La vista tuvo un desenlace espantoso. El juez determinó que Erica era madura y astuta, por lo que debía ser juzgada como adulta. Cuando la trabajadora social la acompañaba afuera, Erica se vio acometida por unas tremendas náuseas. Entró en el servicio de señoras mientras la trabajadora social esperaba en el pasillo. Y en aquel servicio de azulejos blancos que olía a desinfectante, mientras Erica sollozaba desconsolada y se decía que su vida había terminado, porque nadie creía su versión y por tanto acabaría entre rejas, una señora muy bien vestida y con maletín entró y le preguntó qué le sucedía. Erica le contó toda la historia y, para su sorpresa, la mujer se ofreció a ayudarla.
—Te he visto devolver el monedero a esa mujer esta mañana. Podrías habértelo quedado; no te veía nadie. Te estaba observando desde el otro lado del quiosco. Tu gesto dice mucho de tu carácter. Una chica que devuelve un monedero lleno de dinero no robaría un coche.
La mujer era una abogada que se entendía bien con el juez. Llevó a Erica de vuelta a la sala y explicó al juez que la menor había sido representada por un abogado de oficio de forma inadecuada. Solicitaba ser nombrada tutora ad litem y que se revisara el caso de la joven.
—Esta persona se interesa por ti —constató el juez, mirando a Erica—. ¿Te parece bien su propuesta?
—Sí.
—En tal caso anularé el dictamen anterior, nombraré a esta mujer tutora ad litem y te remitiré al tribunal de menores. Te estoy concediendo una última oportunidad, jovencita. Espero que te des cuenta de la suerte que tienes.
Cuando recobró el conocimiento, Erica percibió de nuevo aquel silencio sobrenatural. ¿Habían arrojado la toalla sus salvadores? ¿Creían que había quedado sepultada bajo los escombros? Sentía algo en la mano, un objeto duro que parecía una piedra. ¿Cómo había ido a parar allí y por qué se aferraba a él con tanta fuerza?
Y entonces oyó los sonidos. Golpes, el arañazo de las palas, voces amortiguadas.
—Sí… —murmuró con la garganta reseca—. Estoy aquí… Seguid…
—¡Vamos! —gritó Jared—. ¡Daos prisa! ¡Se le está acabando el aire! —Erica llevaba casi ocho horas atrapada en la cueva.
Los miembros del equipo de rescate retiraban a toda prisa los escombros y la tierra que bloqueaban la entrada de la cueva con ayuda de palas, cubos, paletas y manos. El equipo sanitario aguardaba el desenlace de la operación.
—¡Esperad! —exclamó de repente Jared con las manos levantadas en demanda de silencio—. Me ha parecido oír…
Y entonces llegó un débil sonido desde el otro lado.
—¡Hola! ¿Me oye alguien?
—¡Es Erica! ¡Está viva! ¡Seguid cavando!
Por fin lograron abrir un pequeño orificio en la tierra.
—¿Me veis? —llamó Erica con un hilo de voz—. ¿Eres tú, Jared?
Jared atacó la tierra hasta practicar un agujero lo bastante grande para introducir por él los brazos y sacarla. Erica estaba aturdida y cubierta de tierra.
—Luke… ¿Está herido?
—Está bien. Consiguió saltar a tiempo. ¿Y tú? ¿Estás bien, Erica?
—Sí, sí —musitó ella.
Abrió el puño y contempló sorprendida la pequeña estatuilla rosada que había sostenido con tanto empeño.
—Estaba intentando salir… No sé a qué nivel estaba… ¿Es azteca? ¿Cómo ha ido a parar un dios azteca tan al norte?
De pronto, la boca de Jared se abatió sobre la suya en un beso intenso.
Erica se aferró a él un momento y luego quedó inerte.
—¿Estás bien? —repitió Jared.
—Oh, sí, estoy muy bien —murmuró Erica.
Y acto seguido se desmayó una vez más.
Angélique
1850 d. C.
Estaban subastando otra vez a las mujeres.
A Seth Hopkins le parecía una costumbre repugnante. Según la ley, la esclavitud era ilegal en California, pero las autoridades de San Francisco nada podían hacer al respecto, porque los capitanes de navío estaban en su derecho de reclamar los pasajes impagados, aun cuando ello significara vender a las pasajeras al mejor postor.
Seth tenía la impresión de que el número de barcos abandonados en el puerto se había multiplicado desde la última vez que lo visitara. En cuanto una nave atracaba en el puerto, capitán y tripulación saltaban a tierra y se dirigían a los campos auríferos. Algunos hombres emprendedores habían arrastrado los clíperes hasta la orilla para convertirlos en hoteles, pero el bosque de vergas y mástiles de unos quinientos barcos abandonados seguía llenando media bahía de San Francisco. Por eso el Betsy Lain se había visto obligado a echar el ancla lejos del puerto, de modo que la mercancía y los pasajeros tuvieron que ser transportados hasta la orilla en botes. Seth dejó de cargar su carro para observar la obscena estampida de hombres que corrían hacia el desembarcadero del Betsy Lain. Corría el rumor de que el clíper de Boston traía mujeres.
