El capitán entornó los ojos mientras seguía los movimientos de las bailarinas, que ahora giraban a su alrededor, casi a su alcance. Su cuerpo bruñido y poderosamente musculoso le recordaba a Maia no tanto el de un lúgar como el de un perfecto caballo de carreras, lleno de más poder del que ningún humano necesitaría jamás. Su rostro, hirsuto pero lleno de esa extraña inteligencia masculina, parecía concentrado en un pensamiento que seguía intensamente. Cuando una bailarina se acercó más, parpadeó, movió su mandíbula en lo que parecía el principio de una sonrisa, un comienzo de ansiedad. Alzó la mano…
Y la usó para cubrirse la boca, intentando amablemente pero en vano sofocar un bostezo.
Amaneció antes de que el amasijo de sueños y recuerdos convulsos diera paso a una neblinosa sensación de realidad. Maia no podía decir el amanecer de qué día era, ya que el cuerpo le dolía como si hubiera estado combatiendo a feroces enemigas noche tras noche. Sólo gradualmente llegó a advertir que tenía las manos atadas con una tela negra, al igual que las piernas. Se encontraba en el fondo de una carreta, y se agitaba como un bulto de carga cualquiera.
Agónicamente, Maia consiguió apoyar el torso contra lo que parecían varios sacos de grano, hasta que sus ojos quedaron al nivel de las tablas laterales de la carreta. Sobre ella se alzaban las espaldas de dos mujeres que conducían el tiro. Desde atrás, no parecían Jopland. No dijeron nada, ni se volvieron a mirarla.
Girar la cabeza le resultó doloroso, pero le permitió ver el paisaje: una alta estepa moteada de hierba, aparentemente demasiado seca para ser cultivada. Cirros rojizos y anaranjados cubrían un cielo azul intenso, aún brillante por la marcha de la noche. Algún pájaro lejano graznó, tal vez un cuervo o un mawu de la zona.
.Ahora recuerdo. Me estaban esperando en el retrete. Me agarraron. Ese olor espantoso… Aún le llenaba la nariz, y los tentáculos de sus sueños abandonaron reluctantes los huecos vacantes de su cerebro embotado. Los pensamientos acudieron torpemente, como el denso jarabe cae de un tarro.
Una carreta. Me llevan a alguna parte. Al norte, según parece.
Deducirlo era bastante sencillo por el ángulo del sol naciente. Ver más significaba debatirse hasta conseguir sentarse, lo que tuvo que hacer en varias etapas para no desmayarse. Cuando por fin estiró el cuello para ver qué había delante, la carreta giró en el camino y apareció una torre de proporciones enormes. Se alzaba hacia el cielo, como un prisma, cubierta por bandas claras y oscuras. No contando con todas sus facultades, Maia supuso que debía de medir más de doscientos metros de altura y al menos setenta de diámetro.
La torre estaba erosionada en algunas zonas. Unos andamios indicaban que recientes excavaciones habían horadado el obelisco natural, dejando pilas de residuos rocosos alrededor de su base. Una serie de aberturas en forma de arco seguían una pálida tira de piedra que circundaba la periferia hasta la mitad. Una segunda fila de perforaciones más pequeñas corría paralela a la primera, unos cuantos metros por debajo de ella.
Cerca de la base del monolito de piedra, una rampa ancha y empinada conducía a un portal abierto.
Las captoras de Maia la llevaban directamente hacia allí.
Tuvimos suerte al encontrar un mundo habitable en un sistema estelar binario tan extraño, de un tipo rara vez visitado. Sus peculiaridades orbitales, así como su tamaño y su densa atmósfera, deberían mantener a nuestra colonia oculta durante mucho tiempo.
Esas mismas características implican que habrá que hacer algunas modificaciones genéticas antes de que las primeras colonizadoras salgan de estas cúpulas. A la vez que hacemos ambiciosos cambios en aspectos tan fundamentales como el sexo, también tendremos que modificar a los humanos para que puedan vivir y respirar en el aire de Stratos. Como en otros mundos coloniales, la tolerancia al dióxido de carbono y la sensibilidad del espectro visual requieren ajustes. Aún más, poco antes de abandonar el Phylum, adquirimos los últimos diseños para mejorar riñones, hígados, y órganos sensoriales, y sin duda los incorporaremos.
La lenta y compleja órbita de este planeta presenta desafíos especiales, como exceso de ultravioletas cada vez que la compañera enana, la Estrella Wengel, se acerca. Tal vez encontremos útil esta variación estacional, tal vez nos proporcione pistas medioambientales para nuestro ciclo reproductivo planeado en dos fases. Pero primero tenemos que aseguramos que los humanos y otros animales que introduzcamos aquí sean lo bastante fuertes para sobrevivir.
