por lo que sólo ella había intentado evitar! Fuera lo que fuese lo que le había gritado, no era suficiente. Sentía deseos de ir a su maldita autocaravana y seguir imprecándolo.
Al oír pasos que se acercaban a su tienda, dejó a un lado su trabajo pensando que era Luke con un inventario de daños. Horas antes, Erica había intentado volver a entrar y evaluar exhaustivamente el alcance del acto vandálico, pero se sentía tan abrumada por la rabia que delegó la tarea en Luke. «No me digas que has encontrado más huesos rotos».
Sin embargo, era Jared quien la llamaba.
Fue a la abertura de la tienda y miró al exterior con los ojos entornados. Últimamente vestía con más informalidad, advirtió diciéndose que la camisa de cambray y los vaqueros le sentaban muy bien, y deseando al mismo tiempo que no fuera así.
—Doctora Tyler —la llamó de nuevo—. ¿Podemos interrumpirla un momento?
Erica estudió al hombre que acompañaba a Jared, un desconocido en cuyo rostro se pintaba el más absoluto desconcierto. Asimismo, observó que el hombre se tiraba nervioso del cuello de la camisa.
—¿Qué pasa? —preguntó a bocajarro, sin invitarlos a entrar.
—Este es el señor Xavier, un abogado que representa a un grupo indio que desea contratar mis servicios.
Erica esperó.
—Señor Xavier, ¿le importaría repetirle a la doctora Tyler lo que me ha contado hace unos minutos? —pidió Jared al abogado. El hombre se ruborizó hasta la raíz de los cabellos.
—Bueno, yo…
—Limítese a repetir lo que me ha dicho a mí. Algo relativo a que el dinero no representa obstáculo alguno para sus clientes…
Xavier permaneció inmóvil durante un instante con la misma expresión perpleja y con el rostro tan pálido que Erica temió que sufriera una apoplejía allí mismo. Por fin giró sobre sus talones y se alejó a toda prisa.
Erica se volvió hacia Jared.
—¿Le importaría explicarme de qué va todo esto?
—Ese tipo es un mercenario de los propietarios que ha venido a ofrecerme un soborno para que haga sellar la cueva… Doctora Tyler —se apresuró a decir cuando Erica se disponía a entrar de nuevo en la tienda—. Quería disculparme por lo que le dije anoche. Estuvo fuera de lugar, no tenía ningún derecho a hablarle de esa forma. Es que me alteré tanto al ver lo que habían hecho los vándalos…
Erica lo miró durante una fracción de segundo, observando de cerca la expresión sincera y franca que mostraban sus ojos grises mientras recordaba las palabras de Sam: «¿La mujer de Jared? Pero ¿es que no lo sabes?…».
—Estaba a punto de preparar café. ¿Le apetece una taza? —sugirió. Jared la siguió al interior de la tienda.
—Yo también me alteré mucho —aseguró Erica al tiempo que sacaba una botella de agua mineral del frigorífico y llenaba la cafetera—. Y seguramente dije cosas que debería haberme callado, aunque la verdad es que no me acuerdo de casi nada.
—Me puso usted en mi sitio, nada más —sentenció Jared con una sonrisa.
—Señor Black, a los dos nos importa mucho la mujer enterrada en la cueva. No deberíamos ser adversarios.
Jared meneó la cabeza.
—Sigo creyendo que lo que hace está mal. Por mucho que lo llame excavar en nombre de la ciencia, para mí es saqueo de tumbas. ¿Y para qué? ¿Para exponerlo todo en un museo?
—Si quiere le explico lo que hago —replicó Erica con los brazos en jarras—. Cuando los españoles llegaron a América e instalaron aquí las misiones hace doscientos treinta años, los indios fueron acorralados en sus poblados y sobornados o bien asustados para que se convirtieran al cristianismo. No se les permitió practicar su antigua religión ni mantener sus tradiciones, y la mayoría murió a causa de las enfermedades de los blancos. La conquista sucedió con tal rapidez que. En el espacio de apenas dos generaciones, las costumbres, la historia e incluso las lenguas de aquellas tribus se perdieron. Pero la arqueología está empezando a reconstruir esas culturas perdidas, y si se sacan todos los objetos de los museos, como quieren hacer los indios, y se vuelven a enterrar, será un paso atrás. Cuando llevamos a grupos de escolares a los museos, explicamos a los niños cómo vivían los pueblos que habitaron esta tierra antes que nosotros. Si no lo hacemos, los niños nunca llegarán a saber lo que hubo en el pasado.
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire mientras Jared la miraba de hito en hito. Al cabo de un instante, Erica se volvió hacia la cafetera, que ya había escupido el café, y llenó dos tazones con personajes de dibujos animados estampados sobre ellos.
—Un amaretto vergonzosamente caro —anunció, alargándole el tazón del Pato Lucas—. Es mi única extravagancia —añadió con una sonrisa en un intento de mitigar la tensión.