Tras pasar por la caseta de aduanas, algunas de las mujeres partieron de inmediato, muchas de ellas, como sabía Seth, para ir en busca de maridos que habían abandonado a sus familias al contraer la fiebre del oro. Las demás, que no habían pagado el pasaje, serían ofrecidas a cualquier persona del muelle dispuesta a saldar la deuda, lo que condenaría a la desgraciada a una esclavitud legal.
Las mujeres, al igual que los hombres, llegaban de todos los confines del mundo con la esperanza de empezar una nueva vida en California. Algunas huían de sus esposos, otras esperaban cazar uno. Algunas venían para perderse, otras para encontrarse a sí mismas. Todo era posible en California. La tierra y los recursos no conocían límites, y había oro a manos llenas. Y lo más importante de todo era que ninguna regla social se encargaba de mantener a nadie en su lugar. En esta tierra, un campesino valía tanto como un rey si tenía dinero. Nadie hacía preguntas, e incluso era posible, se dijo Seth sombríamente, escapar del estigma de ser un ex presidiario.
Asqueado, Seth presenció cómo empujaban a las mujeres a una zona acordonada como si fueran ganado, hacinándolas entre maletas y cajas mientras la jauría de hombres, cada vez más numerosa, se agolpaba al otro lado de la cuerda, ansiosa porque empezara la subasta. Muchos eran dueños de burdeles y casas de mala nota, garitos de juego y salas de baile. Estos elegirían a las más jóvenes y bonitas para obligarlas a dedicarse a la prostitución hasta que la deuda quedara saldada. Pero también había entre ellos hombres decentes y trabajadores, mineros y tramperos que se sentían solos y anhelaban la compañía de una mujer, y que ellos ofrecían matrimonios honestos.
A sus treinta y dos años. Seth Hopkins no se había casado ni tenía intención de hacerlo jamás. La experiencia le había enseñado que el matrimonio no era más que otra forma de esclavitud. Su destino era la vida solitaria, entre árboles y pastos verdes cuanto más alejados de las minas de carbón de Virginia mejor.
Dio la espalda al repulsivo espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos y ató con firmeza las cuerdas que sujetaban las provisiones amontonadas en su carro. Le desagradaba el barullo del puerto de San Francisco, los chillidos de los cerdos, los mugidos del ganado, los ladridos de los perros, el traqueteo de los carros, los gritos de la gente que discutía y regateaba, los ruidosos cascos de los caballos que esparcían por doquier sus excrementos. El aire estaba impregnado de humo y del hedor de las aguas estancadas y el pescado podrido, que el calor de un mediodía estival empeoraba aún más. Seth ardía en deseos de volver al campamento en las montañas, donde el aire era puro y limpio y uno podía oír sus pensamientos.
El capitán del clíper, un hombre bajo y corpulento ataviado con uniforme azul, se encaramó a un fardo e inició la subasta. Señaló a la primera mujer de la fila, una rolliza señora de cuarenta y tantos años que parecía furiosa y asustada a un tiempo.
—Esta debe cincuenta dólares. ¿Quién da cincuenta dólares?
—¿Sabe cocinar? Necesito una cocinera —exclamó la señora Armitage, dueña del Hotel Armitage, de Market Street.
—¿Tiene alguna modista? —intervino otra mujer—. ¡Pagaré bien por cualquiera que se las arregle con el hilo y la aguja!
En aquel momento, un tranvía tirado por caballos se detuvo, y doce mujeres vestidas con brillantes colores que habían esperado algo apartadas de las demás subieron decididas a él. Seth sabía que se dirigían al Club de Finch y al burdel que éste tenía en el piso superior.
Un hombre canoso se abrió paso entre la muchedumbre. —¿Cuánto vale esa rubia? —vociferó—. ¡Necesito una mujer, y la necesito ya!
El gentío estalló en carcajadas.
El dinero cambiaba de manos con rapidez, y los hombres se adelantaban para llevarse sus premios. Algunas mujeres los acompañaban de buen grado, otras a regañadientes, varias lloraban. Cuando estaba a punto de subir al pescante de su carro, Seth vio por el rabillo del ojo a una mujer distinta a las demás. Se negaba a formar parte de la hilera de mujeres subastadas y permanecía sentada sobre su gran baúl, con las manos recatadamente entrelazadas sobre el regazo. Su rostro quedaba oculto en la sombra del gran sombrero con plumas que llevaba anudado bajo la barbilla con un lazo. Pero fue su vestido lo que más le llamó la atención. Nunca había visto seda de aquel color… o más bien colores, pues relucía y cambiaba de color a cada movimiento de la mujer y con cada soplo de brisa procedente del puerto. Cuando respiraba, el corpiño cambiaba de verde mar a turquesa, y cuando se levantó, la falda dejó de ser aguamarina para tornarse azul zafiro. Era como las plumas del pavo real, las alas de la mariposa, la marea cambiante un día de verano. El efecto era hipnótico.
