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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La voluntad del dios errante

 

«Mira a donde quieras, audaz aventurero, porque, tan lejos como pueda alcanzar tu mirada, no hay nada». Así comienza el relato épico de la Gran Guerra de los dioses y del orgulloso pueblo del que depende el destino del mundo.

El universo es una enorme Gema de veinte caras que gira alrededor del Sul, la verdad. Los nexos de los vértices de la Gema son doce y representan las doce filosofías del Sul. Cada uno de los Veinte dioses combina en sí tres de estas filosofías para formar una faceta distinta de la Verdad Central. Dos de los veinte dioses se están muriendo, ya que sus seguidores han perdido la fe en ellos. Los otros dioses se reúnen para hablar e intentar buscar una solución, pero cuando aparece Akhran, el Errante, el dios del desierto, y acusa a Quar, dios de la realidad, la avaricia y la misericordia, de ser obra suya, estalla la polémica y surgen los enfrentamientos.

Akhran sólo encuentra un modo de salvaguardarse de los planes de Quar: decreta que dos clanes deben unirse a pesar de su ancestral rivalidad. Enemigos desde siempre, el impetuoso príncipe Khardan y la voluntariosa princesa Zohra deben contraer matrimonio. Aunque la primera reacción de los protagonistas, así como la de sus familias, es de rebeldía, por fin acaban doblegándose a la voluntad del dios, saben que sobre ellos recae la responsabilidad de evitar que Quar esclavice a sus pueblos. Pero… ¿Serán capaces ambos príncipes de mantener su alianza hasta que florezca el legendario cactus conocido como la Rosa del Profeta?

Margaret Weis y Tracy Hickman

La voluntad del dios errante

La rosa del profeta - 1

ePUB v1.0

Ukyo
12.06.12

Título original:
The Will of the Wanderer (The Rose of the Prophet, volume 1
)

Margaret Weis y Tracy Hickman, 1988.

Traducción: Ramón M. Castellote

Diseño/retoque portada: Orkelyon

Editor original: Ukyo (v1.0)

ePub base v2.0

Prólogo

Mira a donde quieras, audaz aventurero, porque, tan lejos como pueda alcanzar tu mirada, no hay nada.

Estás cerca del Pozo de Akhran, un gran oasis situado en el centro del gran desierto de Pagrah. Ésta es la última agua que encontrarás desde aquí hasta el mar de Kurdin, que está hacia el este. El resto de la partida, deleitándose con los primeros signos de vida que han visto tras dos días de viaje a través de ondulantes y vacías dunas, se solaza en el sombrío verdor y descansa bajo las datileras, remojándose pies y manos en el agua fresca que mana borboteante de algún lugar bajo la tierra. Tú, sin embargo —inquieto y vagabundo por naturaleza—, ya estás cansado de este lugar y paseas de un lado a otro, ansioso por partir y continuar tu travesía. El sol se está hundiendo por el oeste y vuestro guía ha decidido que debéis pasar la noche cabalgando, ya que nadie cruza la franja de desierto que se extiende hacia el este, conocida como el Yunque del Sol, durante las horas diurnas.

Miras hacia el sur, al paisaje que se extiende ante ti: una interminable expansión de granito barrido por el viento cuya inmensa monotonía marrón-rojiza se ve aliviada de cuando en cuando por breves toques de verde: el tamarisco con sus plumosos miembros, la alta acacia, los cactus con sus formas humanas, el pino del desierto, los espinos y la hierba verde plateada que brota en los lugares más raros e insospechados y que tanto les gusta comer a vuestros camellos. Continuad viajando cientos de kilómetros hacia el suroeste y entraréis en la tierra de Bas, una tierra de contrastes, de enormes ciudades, vastas riquezas y tribus primitivas que acechan en las llanuras.

Si diriges tus ojos hacia el norte, verás más de la misma tierra monótona y azotada por el viento. Pero, experimentado como eres, bien sabes que si viajas varios centenares de kilómetros hacia el norte terminarás dejando atrás el desierto. Cuando os halléis al pie de los montes Idrith, seguid un paso que se abre entre éstos y Kich y llegaréis a una amplia carretera de madera por la que viajan hacia el norte innumerables carros y carretas, todos ellos en dirección a la magnífica Kasbah de Khandar, la que un día fuera gran capital de la tierra conocida por Tara-kan.

Mientras golpeas irritado la fusta del camello contra tu pierna, echas una mirada alrededor para comprobar que vuestros guías están cargando los
girba
—los pellejos de agua— en los camellos. Es casi hora de partir. Volviéndote hacia el este, miras en la dirección en que vas a viajar. Las manchas de verde se hacen cada vez más raras, porque por allí se extienden, con su misterioso cantar, las deslizantes arenas blancas, que reciben el nombre de Yunque del Sol. Más allá de aquellas dunas, hacia el este, dicen que hay un inmenso océano: el mar de Kurdin.

Tu guía te ha informado de que tiene otro nombre. Entre los nómadas del desierto, se lo conoció un día despectivamente como el Agua del Kafir —el incrédulo—, pues ellos jamás lo habían visto y suponían que sólo existía en las mentes de los habitantes de la ciudad. Cualquier afirmación que se haga delante de un nómada que no crea en la verdad de lo que oye, recibirá el siguiente comentario cáustico: «¡Sin duda tú también bebes el Agua del Kafir!».

Te lamentas de no haber visto a ninguno de esos feroces
spahi
—los jinetes nómadas del desierto—, pues has oído muchos relatos de su audacia y su coraje. Cuando mencionas esto a tu guía, él responde fríamente que, aunque tú no los ves a ellos, ellos te ven a ti, pues éste es su oasis y ellos saben en todo momento quién se acerca a sus orillas y quién se va.

