—La acompañaré a Sacramento para asegurarme de que encuentra un alojamiento decente —prosiguió al tiempo que se oprimía la frente con la mano.
—¿Se encuentra bien, señor Hopkins? —quiso saber Angélique con repentina preocupación.
—A decir verdad, no mucho. Charlie Bigelow ha pillado un catarro tremendo, y creo que me lo ha contagiado. Si pudiera sentarme un momento…
Angélique le acercó una silla y le dio agua.
—¿Cuánto hace que se encuentra así?
—Dos o tres días. Creía que se me pasaría, pero parece que empeora. Y ahora la cabeza…
—Debería tumbarse.
Seth no discutió, y al levantarse le fallaron las piernas, de modo que Angélique tuvo que sostenerlo por la cintura.
—Ya se me pasará —murmuró mientras apoyaba la cabeza sobre la almohada—. Sólo necesito cerrar los ojos. Será mejor que se vaya; la diligencia no tardará en llegar. Dígales que somos dos. Angélique lo vio cerrar los ojos, se quitó un guante y le tocó la frente. Seth ardía de fiebre.
Pensó en Bill Ostler y su esposa; luego recordó al vendedor de melocotones de la semana anterior y la visión que había tenido.
Se volvió hacia la puerta. La diligencia pasaría al cabo de pocos minutos. En aquel instante, Seth lanzó un gruñido de dolor.
Se quitó el sombrero, acercó una silla al lecho y se sentó. Un cuarto de hora más tarde oyó que la diligencia pasaba traqueteando por el camino. Permaneció junto a Seth.
Cuando despertó al caer la noche, Angélique consiguió que tomara un poco de café tibio, pero no le apetecían la fruta y los bollos que le ofreció. Intentó levantarse de la cama, alegando que debía ir a casa de Charlie, pero carecía de la fuerza suficiente. Así pues. Angélique lo acomodó lo mejor que pudo y fue a la tienda de Ostler, donde compró mantas y otra almohada para prepararse una cama en el suelo.
A la mañana siguiente, el estado de Seth había empeorado.
Le tocó de nuevo la frente mientras le comprobaba el pulso, anormalmente bajo para un enfermo tan febril. El terror se adueñó de ella al recordar la fiebre que había azotado Ciudad de México diez años antes. La fiebre alta y el pulso lento habían alarmado a los médicos porque eran síntomas inequívocos de una temida enfermedad la fiebre tifoidea.
Cerró los ojos espantada. Estaba en lo cierto con respecto al vendedor de melocotones; era lo que las curanderas mexicanas denominaban un portador y había llevado la enfermedad a Devil's Bar. Angélique estaba paralizada de miedo e impotencia. La gente moría a causa de la fiebre tifoidea, incluso hombres jóvenes y sanos.
Mientras se preguntaba angustiada que debía hacer y a quién podía acudir en busca de ayuda, Seth despertó y la miró con ojos relucientes por la fiebre.
—Sigue aquí —musitó—. ¿Podría darme un poco de agua, por favor? De pronto se inclinó sobre el borde de la canta y vomitó. —Dios mío, lo siento —gimió, dejándose caer de nuevo sobre la cama.
Para su horror, Angélique comprobó que también se había ensuciado.
Y de repente, todo lo sucedido en las últimas semanas, el viaje en el Betsy Lain, la subasta de mujeres y Devil's Bar, la asaltó como una malévola marea negra que no pudo soportar. Salió de la cabaña corriendo entre sollozos, anhelando ver a su padre, odiando aquel lugar y a Seth Hopkins.
Huyó a ciegas del campamento, cruzó el arroyo y subió por la colina salpicada de muñones de árboles.
Una vez en la cima llegó al bosque, donde se dejó caer en el suelo y derramó amargas lágrimas de soledad, impotencia y añoranza. De pronto, el dolor le atacó la cabeza y, como estaba muy lejos de su medicina, no le quedó más remedio que permitir que el trance siguiera su curso, aquel mal recurrente que había heredado de la abuela Angela.