En aquel instante advirtió que la joven intentaba explicar algo al contador del navío, y cuando el viento cambió, Seth oyó sus palabras, pronunciadas con marcado acento español.
—He dicho que el señor Boggs paga mi pasaje.
El contador, un hombre de tez colorada y de aspecto dispéptico, escudriñó la muchedumbre.
—No veo a Boggs. Puede que no esté en la ciudad. Lo siento, señora, pero tengo que cobrarme su pasaje. Tendré que entregarla a uno de esos hombres.
—¿Qué significa «entregarme»?
—Pues que cualquiera que esté dispuesto a pagar su pasaje puede llevársela, y usted será propiedad suya hasta que la deuda esté saldada.
La joven irguió la cabeza, y Seth captó el destello de unos ojos oscuros.
—No soy de esa clase de mujeres, señor, y si mi esposo aún viviera, lo retaría a usted en duelo para defender mi honor.
El contador no se inmutó en lo más mínimo.
—Son las reglas de la compañía, señora. Tengo que cobrar el pasaje entero de todos los pasajeros que llevamos. Me da igual de dónde salga el dinero, pero tengo que apuntarlo en este libro.
—¡Pues entonces paga mi padre!
El contador arrugó la nariz.
—¿Y dónde está, si se puede saber?
—Bueno…, en este momento no lo sé exactamente, pero está aquí.
—¿Dónde?
—En California.
El contador resopló exasperado.
—Mire, Boggs no está aquí, así que tendré que cobrarme el pasaje de uno de estos hombres. Las reglas son las reglas.
La asió del brazo.
—¡Pero no puede hacerlo, señor!
—No veo a Boggs y no tengo tiempo. Tengo que llevar los recibos a la oficina a mediodía.
—¡Quíteme las manos de encima!
El hombre consultó la lista de pasajeros.
—Así que se llama D'Arcy. ¡Eh, caballeros, una francesita de verdad! Se llama On-gee-ink. ¿Quién empieza a pujar?
—Esta es la que esperaba —se relamió un hombre—. Eh, muchacha, súbete la falda y enséñanos el tobillo.
Seth subió al pescante y cogió las riendas. La cárcel le había enseñado que la vida era injusta y que los hombres listos no se metían en los asuntos de los demás. Además, aquella mujer ya pertenecía a Boggs y, por tanto, sabía dónde se metía.
Pero cuando azuzó a los caballos para que se pusieran en marcha, algo lo hizo detenerse. Miró de nuevo a la mujer. El contador se había alejado de ella un momento para mediar en una pelea en la que se habían enzarzado dos clientes. Boggs, pensó. Conocía a ese hombre. Cyrus Boggs había llegado como predicador dos años antes, pero desde entonces se dedicaba a empresas más lucrativas. En la actualidad era dueño de un burdel en Clay Street y conocido por atraer a mujeres confiadas a San Francisco publicando en los periódicos falsos anuncios para maestras y niñeras, ofreciéndoles pagar su pasaje a la llegada para luego encerrarlas en sus pesebres, pequeños habitáculos sin ventanas donde se esperaba que las pobres mujeres sirvieran a treinta hombres al día.
Con un suspiro, Seth dejó las riendas, saltó al suelo y se dirigió hacia la zona acordonada.
—Disculpe, señora, me ha parecido oírle pronunciar el nombre de Boggs.
—Si —asintió la joven mientras hurgaba en su bolso con manos pequeñas y enfundadas en guantes de suave gamuza—. Cuando mi marido muere, el gobierno se quedó la granja para impuestos —explicó—. Me queda poco, pero entonces veo esto.
Le alargó el recorte de periódico.
—Lo siento, no hablo español. ¿Qué dice?
—Es…, como se dice…, anuncio. El hombre dice que quiere para maestra de jovencitas. Aquí está su nombre y dirección. Le escribo una carta.
Sacó un papel doblado; Seth leyó las falsas promesas que contenía antes de devolverle ambas cosas.
—La carta y el anuncio son un fraude. Boggs la ha hecho venir con falsas promesas.
La joven lo miró con expresión perpleja. Seth se fijó en las pestañas oscuras que enmarcaban sus ojos, los rizos negros que se escapaban del sombrero.
Carraspeó mientras pensaba en el modo de revelarla la verdad con delicadeza.
—Boggs es un delincuente y no va a ayudarla. ¿Dice usted que su padre está aquí?
—Sí, por eso vengo. Es rico, él pagará mi pasaje.
Seth advirtió cómo la miraban los hombres y recordó que la semana anterior una banda compuesta en su mayor parte por soldados estadounidenses licenciados sin nada mejor que hacer ahora que la guerra de México había terminado, había atacado un campamento en Telegraph Hill, llamado Little Chile, y violado y asesinado a una madre y su hija. Las personas de ascendencia española no estaban a salvo en San Francisco en aquellos tiempos, sobre todo las mujeres españolas solas. Si el padre de la joven no aparecía pronto, Boggs iría a buscarla, y si no Boggs, entonces uno de aquellos hombres pagaría por ella y la esclavizaría Dios sabía dónde.