Angela nunca bajaba la guardia; así habían sobrevivido ella y sus hijos, gracias a su astucia y a que nunca bajaba la guardia. Sabía interpretar los estados de ánimo de su esposo, observar las señales y actuar en consecuencia. Si Navarro probaba la sopa y enarcaba una ceja, Angela se apresuraba a ordenar a la criada que se llevara aquel espantoso mejunje, pese a que, en el fondo, ella la encontraba deliciosa. Si uno de sus hijos pequeños ensuciaba al entrar en casa los bruñidos suelos de baldosas y Navarro fruncía el ceño al ver la porquería, Angela se reprochaba en voz alta no haberse limpiado los zapatos antes de entrar para que la mano de Navarro se estrellara contra su mejilla en lugar de la del niño. Por fortuna. Navarro casi nunca se percataba de la manipulación, pero para ello, Angela debía estar siempre atenta. Los pocos errores que habían cometido sus hijos y ella los habían pagado caros. Una palabra dicha en mal momento, una mirada que no le hiciera gracia y ya sacaba el látigo para repartir azotes entre su esposa, sus hijos y los criados.
De ese modo, con los años Angela había aprendido a intuir el momento en que debía alejar a los niños de su presencia, a regañar justo antes de que él saltara, a criticarse a sí misma antes de que Navarro tuviera ocasión de hacerlo, a asumir la culpa de todo para que los siervos y los niños quedaran exentos de sus iras. Sabía cuándo sus muestras de sumisión lo aplacaban, cuando lo enojaban y cómo adaptarse a sus humores. No obstante, resultaba agotador pasarse la vida protegiendo a los niños de su violencia, impedir catástrofes y no exteriorizar jamás ninguna reacción ante los caprichos de Navarro. Pero cuando Marina se marchara por fin podría relajarse, aunque no sabía en qué ocuparía el tiempo sin más hijos que criar. Largo tiempo atrás había renunciado al sueño de cultivar cítricos y viñedos en el rancho. Los niños y su supervivencia siempre habían acaparado todo su tiempo y energía.
Mientras supervisaba con inquietud el caos reinante en la cocina, mucho más grande que la modesta cocina de los tiempos de doña Luisa y ahora calurosa y humeante a causa de la carne que los sirvientes asaban en grandes parrillas abiertas, mientras el pan y los cocidos se preparaban en enormes hornos colmena, Angela se tomó un respiro para mirar por la ventana. Con tantos preparativos aún pendientes para la boda del día siguiente, no había tenido tiempo de terminar el chocolate, de modo que ahora lo sorbió despacio, saboreando el espesor aterciopelado del brebaje hecho de cacao, azúcar, leche, almidón de maíz, huevos y vainilla, a fin de serenarse y decirse que todo iría bien.
Mientras miraba por la ventana dejó vagar sus pensamientos por los pastos y los campos, como tantas veces había hecho a lo largo de los años, recreándose en el recuerdo de los días en que montaba a Siroco, libre y feliz. En aquella época había menos árboles, menos vaqueros, menos gente en general. Ahora, el Camino Viejo estaba mucho más transitado, con carromatos, caballos y mulas que lo recorrían de forma constante. Recordaba la peculiar migración anual de los indios hacia el oeste para la cosecha de bellotas en las montañas, miles de indígenas cargados con todas sus posesiones que se dirigían hacia el mar como si respondieran a una llamada ancestral. Hacía ya muchos años que Angela no veía a ningún indio viajar hacia el oeste en otoño; se preguntó si aún recolectarían bellotas.
Recorrió con la mirada las inmensas manadas de ganado que levantaban polvaredas con sus cascos, y su agradable rememoración se vio interrumpida.
Navarro estaba agotando la tierra; no permitía que descansara y se revitalizara. Parecía olvidar que aquel ganado era importado de ultramar, por tanto no autóctono y que era necesario tomar precauciones especiales para conservar el equilibrio natural. Pero Angela no osaba sugerirle que redujera las manadas y dejara sin cultivar algunas hectáreas, pues sus palabras sólo le granjearían un bofetón.
Se recordó que aquel era un día gozoso, y para desterrar de sí las preocupaciones, miró hacia la ventana de Marina, situada en el muro sudeste de la cocina, donde la muchacha seguía a la espera.
Marina, de dieciocho años y locamente enamorada, observaba con atención el Camino Viejo, donde las carretas y los caballos que viajaban de Los Ángeles a las cuevas de Santa Mónica se detenían en las charcas de brea. Angela sabía que su hija menor aguardaba a su prometido, Pablo Quiñones, un excelente platero nacido en California, pero de padres mexicanos.
Angela nunca había conocido a una muchacha tan enamorada. Marina se inclinaba hacia la ventana abierta como una flor en busca del sol, con el esbelto cuerpo casi tembloroso por la impaciencia. ¡Y la expresión de su rostro! Los ojos enormes, los labios entreabiertos, a la espera de que su amado Pablo apareciera por el camino. ¡Cuántas veces había entrado Marina corriendo en la casa, ruborizada y con los ojos brillantes tras haber estado sentada a la sombra del pimentero con Pablo! Allí pasaban horas juntos bajo la mirada atenta de una anciana carabina, charlando, riendo, pletóricos de vida. Era muy distinto al breve noviazgo de Angela y Navarro, cuando ambos permanecían sentados en silencio sin saber qué decir…
—Oh, mamá, Pablo ha estado en tantos lugares… —exclamaba Marina entonces—. ¡Ha estado en San Diego, imagínate!
