—Creo que nuestra pequeña excavación está a punto de convertirse en un asunto internacional.
—¿Por qué?
—Porque voy a tener que informar de esto —señaló el brazo de plata semienterrado— al Vaticano.
Teresa
1775 d. C.
Teresa albergaba dos deseos: descubrir qué inquietaba al hermano Felipe y hallar el modo de paliar su preocupación.
—Sólo se recolectan las hojas de la dedalera —decía Felipe en aquel instante.
Su voz siempre le recordaba un viento estival susurrando por un cañón, suave y tranquilizadora. Todo lo relacionado con el hermano Felipe era suave y tranquilizador. Su forma de hablar, tan sureña como las de algunos padres, sus modales pausados como el jardín por el que caminaba, su forma de comer, aguardando varios minutos entre bocados, como si saboreara la magnificencia de la tierra, sus altos en el trabajo, con las manos introducidas en las voluminosas mangas de su hábito y la cabeza rapada inclinada en un instante de oración. Pero su rasgo más tranquilizador eran sus ojos, consideraba Teresa, amables como los de un gamo, puertas que conducían a un lugar silencioso y lejano donde no cabía ni la ira ni la violencia, ni el dolor ni la muerte. A veces, cuando Teresa ya no soportaba el sufrimiento de su gente, que enfermaba a un ritmo aterrador, se perdía en los ojos verde musgo del hermano Felipe y sentía que su espíritu se sumergía en ellos, en aquella soledad pacífica, preciosa.
Al menos, así había sido hasta hacía poco. Sin embargo, en los últimos tiempos se había operado un cambio perturbador en el hermano Felipe, un cambio tan sutil que quizá sólo Teresa, que trabajaba cada día con él en el huerto, lo percibía. No se ponía de manifiesto en sus gestos ni su modo de hablar, pero bajo sus ojos se apreciaban nuevas sombras, y mostraban una expresión atormentada que no se veía en ellos tres años antes, cuando el hermano Felipe llegó a la misión.
Teresa suspiraba de amor por el joven fraile, pero nunca podría revelárselo; el hermano Felipe era un hombre santo que consagraba su vida a su dios y a la purificación de los espíritus. Al igual que los padres de la misión, no pensaba en asuntos relacionados con los hombres y las mujeres, con el amor y el sexo. Incluso había hecho voto de celibato. Si bien el celibato no se practicaba en el pueblo de Teresa, pues un maravilloso mito topaa contaba la historia de un héroe llegado del mar que se había enamorado de la chamán del clan. Hacía de eso muchas generaciones, y en aquella época las chamanes no podían casarse, sino que debían permanecer castas hasta el fin de sus días. Sin embargo el héroe se casó con ella, desde entonces las hechiceras tenían permiso para tomar esposo, razón por la cual la madre de Teresa se había casado y la propia Teresa esperaba seguir sus pasos algún día pese a estar destinada a ser la hechicera del clan. Pero no aceptaría a cualquiera; quería a Felipe.
—La dedalera —repetía en aquel momento el fraile.
Teresa detectó una nueva tensión en su voz que sin duda no estaba ahí el día anterior. ¿Acaso sentía añoranza de su tierra? ¿Anhelaba regresar a la patria de sus antepasados? Teresa nunca había conocido a nadie que pudiera ser feliz lejos de su tribu durante mucho tiempo. No obstante, los padres ya llevaban allí seis años, construyendo sus extrañas chozas, cultivando sus extraños alimentos y criando a sus extraños animales, y no parecían tener intención de marcharse pronto. Pero el hermano Felipe no era como los padres, que parecían dotados de un espíritu irás severo. Felipe era un hombre afable, muy joven, de tez pálida proclive al rubor y con una sonrisa dulce y tímida. En ocasiones, Teresa creía que el hermano Felipe no era un ser humano, sino un espíritu guía que los antepasados habían enviado para que velara por los topaa durante la estancia de los padres.
Teresa había llegado a la Misión tres años antes, cuando todo su poblado sucumbió a la tentadora oferta de comida. Teresa y su madre esperaban regresar a la aldea por mar, pero su madre enfermó de repente y pese a los solícitos cuidados de los padres franciscanos, murió. Cuando Teresa, con sólo catorce años, postrada de dolor y pena, se disponía a regresar a su aldea, el hermano Felipe la invitó a quedarse al igual que los padres invitaban a todos los topaa a vivir entre ellos. La joven escrutó los amables ojos verdes del fraile, que le recordaban dos lagunas o dos claros envueltos en bruma, y aceptó.
A causa del hermano Felipe permitió que la bautizaran al cabo de unos meses.
Teresa no acababa de entender que significaba el agua vertida sobre la cabeza, como les sucedía a los demás topaa bautizados que vivían en la misión, aprendiendo a cultivar y cosechar vegetales, ordeñar vacas, tejer mantas y hacer cerámica. La vida en la misión les parecía más fácil que en el poblado, donde se veían obligados a pescar para comer o adentrarse en el bosque en busca de bellotas que con frecuencia no encontraban. En la misión, los padres les proporcionaban alimento en abundancia y un techo siempre y cuando dijeran «Padrenuestro», ¡Jesús! y «Amén» Seguían al sacerdote durante el ritual matutino, levantándose, santiguándose, arrodillándose y tocándose la frente, pecho y hombros cuando hacía la señal de la cruz en el aire. Se dejaban colocar el pedacito de pan sobre la lengua y recitaban palabras que no comprendían. El hermano Felipe aseguraba que los bautizados estaban salvados. Pero ¿de qué? se preguntaba Teresa.
