.Ahora, afirmó la voz de la desesperación, negándose a aceptar más dilaciones, y Maia enterró el rostro entre las manos.
.¿Por qué yo?, se preguntó. La soledad, su archienemiga, nunca parecía satisfecha. Sus apariciones eran más brutales cada vez, desde que aquella horrible tormenta separó el
.Wotan
del
.Zeus
, y a ella de su gemela. Maia había considerado aquella tragedia como su momento más negro. ¿Qué más podía hacerle el mundo?
Al parecer, muchísimo más.
Maia se acostó con un pedazo de suave cortina azul alrededor de los hombros, y esperó a que sus guardianas aparecieran con comida… o con noticias sobre su destino.
.Thalla y Kiel se preocuparán por mí
, pensó, intentando convocar una imagen de amistad por el débil consuelo que ésta le ofrecía. Se había hundido demasiado para fantasear sobre que alguien pudiera estar buscándola. El consuelo que buscaba era simplemente imaginar que alguien en Stratos se preocupaba por ella lo suficiente como para advertir su desaparición.
Las guardianas de agrio rostro regresaron poco después de que Maia se sumiera en un sueño exhausto e inquieto. El ruido la despertó, y se frotó los ojos cuando una de las mujeres dejó caer una bandeja sobre la ajada mesa. Maia no podía decir si era la misma pareja que la había traído desde la Casa Lerner o si habían cambiado de turno con otras exactamente iguales. Retrocediendo hasta la puerta, las hermanas la observaron con unos ojos tan redondos, marrones e inocentes como los de un ciervo.
Traían comida, pero pocas noticias. Cuando preguntó entre ansiosas cucharadas de guiso indescriptible qué iba a ser de ella, sus respuestas monosilábicas demostraron que ni lo sabían ni les importaba. La única información que Maia pudo sonsacarles fue su apellido familiar, Guel, después de lo cual se sumieron en un taciturno silencio.
¿Qué talento o habilidad había permitido a la antepasada original de aquellas mujeres hoscas y silenciosas fundar un clan partenogenético? ¿Qué nicho ocupaban? Seguro que uno que no requería afabilidad o una gran inteligencia. Sin embargo, por lo que Maia sabía, el trío que había visto formaba parte de una colmena especializada cuyos miles de miembros individuales descendían todos de una madre Guel original que había demostrado ser excelente en…
Reflexionó. ¿En volver locas a sus prisioneras con su total hosquedad? ¡Tal vez el Clan Guel dirigía las cárceles de las ciudades y condados locales de los tres continentes! Maia no podía demostrar lo contrario por experiencias anteriores, ya que era la primera vez que estaba en prisión.
Al verlas recoger los platos, arrastrando los pies y murmurando entre sí mientras luchaban con la llave, Maia se planteó una teoría alternativa: que eran las únicas hijas clónicas de una granjera cuya fuerza y torpeza eran cualidades que algún clan local de matronas había considerado útiles. Lo suficiente para permitirse producir más de lo mismo.
Ahora que su hambre había sido saciada, Maia recordó otras incomodidades.
—¡Eh! —exclamó, corriendo a la puerta y golpeándola hasta que una voz quejumbrosa respondió desde el otro lado. Maia gritó a través del marco, y pidió a sus guardianas jabón y una toalla. ¡Ah, sí!, y algunas hojas secas de takawq, que todo el mundo menos las ricas del valle usaba como papel higiénico. Hubo un grave gruñido por respuesta, seguido por el sonido de pasos que se alejaban.
Ahora que lo pensaba, a menos que la idea fuera torturarla con molestias menores, aquella falta de comodidades indicaba que sus carceleras eran realmente unas aficionadas. Sólo un trío de matonas contratadas localmente para una misión especial. Recordando algunas declaraciones que había oído en la radio de Thalla, Maia se hizo a sí misma una promesa. No mostraría a sus carceleras el respeto habitual que una única debía a las afortunadas nacidas clónicas, incluso si eran de una casta baja.
.No pueden retenerme aquí eternamente, ¿no?, se preguntó, quejumbrosa.
Por mucho que lo intentara, a Maia no se le ocurría un solo motivo para que así no fuera.
Había otras dolorosas preguntas sin respuesta, como por qué Calma Lerner la había entregado a las Jopland.
.¿Cuánto le pagaron? Apuesto a que no mucho. El corazón se le encogía al pensar en la traición. Aunque no había habido amistad entre ellas, estaba segura de que Calma la apreciaba.
El aprecio no tiene nada que ver cuando los clanes ricos están por medio.
Evidentemente todo aquello tenía relación con la droga que hacía que los machos entraran en celo fuera de estación. Las madres de los clanes del valle tenían un plan para su uso, y no estaban dispuestas a tolerar interferencias.
.Las Perkinitas sueñan con un mundo bonito y predecible, donde todas crezcan sabiendo quiénes y qué son. Cada muchacha es un miembro apreciado de su clan y conoce su futuro. Nada de líos ni sorpresas con la mezcla de genes. Nada de vars y sólo unos cuantos hombres, los mínimos posibles.