LYSOS,
.Discurso del Día del Aterrizaje
Habían tallado una extensa cavidad en el monolito de la montaña para crear una red de habitaciones y corredores. Probablemente las trabajadoras habían aprovechado cavernas o fisuras ya existentes; sin embargo, para cuando terminaron con sus máquinas y explosivos, la red de túneles y cámaras de almacenamiento debía poco a la naturaleza. El santuario de los hombres estaba casi terminado cuando todos los trabajos fueron bruscamente cancelados. Quedó un cascarón vacío, habitado sólo por ecos.
La visión que Maia obtuvo del exterior fue breve y apresurada cuando sus captoras hicieron subir la carreta por una larga rampa de tierra que conducía a una enorme puerta de madera. Una de ellas bajó para llamar a la puerta con golpes graves y resonantes que reverberaron en el interior. La otra se acercó a desatar los tobillos de la prisionera. Todavía atontada, Maia vio que la rampa estaba rodeada de polvorientos restos de roca arrojados desde las aberturas que rodeaban la torre de piedra hasta la mitad. Las de la fila superior consistían en galerías de ventilación, lo suficientemente amplias para dejar entrar las brisas del verano, cuando el santuario teóricamente tendría más ocupantes. Las ventanas de la circunferencia inferior eran, en comparación, meras rendijas.
Nada de aquello habría resultado barato. Era una inversión descomunal.
Ese fue uno de sus pocos pensamientos lúcidos mientras la sacaban de la carreta y la hacían atravesar la puerta a un ritmo casi demasiado rápido para que sus temblorosos pies pudieran seguirlo. Maia avanzó a trompicones tras las dos enormes mujeres de duro rostro que le habían dejado los brazos atados por delante para usarlos como una especie de traílla. No hablaron, pero asintieron a una tercera representante de su especie, que las acompañó después de cerrar la puerta exterior. Maia no sabía el nombre de su clan.
Era difícil dirigir más que una mirada rápida alrededor, puesto que sus captoras subieron interminables tramos de escaleras, recorrieron corredores desiertos y vacíos, y luego atravesaron un salón central equipado con mesas de madera y una enorme chimenea. Al fondo de uno de los túneles principales (iluminado por hileras de bombillas de baja potencia) dejaron atrás un coso interior con capacidad para varios centenares de espectadores que daba a una enorme parrilla de líneas entrelazadas.
Maia sólo pudo captar atisbos, a medida que más pasadizos pasaban en un borrón seguidos por más agotadoras escaleras, hasta que por fin llegaron a una pesada puerta de madera fija a la pared de piedra con bisagras de hierro y un sólido cerrojo. Todavía parpadeando a través de una niebla de irrealidad, Maia experimentó una peculiar sensación de orgullo fuera de lugar al reconocer que el material, e incluso la llave de hierro que la guardiana sacó de su chaleco, eran productos salidos de las fraguas de la Casa Lerner.
—Mirad —les dijo a las mujeres, con la boca seca como la arena—. ¿Podéis decirme…?
—Tendrás que esperar —respondió a regañadientes una de las fuertes clónicas, abriendo la puerta para que la otra guardiana de Maia la enviara de un empujón al oscuro interior del cuarto. Maia ni siquiera pudo abrir los brazos para conservar el equilibrio. Tras recorrer unos cuantos metros, tropezó y cayó entre lo que parecían bultos dispersos de tejido áspero.
—¡Atips! ¡Sangradoras! —gritó desde el suelo, la voz rota. La maldición de Maia quedó anulada por el sonido de la puerta al cerrarse, y un chasquido cuando corrieron el cerrojo. Fue un sonido desolador que le lastimó los oídos y golpeó su alma ya dolorida.
El silencio y la oscuridad la rodearon. Intentó levantarse, pero una oleada de náuseas se lo impidió, así que permaneció inmóvil durante unos minutos con la cabeza gacha, respirando profundamente. Por fin, el mareo y el drogado estupor parecieron remitir un tanto. Cuando intentó sentarse, oleadas de dolor recorrieron sus brazos y sus costados. Maia sintió un sollozo alzarse en su garganta y lo reprimió salvajemente.
.¡No les daré esa satisfacción!
Semanas antes, las sensaciones físicas que le recorrían el cuerpo la habrían convertido en una temblorosa masa fetal. Ahora encontró recursos internos para contraatacar con la misma fiereza, superando la tiranía del dolor por pura fuerza de voluntad. Otra cuestión sería tratar con el pozo de absoluta depresión que se abría ante ella.