¿Por estar, «salvados» no podían abandonar la misión? Aunque a muchos les gustaba vivir en ella, otros muchos querían regresar a sus poblados, pero los padres decían que no podíais volver una vez bautizados, razón por la cual los encerraban de noche y los soldados se encargaban de hacer volver a los fugados. Muchos decían que, de haber sabido que el agua vertida sobre la cabeza significaba quedar prisionero en la misión, habrían conservado sus tradiciones y religiones sin someterse nunca a los dictados de los padres.
Teresa se preguntaba si ése era el motivo de que su gente enfermara y muriera a una velocidad tan alarmante.
Tras la muerte de su madre, Teresa debería haber asumido la responsabilidad de la cueva de Topaa-agna, pero no había llegado a completar la iniciación a los secretos, los mitos y los hechizos, las oraciones y los ritos. ¿Estaría muriendo su gente porque la Primera Madre llevaba tres veranos sin recibir ninguna visita? Pero a Teresa le daba miedo celebrar los ritos de la cueva sin guía alguna. Algunos tabús eran tan poderosos que el error más insignificante podía atraer una desgracia de la gravedad de un terremoto o una inundación.
Pero ¿acaso la muerte de su pueblo no era también una desgracia?
—Hay que procurar no magullar la hoja —aleccionaba el hermano Felipe con su habitual voz meliflua.
Teresa intentó prestar atención a sus palabras. Había elegido ayudar a Felipe en el huerto, donde cultivaba plantas curativas, porque también ella las conocía a fondo. Por desgracia, ni ella ni el hermano Felipe habían encontrado remedio alguno para el mal que cada vez se cobraba más vidas topaa.
—Así —instruyó el hermano Felipe mientras recolectaba con toda delicadeza las hojas de dedalera.
Hablaba en su lengua, el castellano. Teresa había aprendido la lengua de los padres, como debían hacer todos los topan, tonga y chumas. Era una lengua nueva, al igual que la flor que le mostraba Felipe y que contenía un espíritu capaz de curar las enfermedades de corazón. El jardín estaba repleto de flores nuevas procedentes de un lugar llamado Europa; había claveles, acacias, peonías. Al otro lado de la valla, nuevos animales traídos también de ultramar, vacas, caballos y ovejas, pastaban en la hierba— Los campos sobre los que los miembros de su tribu y otras inclinaban la espalda para azadonar, arrancar malas hierbas y sembrar estaban salpicados de plantas nuevas y extrañas, como trigo, cebada y maíz. Tantas novedades en una tierra antigua inquietaban vagamente a Teresa. No había visto a los padres pedir permiso a la tierra para ararla, cargarla con pesadas bestias o alterar el curso del río creando canales donde antes no existían. ¿Se desmoronaría el orden para dar paso al caos?
Teresa recordó el día en que llegaron los forasteros. Contaba ella once veranos, y por los poblados corría el rumor de que unos viajeros habían penetrado en tierra ancestral sin mostrar el debido respeto. Los intrusos sacaban agua sin pedir permiso al río, cogían fruta sin pedir permiso a los árboles, cortaban ramas y encendían hogueras sin celebrar el ritual apropiado. Todas las tribus convinieron en que era necesario hacer entender a los forasteros las costumbres de los pueblos.
Pero cuando salieron al encuentro de los recién llegados, esgrimiendo lanzas y flechas para dejar claro que tenían intención de proteger a los espíritus de la tierra, los forasteros alzaron de repente a una mujer en volandas para que todos la vieran. Convencidos de que se trataba de una chamán, los miembros de la tribu guardaron silencio en espera de que hablara. Sin embargo, la mujer permanecía inmóvil y en silencio. ¿Estaría muerta? se preguntaron. Pero sus ojos estaban abiertos y en sus labios se dibujaba una sonrisa. Creyendo que los intrusos les mostraban a una mujer santa, los jefes depusieron arcos y flechas en señal de respeto, y sus madres y hermanas se adelantaron para ofrecerle abalorios y semillas. Cuando los forasteros erigieron una choza para su señora y pusieron flores a sus pies, los topaa, los tongva y demás tribus acudieron a dejarle ofrendas. Por aquel entonces. Teresa se preguntaba cómo podía la señora permanecer inmóvil tanto tiempo, pero entretanto había descubierto la existencia de los cuadros y sabía que aquella no era una mujer real, sino una representación plasmada sobre algo llamado «lienzo». Sin embargo, forasteros y nativos coincidían en una cosa, en llamarla Señora.