Según la Sabia Judeth, las aristocracias de la Vieja Tierra solían justificar la supresión de sus inferiores sobre la base de «diferencias innata».; una suposición que casi nunca se sostenía cuando se daban las mismas oportunidades a niños ricos y pobres. Pero no habría necesidad de opresión o de falsas suposiciones en un mundo Perkinita. Cada familia y tipo encontraría su propio nivel y su nicho en función de talentos largamente demostrados. Cada clan haría lo que mejor se le daba, lo que más le
.gustaba
hacer, en una atmósfera sin cambios, de respeto y confianza mutuos. Las predicadoras Perkinitas hablaban del final utópico de toda la violencia, la inseguridad, el caos. Un mundo estratificado, pero justo.
Hombres y vars, incluso como minorías, estropeaban aquella serena ecuación.
Allá en Puerto Sanger, el Perkinismo no era más que una herejía marginal. Cada verano, los clanes invitaban a marineros escogidos del Santuario Faro, en parte para tener algunas vars y unos cuantos niños, pero sobre todo para mantener buenas relaciones vecinales. Eso hacía felices a las cofradías de marinos, y les ayudaba a que los hombres cumplieran lo mejor posible con su deber al cabo de medio año. Además, incluso en verano, a veces era
.agradable
tener hombres cerca, siempre y cuando se comportaran.
Pero sobre eso había todo tipo de opiniones. Las Perkies de Valle Largo sólo querían ver a los hombres cuando había que potenciar clones.
.Pero el destierro del verano priva a los hombres de lo que ansían durante el resto de las estaciones. No es de extrañar que carezcan de entusiasmo en invierno.
Los hombres tenían otro motivo para sentirse engañados en la ecuación Perkinita: los hijos que necesitaban para repoblar sus cofradías. No hacía falta ser un genio para advertir la trampa en la que habían caído las separatistas radicales.
.Con una tasa de nacimientos baja, la escasez de mano de obra atrae a mujeres de fuera como yo, que buscan trabajo pero también perturban la paz con sus extrañas caras y voces, con su carácter impredecible.
Era un ciclo que las Perkinitas no podían ganar, como quedaba demostrado por la decisión de construir aquel santuario donde los hombres podrían vivir todo el año. El fino filo de la cuña. El cambio ganaría impulso a medida que nacieran más vars, y las madres Perkinitas aprendieran a apreciarlas, o incluso a amarlas un poco. La Iglesia ortodoxa ganaría miembros. Las cosas serían más como en el resto de Stratos.
Entonces llegó el brillante polvillo azul de las Beller, ofreciendo a las Perkies una salida.
.Todo lo que necesitan es una docena de varones drogados hasta las cejas. Los pasearán de clan en clan como a zánganos, hasta que se desplomen. Puede que mueran sonriendo, pero sigue siendo algo cruel y estúpido.
Maia se estremeció al pensar qué tipo de varón soportaría más de una semana o dos aquel papel. El tipo que sería padre de variantes de baja calidad, si te lo llevabas a la cama en verano.
¡Pero las Perkinitas no estaban buscando «padre»., de ningún modo! En invierno, cualquier esperma valdría.
.Podría funcionar, comprendió Maia. No hacía falta atraer a los hombres del ferrocarril, con su orgullo erecto fácilmente provocado. No harían falta veraniegas para tratar con sus ordenadas y predecibles hermanas.
Produciendo clones a voluntad, la población del valle podría aumentar hasta el número fijado por los clanes más ricos. Incluso las obreras vars podrían ser sustituidas en el escalafón más bajo de la sociedad. Sólo había que elegir a unas cuantas con la espalda más fuerte y la mente más débil, y convertirlas en madres clónicas. Una clase obrera hecha a medida.
No era lo que las Fundadoras tenían en mente hacía tanto tiempo. Las sacerdotisas de Caria no lo aprobarían.
Las cofradías de hombres y las sociedades
.ad hoc
de vars lo combatirían… sobre todo las radicales como Thalla y Kiel. Evidentemente, las Perkinitas querían tiempo para establecer un
.fait accompli
antes de enfrentarse a la inevitable oposición desde una posición de fuerza.
Antes, Maia había abrigado la esperanza de que las seguidoras de Tizbe la dejaran marchar con un buen sermón y la advertencia de que guardara silencio. La posibilidad parecía menos probable cuanto más sopesaba todas las implicaciones.
Calculaba el tiempo por el progreso del estrecho trapezoide de luz que la ventana proyectaba sobre la pared opuesta. Sus carceleras regresaron con la cena justo cuando la forma oblonga escalaba hasta medio camino del techo y adquiría un tinte rosado. Trajeron las hojas de takawq, pero se olvidaron de los demás artículos. Tras escuchar sus repetidas peticiones, respondieron con hoscos movimientos de cabeza y se marcharon, dejando a Maia enfrentada a su soledad y a la llegada de la noche.