Mientras yacía inmovilizada por el dolor, las visiones poblaban su mente, pero no en forma de profecías y alucinaciones sino de recuerdos de cuando tenía seis años. Aquel extraño día en Rancho Paloma, el día de la boda que no llegó a celebrarse porque sucedió algo y todos los invitados se marcharon. Angélique no sabía de qué se trataba, pero de repente recordó la histeria de su madre. Carlota, a quien Angélique recordaba como una mujer fuerte y práctica, quedó reducida a un manojo de nervios. Guardaba relación con tía Marina, que desapareció sin dejar rastro y algo que le ocurrió al abuelo Navarro. Pero lo que destacaba en la mente de Angélique con más claridad, como los picos montañosos que la rodeaban, era el rostro de la abuela Angela redondo, pálido y hermoso, y su voz, cristalina como el canto de los pájaros en aquel bosque.
—He hecho lo que debía hacer. Puedes decir que está mal, y es posible que esté mal, pero era lo que debía hacer.
Y Carlota, presa del pánico:
—¡Vendrán a por ti, madre! ¡Te ahorcarán! Debes huir, esconderte.
—No huiré ni me esconderé —replicó la abuela, serena y fuerte—. Afrontaré lo que Dios quiera. Las mujeres Navarro no son cobardes.
Al día siguiente. D'Arcy se había llevado a su mujer e hija, y el recuerdo de aquel día se fue desvaneciendo. Ahora, atrapada en las fauces del dolor, se preguntó qué ocurrió aquella noche fatídica, por qué su madre creía que la abuela Angela sería arrestada y ahorcada. ¿Adónde había ido tía Marina? ¿La encontraron alguna vez?
«¿Quién salió al galope aquella noche entre el estruendo de cascos de caballo?».
El ataque empezaba a remitir. Al abrir los ojos, Angélique vio, oyó y olió por primera vez el bosque en que se hallaba. Qué majestuoso, qué bello era. Aspiró una profunda bocanada de aire y se sintió como si aspirara poder, el espíritu de los bosques. «Las mujeres Navarro no son cobardes». Angélique paseó la mirada por el paraíso forestal al que había ido a parar y por entre los árboles vislumbró el tosco campamento minero que pocos minutos antes odiaba con tanta pasión. «Haré lo que debo hacer», pensó.
Al regresar a la cabaña encontró a Seth intentando desvestirse. Había vertido agua en una jofaina para lavarse, pero en un momento dado se había desplomado al suelo. Las sábanas y la manta estaban inservibles. Angélique hizo la cama con la única sábana limpia que quedaba, tendió a Seth en ella y lo cubrió con el edredón que reservaba para el invierno. Luego se dirigió al hotel de Eliza, donde una de las doncellas le comunicó que la señorita Gibbons estaba enferma, al igual que los cuatro huéspedes. Sin embargo, la cocinera estaba en la cocina y dio a Angélique pan, sopa, natillas y salchicha. En cuanto la doncella le dio sábanas limpias, fue a la tienda de Bill Ostler, quien a pesar de la evidente fiebre insistía en que se encontraba bien.
Al regresar a la cabaña encontró a Seth intentando desvestirse. Había vertido agua en una jofaina para lavarse, pero en un momento dado se había desplomado al suelo. Las sábanas y la manta estaban inservibles. Angélique hizo la cama con la única sábana limpia que quedaba, tendió a Seth en ella y lo cubrió con el edredón que reservaba para el invierno. Luego se dirigió al hotel de Eliza, donde una de las doncellas le comunicó que la señorita Gibbons estaba enferma, al igual que los cuatro huéspedes. Sin embargo, la cocinera estaba en la cocina y dio a Angélique pan, sopa, natillas y salchicha. En cuanto la doncella le dio sábanas limpias, fue a la tienda de Bill Ostler, quien a pesar de la evidente fiebre insistía en que se encontraba bien.
—La fiebre alta puede ser peligrosa si no se consigue bajar en poco tiempo —le advirtió sin embargo—. Puede causar ataques, daños cerebrales permanentes o incluso la muerte. Mantenga la piel de Seth húmeda y abaníquelo. Déle mucha agua fresca y no lave las sábanas. Tiene que quemarlo todo, las sábanas, la ropa, todo…
Por último pidió prestado un camastro a Llewellyn el galés y regresó a la cabaña. Seth se agarraba el vientre y gemía. Angélique calentó la comida que había comprado en el hotel, pero el joven lo vomitó todo.