Seis años más tarde, Teresa y los topaa aún se preguntaban a qué habían venido los forasteros. A buen seguro no se quedarían mucho más, especulaban jefes y chamanes, pues nadie puede permanecer demasiado tiempo alejado de sus antepasados. Y según afirmaban los padres, habían recorrido una enorme distancia. En primavera, el jefe de los padres llegó de visita. Era un hombre de cortísima estatura (todos los topaa eran mucho más altos que él) que se llamaba Junípero en honor del arbusto del enebro. En aquella ocasión, Teresa oyó a aquel tal padre Serra hablar de un pueblo llamado indio que se había amotinado en una misión llamada San Diego, lo cual resultaba inquietante.
—Los padres espirituales deberían ser capaces de castigar a sus hijos, los indios, con golpes —le oyó decir a los padres.
Tantas ideas de los padres la desconcertaban. Por ejemplo, cuando los sacerdotes descubrieron que las mujeres ingerían brebajes de hierbas para prevenir la concepción, las castigaron con gran severidad. Pero todo el mundo sabía que el control de la natalidad era de vital importancia para la salud de la tribu, ya que de lo contrario, ésta crecía por encima de la capacidad de la tierra para alimentarla. Era lo que los dioses habían enseñado a los topaa muchas generaciones atrás, que demasiadas personas significaba comida insuficiente y por lo tanto hambruna. La respuesta de los padres era cultivar más comida. Enseñaron a los topaa a plantar semillas, regarlas, cuidarlas y luego cosechar el maíz, las alubias y los calabacines que habían traído consigo desde su mundo lejano. Puesto que ahora había comida suficiente, las mujeres ya no debían prevenir la concepción. Pero Teresa consideraba caótico deshacer un patrón que los dioses habían tejido al principio de la creación y permitir que la comida y la población crecieran y se multiplicaran hasta que no quedara ni un pedazo de tierra desocupado.
Además, el plan de los padres no funcionaba, pues no cultivaban suficientes cosechas para satisfacer las demandas de los soldados de los presidios, y en las aldeas la gente moría de hambre. Cada día, más topaa, tongva y chumash llegaban a la misión con sus cestas vacías para que se las llenaran, los padres les daban comida si se quedaban y se convertían al cristianismo. Así, los compañeros de Teresa se llenaban el estómago con Jesús y trigo, al tiempo que permitían que los rebautizaran con nombres como Juan, Pedro y María.
Sus pensamientos volaron de nuevo hacia el hermano Felipe y la creciente inquietud de que una enfermedad estuviera devorándole el espíritu.
De haber podido ver el interior del alma del joven, Teresa habría descubierto un anhelo tan intenso que lo consumía como el fuego. Felipe había venido al Nuevo Mundo con un solo propósito, experimentar el éxtasis, cosa que hasta el momento le había sido negada.
Como el beato fray Bernardo de Quintanilla, que había vivido quinientos años antes, pensó Felipe mientras miraba las flores acampanadas que tenía en la mano sin recordar qué debía hacer con ellas. Desde que Bernardo tomara el hábito de san Francisco, había experimentado con gran frecuencia el éxtasis a través de la contemplación de cosas celestiales. Oh, divina gracia, ¡poder experimentar ese sublime don de Dios! Felipe soñaba con ello a menudo y se preguntaba qué habría sentido fray Bernardo cuando un día, durante la misa, su mente se elevó hacia Dios de tal modo que experimentó la más absoluta de las transfiguraciones, el éxtasis, permaneciendo inmóvil, con los ojos alzados hacia el cielo, desde los maitines hasta la novena. Durante quince años, fray Bernardo gozó del tesoro celestial que suponía ver su corazón y su rostro elevados hacia Dios a diario. Tan alejada estaba su mente de todo lo terrenal, que Bernardo flotaba cual paloma sobre la tierra y en ocasiones permanecía hasta treinta días en la cumbre de una montaña imponente contemplando las cosas divinas.
Felipe soñaba también con gozar del privilegio de fray Masseo, compañero de san Francisco, que tras encerrarse en su celda y castigar su cuerpo con ayuno, flagelo y oración, entró en un bosque e imploró al Señor entre gritos y lágrimas que le concediera la virtud divina.
—¿Qué me darás a cambio de esta virtud que ansías? —replicó la voz de Jesucristo desde el cielo.
—Señor, de buena gana te ofrezco mis ojos —contestó fray Masseo.
—Te concedo la virtud y ordeno que conserves tus ojos —sentenció el Señor.
¡Oír la voz de Jesucristo! Felipe se estremeció bajo el pesado hábito de lana. Por esa razón había venido a aquella tierra salvaje para recibir la bendición de la revelación divina, poder ver la Divina Faz. Cuando recibió la llamada de Dios para que se dedicara al servicio misionero, Felipe respondió con presteza. ¡Qué regocijo reinó en su pueblo cuando se hizo público que lo habían elegido para formar parte de la misión de Alta California! ¡Qué orgulloso estaba su padre! Todo el pueblo se había agolpado en la pequeña iglesia para rezar por la seguridad de Felipe y el éxito de la misión. Y el corazón de Felipe había latido henchido de esperanza y el conocimiento cierto de que, en aquella tierra lejana, su sueño de conocer al Salvador en persona se haría realidad.