—Has pagado bien por el privilegio de usar su agua, efendi —indica tu guía señalando a los sirvientes que han extendido una fina manta sobre la arena junto a la orilla del lago y están amontonando en ella oro y gemas semipre-ciosas, cestas de dátiles y melones traídos de las frías tierras del norte—. Allí —dice en voz baja—, ¿ves?

Te vuelves con rapidez. Una alta duna hacia el este marca el principio del Yunque del Sol. De pie sobre ella, recortadas contra el vacío del cielo, hay cuatro figuras. Montan caballos, e incluso a esta distancia puedes apreciar la magnificencia de sus animales. Sus
haiks
—o turbantes— son negros y sus rostros van envueltos en máscaras también negras. Los saludas con la mano, pero ellos no se mueven ni responden.

—¿Qué habría pasado si no hubiésemos pagado su tributo? —preguntas.

—Ah, efendi, en lugar de beber tú la sangre del desierto, es el desierto el que estaría bebiendo tu sangre.

Asientes con la cabeza y miras hacia atrás, sólo para volver a ver la duna yerma y vacía una vez más. Los nómadas han desaparecido.

Tu guía se aleja con brusquedad gritando a los sirvientes; es evidente que la visión lo ha inquietado. Tus ojos —dolidos por el resplandor del sol que reverbera en la arena— se vuelven hacia el oeste para encontrar descanso.

Allí, una hilera de rojas colinas rocosas se proyecta abruptamente desde el desierto, dando la impresión de que alguna mano gigantesca hubiera descendido desde arriba y hubiese tirado de ellas hasta sacarlas del suelo. Ésas son tierras que has dejado hace dos días y las recuerdas con agrado. Arroyos fríos como el hielo describen meandros a través de las colinas para acabar perdiéndose en la arena caliente. La hierba crece abundante en las laderas, lo mismo que los enebros, pinos, cedros, sauces y arbustos y matas de todas las clases. Entrar en esas colinas fue, en un principio, un bienvenido alivio después de atravesar la tierra desértica que yace entre sus faldas y la montaña de Kich. Pero pronto descubriste que las colinas son, a su manera, tan misteriosas y prohibidas como el desierto.

Cortados riscos de roca roja, cuya propia rojez se ve exaltada por el contrastante verde de los árboles, se elevan hacia los encapotados cielos. Nubes blanco-grisáceas penden sobre ellas dejando caer largos regueros de lluvia en sus cimas. El viento aúlla entre los peñascos y las grietas; las corrientes heladas se precipitan salvajemente por entre las lisas rocas como si supieran que su lugar de destino es el desierto y estuviesen tratando en vano de escapar de él. De vez en cuando, sobre una ladera, se puede ver una mancha blanca que se mueve por la verde hierba en un curioso fluir ondulado; se trata de un rebaño de ovejas que es conducido hacia nuevos pastos por los pastores nómadas que habitan esta región; nómadas que, tal como imaginas, están lejanamente emparentados con esos que acabas de ver.

Tu guía vuelve presto a anunciar que todo está preparado. Echas una última mirada a tu alrededor y observas —no por vez primera— el más inusitado fenómeno de este extraño paisaje. Justo detrás de ti se yergue una pequeña colina. No tiene nada que ver en este desierto; se encuentra tristemente fuera de lugar y da la impresión de haber sido dejada atrás cuando las colinas mayores corrieron a jugar en el oeste. Como si quisiera acentuar aún más su incongruencia, tu guía te ha dicho que en esta colina hay una planta que no crece en ninguna otra parte del desierto, ni del mundo, según parece.

Antes de partir, caminas hasta allí para examinar esa planta. Se trata de una fea especie de cactus de aspecto letal. Rechoncha y con unas hojas planas, bulbosas y terminadas en punta, desarrolla unas delgadas agujas que deben de saltar hasta su víctima, pues tú podrías jurar que no te has acercado a ella y, cuando miras hacia abajo, encuentras las malévolas púas clavadas en los cuellos de tus botas.

—¿Cómo se llama este aborrecible cactus? —preguntas, mientras te sacas las púas.

—Se llama la Rosa del Profeta, efendi.

—¡Qué nombre tan hermoso para algo tan horrendo! —exclamas asombrado.

Tu guía se encoge de hombros y no dice nada. Es un habitante de la ciudad, incómodo en este lugar e impaciente por marcharse. Miras otra vez la extraña colina en medio del desierto y la aún más extraña planta que crece en ella, la fea planta con un nombre hermoso y romántico.

La Rosa del Profeta.

«Debe de haber una historia tras eso», piensas mientras vas a reunirte con la caravana que espera.

La hay, en efecto, compañero errante, y yo —el
meddah
— te la voy a contar.

Mapa
EL LIBRO DE LOS DIOSES
Capítulo 1

El universo, como todo el mundo sabe, es una enorme Gema de veinte caras que gira alrededor del Sul, la verdad, el centro. La Gema rota sobre un eje que tiene al Bien como extremo superior y al Mal como extremo inferior. Las veinte facetas de la Gema están formadas por triángulos interconectados, cada uno de los cuales comparte sus vértices con otros cuatro triángulos. Los nexos de los vértices —los vértices de la Gema— son doce y representan las doce filosofías de Sul. Las filosofías positivas —Bien (encima de todas), Misericordia, Fe, Caridad, Paciencia y Ley— están equilibradas con las negativas —Mal (en el extremo inferior), Intolerancia, Realidad, Avaricia, Impaciencia y Caos—. Cada uno de los Veinte dioses combina en sí tres de estas filosofías para formar una faceta de Sul. De este modo, cada dios refleja una faceta distinta de la Verdad Central.

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