La forzada inactividad sacó a relucir todos los dolores y esfuerzos producidos por semanas de trabajo en los hornos de la Casa Lerner, por no mencionar los efectos de haber sido drogada, atada y transportada dando tumbos en la parte trasera de una carreta. Los músculos se le habían puesto gradualmente rígidos en el transcurso del día, y los tendones le latían. Desperezarse la ayudó, pero con la llegada de la oscuridad no tardó en sumirse en un sueño que iba desde la modorra comatosa a una inquietud sin tregua exacerbada por sus temores, nunca del todo ausentes.
En mitad de la noche soñó que el grifo situado en el rincón de su dormitorio goteaba. Quiso enterrar la cabeza bajo la almohada para apagar el sonido. ¡Quiso que Leie, que dormía más cerca del grifo, se levantara a cerrarlo!
Se detuvo justo cuando se despertaba.
¿Lo había soñado?
—¿Leie…? —empezó a decir, y estuvo a punto de contarle a su gemela la absurda y horrible pesadilla de su encarcelamiento.
Rápidamente, Maia recordó. Se cubrió los ojos con un brazo y lloró, deseando con todas sus fuerzas regresar al sueño, por irritante que le hubiera parecido. Volver a su penosa habitación del ático, con su molesta hermana a salvo en la cama de al lado. Gimió.
—Oh… Lysos… —y rezó desesperadamente para que así fuera.
Cuando sus carceleras acudieron con el desayuno, traían un pequeño bulto atado con una cuerda. Antes de sentarse a comer, Maia lo abrió y encontró que contenía todos los artículos que había pedido, incluso una camisa nueva y un par de pantalones hechos con un material áspero pero limpio. Por las expresiones abatidas de sus guardianas, supuso que tendrían que haberle suministrado todo aquello desde el principio, y que se les había olvidado. Tal vez incluso habían recibido una reprimenda de sus jefas. Se acabó la idea de que eran carceleras hereditarias personales.
Se sentía más despierta hoy. A la hora del almuerzo, Maia había explorado ya cada metro de su prisión. No había ningún pasadizo secreto que hallar, aunque la mayoría de los castillos de los cuentos de hadas parecían repletos de ellos. Naturalmente, los palacios de fábula solían ser mucho más viejos que aquella nueva y resplandeciente fortaleza en la alta estepa.
Nueva en un sentido, vieja en otros, como revelaban las paredes. La piedra, que desde kilómetros de distancia parecía compuesta de capas de algún material grandioso, era de cerca un complejo aglomerado de muchas texturas y cristales. Unos cuantos le resultaban vagamente familiares gracias a las viejas placas de colores que la Sabia Madre Claire les había repartido, demasiado ajadas ya para ser empleadas en la escuela superior, pero lo bastante buenas para enseñar a las veraniegas un poco de geología. Por desgracia, los únicos minerales que Maia pudo reconocer eran la biotita, por sus motas verdes, y la oscura y brillante hornablenda. Lástima que fueran rocas graníticas y no sedimentarias. Habría sido divertido repasar las paredes en busca de fósiles de las antiguas formas de vida que habían ocupado Stratos mucho antes de que el ecosistema del planeta se viera obligado a afrontar las oleadas de invasores terrestres modificados.
Maia hizo un rato de ejercicio, se lavó, trató de nuevo inútilmente de abrir algunas de las cajas, y decidió no esperar a que sus guardianas la abordaran. Era hora de tomar la iniciativa.
—A partir de ahora —le dijo a una durante el almuerzo—, tu nombre será Grim. Y el tuyo —dijo, señalando a la otra—, será Blim.
La miraron con una expresión de sorpresa y desazón que la llenó de un placer infinito.
—Naturalmente, podría elegir nombres mejores si sois buenas.
Gruñeron infelices cuando se llevaron los platos. Más tarde, durante la cena, Maia les intercambió los nombres, confundiéndolas aún más.
.¿Por qué no?
, reflexionó. Era justo compartir la incomodidad.
.Anochece, segundo día, pensó, y usó una uña para marcar una segunda incisión en el interior de la puerta de madera. La mancha del sol en la pared subió, se hizo más tenue, y desapareció. Las sombras de las cajas y los bultos se hicieron progresivamente más extrañas e intimidatorias con la caída de la oscuridad. La noche anterior, Maia estaba demasiado aturdida para darse cuenta, pero con la llegada de la oscuridad, las sombras a su alrededor parecieron adoptar aterradoras formas de duendes. Siluetas de monstruos insensibles.
.No seas niña. Maia se reprendió por actuar como una mocosa de dos años. Con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, se obligó a levantarse y acercarse a la más temible de las siluetas, la pirámide de cajas y alfombras que había apilado bajo la ventana.
.¿Ves?
, pensó, tocando el áspero lado de una caja.
.No puedes permitir que esto te vuelva loca.