Al cabo de un rato, una mujer salió del hotelito con una sonrisa radiante mientras se secaba las manos con un paño. Se acercó a Seth y le dijo algo que Angélique no alcanzó a oír. Seth se echó a reír, y Angélique comprobó que el rostro de la mujer se iluminaba. Era una mujer de unos treinta años, estatura mediana y el cabello recogido en un severo moño. Llevaba un vestido sencillo y calzaba lo que parecían ser botas de hombre. Tocaba el brazo de Seth con un gesto que revelaba gran familiaridad.
En cuanto todos hubieron recogido sus compras, Seth se acercó al carro con la mujer y la presentó como Eliza Gibbons, dueña del hotel. La mujer inclinó la cabeza con sequedad y, pese a su sonrisa, Angélique advirtió en sus ojos una dureza que la sobresaltó.
—Estaba pensando… —empezó Seth, pero se interrumpió de inmediato.
De pronto reparó en las miradas que los hombres lanzaban a la señorita D'Arcy, miradas nada distintas de las que había visto en San Francisco, y comprendió que a fin de cuentas, no estaría a salvo en el campamento. No tuvo buena idea en Sacramento cuando decidió llevarla a Devil's Bar. Creía que conseguiría alojarla con una de las mujeres, pero ahora entendía que era un plan más que conflictivo. Ninguna de las mujeres casadas la alojaría al ver cómo la miraban sus esposos. Tampoco podía vivir sola a la vista de esas mismas miradas. Sólo quedaba la opción de las mujeres solteras, pero las únicas solteras eran las señoritas que vivían encima del bar y Eliza Gibbons, dueña del hotel de cuatro habitaciones. Como bien conocía Seth a Eliza, echaría un vistazo a los caros vestidos de la señorita D'Arcy y triplicaría el precio habitual de la habitación…, que Seth tendría que pagar hasta que la señorita D'Arcy localizara a su padre. Se le ocurrió que rescatar a una dama en apuros no era tan sencillo como había imaginado.
Sólo había un lugar en todo Devil's Bar donde podía garantizar su seguridad: en su propia cabaña. Saludó con la mano a sus amigos, subió de nuevo al pescante y cogió las riendas.
—Mire, yo trabajo de la mañana a la noche y no tengo tiempo de hacer las tareas domésticas, así que pago a una mujer para me las haga. ¿Cree que podría ocuparse usted de ello? Le pagaría lo mismo que he estado pagando a Eliza Gibbons por una de sus doncellas.
Angélique esbozó una sonrisa.
—Señor Hopkins, en México dirigía una hacienda muy grande mientras mi esposo luchaba en la guerra. Tengo mucha experiencia.
Se alejaron del hotel, dejando atrás las habladurías y especulaciones…, y a Eliza Gibbons siguiendo el carro con una mirada muy enigmática.
La cabaña de troncos de Seth se hallaba al final de la garganta y era casi el último alojamiento del polvoriento camino. Ayudó a Angélique a bajar y acto seguido apartó la lona que hacía las veces de puerta para dejarla entrar. La cabaña constaba de una sola estancia, y Angélique, muda de asombro, miró las toscas paredes de troncos, el hogar ennegrecido, el suelo de tierra, el fogón cubierto de hollín, el estrecho camastro y una mesa que parecía no haber sido limpiada desde que dejara de ser un árbol. El lugar no tenía ventanas, sólo otra puerta en la parte posterior.
—Puede dormir aquí esta noche; yo iré a casa de Charlie Bigelow. Mañana nos organizaremos.
Seth se dirigió hacia la puerta.
—¿Se va?
—El carro y el caballo no son míos, los he alquilado. Póngase cómoda. En la despensa hay comida, el pozo está detrás de la cabaña, muy cerca de la puerta y… —se interrumpió para carraspear incómodo antes de añadir—: El… éste…, está debajo de la cama. Vacíelo junto al arroyo.
Angélique se volvió y en la penumbra entrevió, bajo el camastro, el orinal de loza blanca. El asombro le impedía articular palabra.
Seth salió, bajando la lona tras de sí, y Angélique quedó sumida en la oscuridad. Durante unos instantes permaneció inmóvil, desconcertada, mientras escuchaba las voces procedentes del exterior.
—Es una viuda respetable —explicaba Seth a las personas que los habían seguido hasta la cabaña—. Ha venido a buscar a su padre. ¿Alguien ha oído hablar de Jacques D'Arcy, un trampero francés? Corred la voz, que necesitamos encontrarlo.
—Te has perdido una buena mientras estabas fuera, Seth. Una banda de Johnston's Creek pasó por aquí a la caza de unos injún que habían atacado su campamento. Al cabo de una semana volvieron y dijeron que habían acorralado a los ladrones en la isla Randolph, que fue como disparar contra cerdos en una pocilga. No nos volverán a crear problemas.
Angélique oyó alejarse pasos y voces hasta quedar completamente sola en la tosca cabaña, donde vislumbró los últimos coletazos de la luz diurna por entre las grietas de las paredes.
¿Está despierta, señorita D'Arcy?