Pero Angela no podía imaginárselo. Para ella, una ciudad a trescientos kilómetros de distancia era como una quimera a tres mil. ¿Qué atractivo podía encontrar eso para una joven de dieciocho años cuyo hogar y todo cuanto conocía estaban en el rancho?
Por supuesto, Angela no sabía qué era estar enamorada. Hubo un tiempo, lejano ya, en que podría haberse enamorado de Navarro, pero aquella Angela había pasado a la historia.
Los repentinos gritos de los niños la sobresaltaron. Se acercó a la ventana que daba a los corrales, los rediles y los establos, y desde allí vio a sus nietos y nietas encaramarse a una valla para mirar a unos hombres montados a caballo que conducían a un oso pardo salvaje al corral.
Los vaqueros habían capturado a la bestia en los montes de Santa Mónica, desde donde lo habían arrastrado vivo hasta Rancho Paloma. A la noche siguiente lo enfrentarían con un toro bravo como parte de la celebración nupcial. El oso ofrecía encarnizada resistencia, enseñando los colmillos y agitando las garras, rugiendo con fiereza mientras los jinetes sujetaban las sogas y los caballos, exaltados, se encabritaban y levantaban gran cantidad de polvo. Los niños presenciaban la escena y aplaudían encantados.
Mientras contemplaba a sus nietos en lo alto de la valla como cachorros que presenciaban el espectáculo, una saludable jauría de niños con edades comprendidas entre los dos y los dieciséis años, Angela volvió a pensar en Marina y experimentó una mezcla de tristeza y felicidad. Tristeza porque su hija menor se casaría al día siguiente y abandonaría el hogar paterno, pero felicidad porque su nueva casa no se hallaba lejos.
Sería la última boda de la familia. La suya había sido la primera, treinta y ocho años antes, cuando se vio obligada a desposar con un hombre de mente fría y corazón helado. Casi cuatro décadas habían transcurrido desde que Angela se cortara la trenza en la cueva de las montañas, pero aún sentía los cardenales que le había producido la paliza del día siguiente, cuando Navarro despertó y descubrió que se había cortado el pelo. El castigo no había terminado ahí: Navarro siguió humillándola, inventando distintos modos de recordar a Angela una y otra vez quién era su amo. La obligaba a desnudarse, la ataba a una silla y la dejaba así toda la noche. La forzaba a realizar actos obscenos y degradantes, y ella los sufría todos en silencio porque sólo sucedían de noche y cuando estaban a solas. Por la mañana, cuando salía el sol, Angela casi lograba convencerse de que las crueldades de Navarro no habían sido más que pesadillas. Su esposo siempre procuraba que las señales de su brutalidad no fueran visibles, de modo que ni la doncella personal de Angela, que la ayudaba a vestirse cada día, estaba el corriente del asunto. Y cuando llegaba un momento en que Angela creía que no podría seguir soportando el tormento, pensaba en sus hijos, en lo bien que los mantenía Navarro, en la hermosa casa que había construido.
Angela no odiaba a Navarro; lo compadecía, porque no había amor ni por tanto, felicidad en su interior, y nadie lo amaba, ni siquiera sus hijos. Y en un sentido que no lograba expresar, también le estaba agradecida. Le estaba agradecida por los hijos que le había dado, por mantener su promesa de dejar a sus padres vivir en el rancho hasta su muerte, por convertir su anegado hogar en el más hermoso y próspero de Alta California. A cambio, ella había cumplido su parte del trato. A la edad de cincuenta y cuatro años, aún conservaba la belleza.
El bullicio y desorden de la inmensa cocina la arrancaron de su ensimismamiento. Un batallón de mujeres molía harina, preparaba tortillas, cocía verduras y amasaba pastas entre parloteos y risas, ¡y aún quedaba tanto por hacer! Los preparativos llevaban varias semanas en marcha. Primero tendría lugar la grandiosa procesión a caballo; los novios, ataviados con sus mejores galas, encabezarían el desfile por el pueblo de Los Ángeles y regresarían al rancho, Marina tocada con un sombrero de ala ancha adornado con plumas y coloridas faldas de terciopelo, y Pablo vestido con chaqueta y pantalones bordados, montando su caballo cargado de plata. A continuación se celebraría el banquete de bodas entre la jacarandá importada, los claveros y los pimenteros, todo amenizado con mariachis, bailarines y fuegos artificiales.
Todos los miembros de la familia Navarro se habían dado cita para la ocasión. Los hermanos y hermanas de Marina, mayores que ella y ya casados, habían llegado acompañados de sus cónyuges e hijos. Incluso la hermana mayor de Marina, Carlota, que le llevaba dieciocho años, había realizado el largo viaje desde Ciudad de México con su segundo esposo, el conde D'Arcy, y su hija de seis años, Angélique.