La fiebre siguió aumentando de forma progresiva durante tres días y luego permaneció elevada. A los vómitos siguió la diarrea por lo que se vio obligada a volver al hotel en busca de más sábanas y a quemar las sucias detrás de la cabaña. Seth permanecía inerte en la cama, intentando no exteriorizar su dolor, pero Bill Ostler le había explicado los efectos de la fiebre tifoidea, las dolorosísimas úlceras que provocaba en el intestino.
Había que bañarlo, de modo que desterró su pudor, se recordó que había estado casada y lo lavaba en el lecho, cubriéndole las partes íntimas con la manta para que pudiera conservar su dignidad. En un momento dado distinguió unas cicatrices en su espalda y acercó la lámpara para examinarlas. Surcaban la piel en tal número que resultaba imposible contarlas. Tenían algunos años, así que supuso que se debían al látigo de la cárcel. Las cicatrices que se veían en sus muñecas y tobillos sólo podían ser consecuencia de los grilletes y esposas. Aquellas marcas la hicieron llorar.
—Santa María de los Dolores —musitó al tiempo que se santiguaba y sus lágrimas caían sobre las cicatrices—. Pobre, pobre hombre.
La fiebre no bajaba, y Seth temblaba como una hoja en pleno delirio. Sobre su pecho y vientre apareció una erupción rosada, y pronto se sumió en un sueño que más parecía un coma. Atenazada por el miedo, Angélique intentaba desesperadamente bajar la fiebre con compresas frías. Lo intentaba día y noche, cubriéndolo de paños húmedos, abanicándolo e intentando que bebiera agua fresca. A veces se adormecía, pero de inmediato despertaba con un sobresalto y volvía al trabajo. Recordaba que durante los calurosos veranos de México, las señoras se humedecían las muñecas y sienes con colonia, de modo que bañó a Seth con sus esencias y aguas de colonia para que la evaporación del alcohol lo refrescara un poco. Cuando se acabaron las existencias, fue al bar, que estaba desierto, se llevó la última botella de whisky y bañó a Seth en ella.
Tras quemar la última sábana volvió al hotel a por más, pero no quedaba ninguna, y tampoco en la tienda de Bill Ostler. Devil's Bar estaba sumida en una humareda hedionda causada por las numerosas hogueras donde se quemaban sábanas y ropas. De vuelta en la cabaña, Angélique abrió su baúl y sacó las enaguas, que sirvieron para cubrir la cama con sus suaves algodones. Cuando se le acabaron las enaguas, desgarró sus vestidos e hizo tumbar a Seth de costado mientras extendía sobre el jergón la seda verde esmeralda o el satén rosado para luego recoger las prendas sucias y arrojarlas a la pira de la parte trasera. Luego encendía una cerilla y veía arder todas sus sedas y satenes.
Puesto que necesitaba los vestidos para la cama, abrió la caja donde Seth guardaba su ropa y eligió un par de aquellos extraños pantalones que él llamaba vaqueros, con los bolsillos sujetos por remaches metálicos, y una de sus camisas de tosco tejido, que se metió en la cinturilla de los pantalones tras anudarse un cordel para que no se le cayeran. Como ya no tenía tiempo para ocuparse de su pelo, se lo peinaba en dos largas trenzas. Bill Ostler se sobresaltó al verla. —Parece usted una india —comentó.
Seth no podía ingerir alimentos sólidos, así que superó el temor que le infundía el fogón, pues cocinar se había convertido en una cuestión de vida o muerte, y manteniéndolo encendido aprendió a hervir el arroz hasta la consistencia perfecta, añadiendo sal y azúcar para fortalecer a Seth. Le preparaba gachas de avena, caldo de buey y verduras, té frío…
Cuando se quedó sin provisiones regresó al hotel, pero no vio a nadie. El comedor y la cocina estaban desiertos, pero de la planta superior le llegaban gemidos y el sonido inconfundible del vómito. En la parte trasera se alzaba una pila de sábanas apestosas y humeantes. Fue a ver a Bill Ostler, que ya estaba gravemente enfermo y casi se arrastró hasta la puerta para abrirle.