La realidad la azotó con fuerza. Angélique se levantó a toda prisa y se alisó el cabello. El aspecto de su vestido la trastornó: había dormido vestida, y el cuerpo entero le escocía a causa del jergón de paja.
—Entre, señor.
Seth apartó la lona de la entrada, y la mortecina luz del amanecer pugnó por entrar mientras él llenaba el umbral con su elevada estatura y su presencia masculina. Dedicó una sonrisa tímida a Angélique y miró con el ceño fruncido la mesa y el fogón apagado.
—Venía a desayunar, pero me figuro que no sabía a qué hora llegaría. Además, no sabe lo que me gusta. Empiezo a trabajar junto al río en cuanto sale el sol. Para desayunar tomo café, huevos y bollos, y tocino cuando me lo puedo permitir. Hoy desayunaré en casa de Eliza; mañana podemos empezar nuestra rutina diaria.
Se quedó unos instantes para mostrarle el arroyo, el pozo, el bidón de madera que contenía patatas, cebollas, nabos, zanahorias y bellotas del otoño anterior. De vuelta en la cabaña le enseñó las dos lámparas y le pidió que cortara las mechas y las rellenara cada día. Asimismo debía limpiar la ceniza del fogón, preparar el café matutino, hacer la colada y planchar. Angélique lo seguía sin pronunciar palabra. Desde que despertara y comprendiera que ninguna criada aparecería para llevarle agua caliente y la taza de chocolate, además de que debía manejar ella misma el orinal, se encontraba en una especie de estupor.
Seth abrió un pequeño libro y lo abrió por una página en blanco en cuya parte superior escribió: «Angélique».
—La tarifa habitual por lavar y planchar camisas es un dólar la pieza —explicó al tiempo que señalaba el montón de ropa sucia tirada en un rincón—. Iba a llevarla al hotel de Eliza, pero ahora el trabajo es suyo. Soy un hombre honrado, señorita D'Arcy, y no la estafaré. —Cerró el librito y lo guardó en el cajón—. Tengo que ir a trabajar. Charlie Bigelow me ha estado vigilando la parcela estas semanas. Volveré a la hora de cena, prepare lo que quiera.
Dicho aquello se marchó.
Angélique permaneció inmóvil, como si hubiera echado raíces. Cuando Seth le preguntó si podía llevarle la casa, ella creyó que se refería a dar órdenes a los criados.
Al carecer de ventanas, el interior de la cabaña estaba a oscuras. Angélique abrió las lonas que cubrían las puertas delantera y trasera, pero la luz matinal era demasiado débil para iluminar la estancia, de modo que decidió encender las lámparas. Sin embargo, al mirarlas se dio cuenta de que nunca lo había hecho y no tenía ni idea de cómo hacerlo, por lo que decidió conformarse con la luz natural.
La siguiente cuestión acuciante era la de la comida. Angélique estaba desfallecida.
Examinó la sartén mugrienta que Seth le había mostrado. ¿Qué esperaba que hiciera con ella? En una alacena encontró sacos de arroz y harina, sal, especias, aceite de oliva, café, levadura, azúcar, un frasco de grasa de buey, algunos alimentos enlatados, botes de frutas en conserva y pescado salado en una vasija de barro. Angélique no sabía qué hacer con todo aquello. Se limitó a arrancar un pedazo de pan de la hogaza y cortar un trozo de queso seco que devoró con ansia mientras miraba la ropa sucia amontonada en el rincón. ¿Realmente esperaba Seth que la lavara? En la hacienda, su tarea se limitaba a supervisar a las criadas que recogían la ropa sucia y guardaban la limpia, y no sabía qué sucedía entre ambas fases. Engullendo el pan y el queso, y echando de menos su taza de chocolate, Angélique escuchó los sonidos del campamento que despertaba, sonidos desconocidos, extraños, toscos y groseros, pensó, tan distintos de las suaves mañanas en su hacienda de las afueras de Ciudad de México. Una vez más se preguntó por qué no oía cantar a los pájaros, pero entonces recordó las pendientes yermas que rodeaban el valle y los árboles talados que las cubrían.
«Los pájaros se han marchado, y lo mismo debería hacer yo».
De pie en medio de la diminuta y sucia cabaña que pertenecía a un hombre al que no conocía, perdida en un mísero campo aurífero en mitad de Dios sabía qué desierto, Angélique empezó a comprender que había cometido un error espantoso; no por el hecho de viajar a California, pues qué otro remedio le quedaba. Tras la muerte de su esposo, el gobierno mexicano había embargado todas sus propiedades, hacienda, campos y ganado, para cubrir el pago de los impuestos, dejando a Angélique solo con un baúl lleno de ropa. No, el verdadero error residía en haber ido allí, a Devil's Bar.
Lo primero que se le ocurrió fue que debía hallar la forma de regresar a Sacramento, encontrar un hotel y esperar a que su padre la localizara. Pero entonces se acordó de que estaba en deuda con Seth Hopkins, no sólo por los cien dólares que había pagado por ella, sino por haberla rescatado de las garras de un hombre de intenciones criminales o al menos eso afirmaba él.