Era la primera vez que Jared entraba en su tienda y aprovechó la ocasión para echar un discreto vistazo a su alrededor, buscando pistas que arrojaran alguna luz sobre aquella mujer que continuaba siendo un misterio para él. Dura un instante, vulnerable al siguiente, luego dura de nuevo, pero en cualquier caso, siempre apasionada con su trabajo. Lo que vio le sorprendió. La tienda daba la impresión de que Erica llevaba años viviendo en ella. A todas luces, tenía el don de instalarse en un lugar y convertirlo de inmediato en su hogar. Pensó en su autocaravana que tenía alquilada y no era más que un lugar de paso. Estaba atestada de comodidades y lujos, pero carecía de la personalidad que se apreciaba aquí. Había una Estatua de la Libertad de treinta centímetros con un reloj sobre el vientre, un tótem esquimal en miniatura, un cartel de la película
Las minas del rey Salomón
, un calendario de «Los vigilantes de Malibú», lo que parecía un cactus en flor en una maceta, pero que en realidad era una vela, una caja abierta de galletas Oreo y, por último, una foto dedicada de Harrison Ford: «A mi arqueóloga favorita», firmado: «Indiana Jones». Se quedó mirando un estante lleno de figurillas de bebés.
—Son mis animalillos domésticos —explicó Erica—. Me acompañan a todas partes.
Jared vio que cada una llevaba una etiqueta con un nombre. Ethel, Lucy, Figgy…
—Se llevan bien —añadió Erica con una sonrisa—. Por regla general.
Sin embargo, no había fotografías familiares, ninguna instantánea de padres, hermanos ni hermanas. Acto seguido vio un montón correspondencia sobre la cama; había revistas, facturas, cartas y circulares, todo ello dirigido al apartado de correos que Erica tenía en Santa Bárbara.
Cuando Erica lo sorprendió mirando, Jared se sonrojó ligeramente y removió el café con cierta timidez.
—Así que vive en Santa Bárbara.
Erica se apoyó, contra la mesa de trabajo y tomó un sorbo de café.
—Ahí es donde envían mi correo, pero no tengo domicilio fijo. A decir verdad, ahora mismo éste es mi hogar —explicó, extendiendo los brazos.
Jared bebió un poco de café mientras la observaba por encima del borde del tazón, intentando disimular su desconcierto. ¿Eso era todo? ¿Todas sus pertenencias se encontraban en aquel espacio minúsculo?
—Una vez visité a un amigo que estaba trabajando en una excavación en Nuevo México. Tenía la tienda llena de hallazgos arqueológicos, una especie de colección privada. Nunca viajaba sin ella —Jared paseó la mirada por la tienda—. Supongo que esperaba ver lo mismo aquí.
—No colecciono objetos ni creo en las colecciones privadas de antigüedades.
Jared adoptó una expresión sorprendida.
—Pero hace un momento ha dicho que…
—Creo en las colecciones museísticas —lo atajó Erica—, porque se comparten con la gente y permiten ampliar conocimientos; en cambio, soy contraria a las colecciones privadas de objetos arqueológicos. Porque fomentan la ratería. Mientras haya coleccionistas dispuestos a pagar un dineral por objetos funerarios, seguirá habiendo ladrones de tumbas. El tráfico de reliquias no hace más que alentar el saqueo de tumbas que tanto denota usted.
De repente, Jared pensó en los objetos que decoraban su casa del condado de Marin, auténticas reliquias precolombinas por las que había pagado una fortuna. Nunca se le había ocurrido preguntarse a qué precio cultural los había obtenido.
Cuando estaba a punto de comentar las tácticas desesperadas de los residentes y advertir que todos deberían extremar la vigilancia en los días venideros, oyeron pisadas de botas que se acercaban. Al cabo de un instante, Luke irrumpió en la tienda.
—¡Erica, tiene que venir a ver esto!
—¿Qué es? —preguntó ella, dejando el tazón sobre la mesa.
—¡En la cueva! He empezado a limpiar un poco y… No, no, no he tocado nada, pero… ¡tiene que venir a verlo en seguida!
Los tres corrieron al borde del cañón y descendieron por el andamio. Una vez en el interior de la cueva, Erica cayó de rodillas y cepilló con gran delicadeza la tierra que cubría el objeto recién descubierto.
—Parece como si lo hubieran envuelto en un paño o algo así —murmuró—. Está totalmente podrido, pero el análisis microscópico de las fibras… ¡Dios mío! —exclamó de repente—. ¡Es un relicario!
Jared se inclinó para ver mejor.
—¿Un relicario?
—Sí, un estuche para guardar las reliquias, por lo general huesos o cabellos de santos.
Erica siguió limpiando la caja y dejó al descubierto una mano y un antebrazo de plata.
—Es un relicario, sin lugar a dudas. Bueno, por lo visto hay alguien más enterrado aquí aparte de la Señora.
—¿De qué santo se trata, Erica? —inquirió Luke, conteniendo apenas la emoción—. ¿De quién son los huesos? ¿Lo sabe?
—¿Y cómo ha llegado hasta aquí? —añadió Jared.
Erica eligió un cepillo más suave.
Después de la visita de Cabrillo, en 1542, no hubo contactos durante doscientos veintisiete años. Imagino que quien lo trajo a América no lo hizo antes de 1769.
Siguió limpiando la caja y acercó la luz. Al leer el nombre grabado en la plata, profirió una exclamación y miró a los demás con expresión incrédula.