Angela se detuvo a inspeccionar la salsa de chili rojo, compuesta de cebolla, ajo, pulpa de chili, orégano y harina que humeaba en una gran sartén. Probó un poco y frunció el ceño. Escogió un pequeño tomate fresco, lo picó a toda prisa y vertió los trocitos en la sartén. Ahora la salsa quedaría perfecta. Al dar la espalda a los fogones, Angela vio por la ventana a un hombre alto de semblante fiero que se dirigía al corral y bajaba a una de las niñas de la barandilla. Era Jacques D'Arcy; segundo esposo de Carlota y excesivamente cariñoso padre de Angélique, que había acudido para alejarla del cruel espectáculo del oso y llevarla a la sombra de un rosal, donde la sentó sobre sus rodillas y le puso una flor en el pelo.
Angela volvió a inquietarse. Navarro detestaba al segundo marido de Carlota. Cuando su primer esposo, un californiano elegido por el propio Navarro, murió en Ciudad de México, Navarro esperaba que su hija mayor regresara a Alta California y contrajera matrimonio con un ranchero del lugar. Sin embargo, Carlota había conocido y se había enamorado de un hombre cuya familia había huido de la Revolución francesa y hallado refugio en Ciudad de México. Navarro odiaba a los franceses y se negaba a dirigir la palabra a Jacques D'Arcy, quien, profundamente ofendido, declaró que Carlota era la única razón por la que accedía a quedarse.
Sintiendo un estremecimiento pese al calor, Angela paseó la mirada por el complejo en busca de Navarro. Unas copas de vino o un insulto imaginado bastarían para impulsarlo a retar en duelo a D'Arcy. Ya lo había hecho en una ocasión, y su adversario había perdido.
Mientras observaba cómo D'Arcy mimaba a su pequeña, Angela sospechó que no había venido a la boda tanto para complacer a Carlota, como para divertir a su pequeña «princesa». Angélique, llamada así por su abuela Angela, estaba al cuidado de una india azteca de expresión severa que era, más que una niñera, una curandera que conocía los secretos médicos de su civilización. Aquella mujer de rostro austero vestía ropas extrañas, una falda larga de colores y una túnica sin mangas de otro color que le llegaba a los muslos. Llevaba el largo cabello recogido en dos moños que parecían cuernos sobre su frente. Los lóbulos de sus orejas, perforados por pendientes de oro, eran tan largos que le rozaban los hombros. Carlota había explicado a Angela que aquella mujer procedía de un poblado cuyos moradores vivían según las costumbres de sus antepasados, antes de la llegada de Cortés, y poseían secretos medicinales que nunca habían revelado a sus conquistadores. Carlota y D'Arcy la habían contratado a causa de la enfermedad que aquejaba a Angélique, la misma que sufrían Angela y Marina.
De todos sus hijos, sólo Marina había heredado la maldición de los desmayos. ¡Pobrecita! La primera vez había tenido visiones aterradoras, tras las cuales lloró desconsolada y se aferró a su madre. Era un vínculo especial que las unía; nadie más comprendía qué era. Pablo Quiñones aseguraba a Angela que estaba dispuesto a cuidar de Marina cuando le sobrevinieran los ataques, pero Angela creía ser la única capaz de ayudarla. Por esa razón estaba encantada de que su hija se hubiera enamorado de un muchacho del lugar, ya que de ese modo no viviría lejos de casa.
No estaba bien que una madre tuviera favoritos entre sus hijos, pero el corazón de Angela poseía voluntad propia. Las hijas a las que más amaba eran la mayor y la menor. Carlota era la primera, nacida cuando Angela sólo contaba dieciocho años. Entre ambas habían nacido muchos, algunos de los cuales no sobrevivieron y yacían en el pequeño cementerio familiar bajo el pimentero. Estaban los muchachos fuertes y robustos, ahora ya hombres; tres de ellos tan arrogantes como Navarro, uno tímido y otro que se pasaba la vida riendo. Luego estaban las demás féminas, dos de ellas mujeres sensatas que habían contraído matrimonios ventajosos. En total, nueve hijos supervivientes de un total de catorce embarazos. Marina era la más joven, nacida cuando Angela contaba treinta y seis años. Desde entonces había concebido más, pero dos de ellos no habían llegado a cumplir el año, y Angela perdió al tercero durante la gestación. Después del aborto ya no pudo quedar embarazada, por lo que Marina era su «bebé», sobre todo tras la marcha de los demás.
Angela había oído el nombre de Marina en sueños cuando estaba embarazada de ella y antes de saber que era una niña. Era un nombre especial, pero en el sueño no lo había oído con claridad. Se veía a sí misma en un lugar oscuro y tenebroso, con una extraña pintura en la pared, unas manos enterrando con gestos febriles un crucifijo en la tierra, una voz lejana que la llamaba. ¿Marimi? ¿Marimi? Aquellos no eran nombres. ¡Marina! Ese era el nombre del sueño, un nombre precioso.