Angélique irguió la espalda y los hombros, pues los D'Arcy pagaban sus deudas. Además, no podía ser tan difícil ocuparse de la casa.
En primer lugar subió agua del arroyo para poder bañarse y en el proceso descubrió que el agua pesaba mucho más de lo que había imaginado. Sacó ropa limpia del baúl, poniendo gran cuidado en elegir el conjunto adecuado y escoger los pendientes que mejor casaran con los matices rojizos del vestido. Vestirse sola constituía un desafío nada despreciable; nunca se había visto obligada a hacerlo. ¿Cómo se abrocharía el corsé? Se tomó muchas molestias con el pelo, cepillándolo con esmero y sujetándolo en lo alto con peinetas. Se aplicó crema en el rostro y las manos, se limpió los zapatos, cepilló el vestido de viaje y lo colgó, lavó la ropa interior y la tendió a secar.
Cuando terminó de arreglarse era casi mediodía, y en la cabaña seguía sin entrar suficiente luz, de modo que practicó con las cerillas y las lámparas hasta que aprendió a encenderlas y mantenerlas encendidas el resto del día. Pero cuando el lugar quedó iluminado, se fijó en que el suelo estaba sucísimo, de modo que encontró una escoba y mientras barría la porquería del suelo encontró algo peculiar en la base de la pared junto al fogón, una especie de cono de una sustancia indefinible que sobresalía varios centímetros del suelo. Se agachó para examinarlo y fue levantando la vista hasta llegar al gancho del que pendía la sartén.
—¡Santo cielo! —exclamó.
Por lo visto, Seth Hopkins no se molestaba en limpiar la sartén después de usarla, sino que la colgaba sin más del gancho, y la grasa iba goteando al suelo.
Encontró pocos efectos personales. Además del pichel, el cepillo y la navaja de afeitar, había un daguerrotipo de una mujer a la que Seth se parecía y cuatro libros muy gastados. Angélique cogió
Compendio poético
y hojeó obras de Burns, Keats, Shakespeare y Coleridge hasta que el volumen se abrió naturalmente por una página de Shelley, como si Seth la hubiera leído muchas veces.
«Despierto de sueños de ti,
en el primer dulce sueño de la noche».
Los otros tres libros eran
Ganadería
,
La vida de Napoleón
y
El libro de los bocetos
, de Washington Irving, con un trozo de papel insertado en la página de «La leyenda de Sleepy Hollow».
Con los brazos en jarras, Angélique inspeccionó la mísera vivienda, que en su opinión no era digna ni de albergar cerdos, y decidió que debía hacer algo con ella. Trabajó durante una hora, y cuando decidió que la cabaña había quedado un poco más habitable, afrontó la tarea de preparar la cena.
Seth Hopkins llegó poco después de ponerse el sol, anunciando su presencia antes de pasar. Al entrar se quedó petrificado y abrió la boca de par en par. Por todas partes lo asaltaban los colores, desde un chal español con bordados de brillantes colores echado sobre la cama y varias estatuillas de santos, hasta un cuadrito de la Virgen María y el Niño Jesús enmarcado en oro. Había velas votivas en recipientes de vidrio rojo, un abanico de espectaculares flores amarillas sujeto a la pared, un sombrero azul celeste con lazos rosados y plumas de flamenco colgado de un gancho. Sobre el barril de pólvora que hacía las veces de mesilla de noche se veía una figurilla azteca de jade rosa, un enorme cristal de roca azul oscuro y un pequeño jarrón con flores pintadas. El barril quedaba oculto bajo un echarpe de reluciente seda verde esmeralda y, apoyado contra el pie de la cama, había un parasol turquesa con volantes color verde claro. En una jarra de agua había dispuestos varios jacintos rojo sangre, que Seth había visto crecer junto al arroyo.
Parpadeó varias veces para asegurarse de que a sus ojos no les sucedía nada. ¿Qué había hecho esa mujer con su casa?
En aquel momento reparó en el humo que salía del fogón.
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está mi cena?
Angélique agitó las manos con ademán de impotencia.
—Lo intento, señor, pero no sé cómo hacerlo.
—¿Cómo es posible que no sepa preparar una simple cena? —exclamó Seth, incrédulo.
—¿Cómo voy a saber?
—Pero es una mujer y… ¡Por el amor de Dios!, ha gastado casi todo el queroseno.
—Esto es un calabozo oscuro. ¡Necesito luz!
—Pues mantenga las puertas abiertas.
—¡Para que entren las moscas!
Seth la miró de arriba abajo.
—¿Por qué está cubierta de hollín?
Angélique le explicó que había intentado encender el fogón, pero que sólo había obtenido una nube de humo. Seth repuso que primero debía retirar las cenizas anteriores, meterlas en el cubo y ajustar la válvula.
—¿No tiene delantal? —le preguntó.
Angélique se encogió de hombros.
—Necesitamos café para la cena —suspiró Seth.
Le enseñó a utilizar la cafetera, encendió el fogón y se fue para volver al cabo de unos minutos con unos pasteles de carne y patatas fritas.