—¿Puedo ayudarle en algo? —le preguntó.
—Todo está en manos de Dios, señorita D'Arcy —repuso el tendero— Con la fiebre tifoidea no se sabe quién vivirá y quién morirá. Depende del Todopoderoso.
Dicho aquello se desplomó, y Angélique lo ayudó a llegar hasta la cama. Vio a la señora Ostler, que parecía hallarse a las puertas de la muerte. Cogió provisiones de la tienda y dejó una bolsa de polvillo de oro.
Acto seguido fue a casa de los Suenson con la esperanza de comprar algunos huevos, y allí encontró a Ingvar pugnando por cuidar de su mujer. Angélique miró a la señora Suenson y vio que el bebé dormía en sus brazos. Se acercó un poco más y se santiguó.
—Señor Suenson, su bebé…
—Ya lo sé, pero no me deja que entierre al pobrecito.
El campamento aparecía desierto salvo por los perros carroñeros. Angélique vio tumbas recientes en la colina y se preguntó quién yacería en ellas y quién tenía fuerzas suficientes para cavarlas. El hedor de la enfermedad invadía el campamento. Recordaba el olor de la época en que la fiebre tifoidea azotó México. También recordaba los entierros, que se sucedían día y noche. Habría más en Devil's Bar antes de que la enfermedad remitiera.
No se apartaba un instante de Seth. Cuando se agitaba, presa del dolor y el delirio febril, lo acunaba en sus brazos. Y cuando lo incorporaba para darle de comer y le acariciaba el rostro, experimentaba una ternura que jamás había sentido.
Cada noche caía rendida en la cama.
Diecisiete noches después del día en que debería haber tomado la diligencia, Angélique examinó el rostro demacrado de Seth y su cuerpo desprovisto de carne. Tenía los ojos muy hundidos y se le había caído buena parte del cabello. Llevaba días sin abrir los ojos. Angélique sabía que nadie podía arder dos semanas de fiebre y sobrevivir, pero no podía hacer nada más. Agotada y débil por el hambre, creyendo que enloquecería por la falta de sueño miraba al hombre que yacía en la cama con los ojos relucientes de algo que no era fiebre, sino una demencia del espíritu.
Devil's Bar estaba sumido en un silencio sepulcral. Ya no oía el piano desafinado en el salón, el constante ir y venir de caballos y carros, los sonidos propios de la gente. No recordaba la última vez que había hablado con alguien. El día en que fue a ver a Charlie Bigelow lo encontró muerto en su propia suciedad sin haber recibido cuidado alguno. Habían dejado de llegar visitantes al campamento: la última diligencia había pasado varios días antes. El mundo los había abandonado a la muerte.
Alrededor de medianoche mientras el último resto de queroseno ardía mortecino en la lámpara y ella estaba sentada junto a Seth, Angélique sintió que la envolvían las sombras. En un principio creyó que se trataba de los espíritus de Charlie Bigelow, el bebé de los Suenson y las dos criadas de Eliza Gibbons, pero pronto comprendió que no eran fantasmas, sino recuerdos largo tiempo reprimidos, cosas que su madre le contara de pequeña sobre su familia californiana. Impulsada por el amor hacia su padre, Angélique había dado la espalda a los Navarro por haber tratado mal a D'Arcy, pero ahora recordaba que la abuela Angela lo había acogido como a un hijo. Recordaba que, el día en que un oficial llegó a la hacienda para darle la noticia de la muerte de su marido en la batalla de Chapultepec, se sintió más sola que nunca. Su padre ya se había marchado y su madre había muerto. No le quedaba nadie. Pero de pronto recordaba a todos sus primos, algo relacionado con un oso en un corral, ella misma rodeada de niños emparentados con ella. Nunca se había detenido a pensar que tenía una familia muy numerosa. Y qué consuelo debía de proporcionar la familia en momentos como aquel…