.Más tarde
, pensó, posponiendo aquel encuentro con la desesperación. Una cosa cada vez.
A medida que sus ojos se adaptaban, Maia empezó a distinguir los detalles de su prisión. Un único rayo de luz penetraba por una alta y estrecha abertura hecha en la pared de piedra, frente a la puerta. Las otras paredes tenían delante cajas de madera, y había bultos cubiertos de arpillera por todo el suelo. Aquellos contra los que había chocado Maia parecían contener cortinas o ropa de cama… afortunadamente, ya que habían amortiguado su caída.
.Una cámara de almacenamiento, pensó. Las constructoras debían de haber empezado ya a almacenar suministros para el santuario cuando se canceló el proyecto. ¿Intentaban recuperar ahora parte de su inversión convirtiendo el lugar en una prisión? Maia no había visto ni señal de otras ocupantes. ¡Vaya broma si hubieran reservado todo aquello sólo para ella! Una cárcel grande y cara para una var sin importancia que sabía demasiado.
Maia se puso de rodillas, se tambaleó, y consiguió ponerse en pie torpemente. Sin permitirse una pausa que pudiera quebrar su impulso, empezó de inmediato a buscar algún medio para librarse de las ataduras.
Un fino polvo cristalino se desprendía de la piedra recién cortada, chispeando en el estrecho rayo de luz que se colaba por la ventana. Una pátina blanquecina cubría cada superficie, incluso las huellas de escoba en donde habían barrido el suelo por última vez. Al alzar la cabeza, Maia vio un raíl que corría por el centro del techo abovedado y que le recordó la grúa de carga que utilizaba en el compartimento de equipajes de la Línea Musseli.
Sólo que aquí no habían instalado un montacargas.
Buscó entre las cajas. ROPA-HOMBRE anunciaba en un costado una de ella. Otra contenía PLATOS y dos anunciaban MATERIAL DE ESCRITURA. Nunca había pensado que los hombres fueran particularmente cultos, pero allí había muchas cajas de estas últimas.
Maia intentó pensar. Los platos rotos podrían serle útiles para cortar las tiras de tela que le sujetaban los antebrazos. Por desgracia, todas las cajas estaban firmemente cerradas con clavos. Notaba el pequeño sextante portátil que seguía atado a su brazo izquierdo. Uno de sus apéndices tal vez fuera lo bastante afilado, pero se hallaba fuera de su alcance bajo los mismos grilletes de tela.
Tras sentarse en un caja, Maia se inclinó para examinar las ataduras con más atención. Parpadeó. Luego suspiró, llena de disgusto.
—¡Oh! ¡Por todos los infiernos patarkales…!
Justo debajo de sus muñecas, donde no se le habría ocurrido mirar, el tejido estaba simplemente atado con un lazo y un nudo sencillo.
—¡Sangradoras en celo! —murmuró Maia mientras levantaba los brazos y se retorcía para coger con los dientes los extremos sueltos. Tras debatirse un poco, el nudo cedió; no tardó en soltar los lazos, uno a uno. El mareo la obligaba a interrumpirse y a respirar profundamente. Para cuando terminó, Maia había reevaluado su primera impresión: las ataduras no eran tan simples, después de todo. Sin duda sus captoras habían pretendido que acabara soltándose, pero no se trataba de algo que pudiera haber conseguido antes, con las guardianas cerca.
Por fin apartó las tiras con una maldición. Las manos le picaron dolorosamente cuando la circulación regresó a ellas. Frotándoselas, Maia se desperezó, agitó los brazos y caminó para librarse de los calambres.
Cerca de la puerta encontró una mesita en la que no se había fijado antes. Sobre ella había una jarra de agua y una taza rota. Obligando sus temblorosas manos a controlar los movimientos, se sirvió y bebió ansiosamente.
Cuando la jarra estuvo medio vacía, dejó la taza y se secó la boca con el dorso de la muñeca.
Supongo que no habrá nada de comer.
No había comida, pero bajo la mesa encontró una gran palangana de cerámica con tapa. En su costado había imágenes de barcos de vela en pugna contra los mares. Quitó la tapa y se agachó sobre la fría porcelana para aliviar otra de las quejas catalogadas de su cuerpo.
Cuando las necesidades inmediatas quedaron satisfechas, nuevas aflicciones hicieron acto de presencia, reclamando su atención.
La desesperación, su antigua némesis, pareció alzarse y preguntar amablemente:
.¿Ahora?
Maia sacudió la cabeza con firmeza.
.Tengo que mantenerme ocupada. No pensar durante un rato.
Se puso a trabajar juntando pesadas cajas y luego montándolas unas encima de otras. El agotador esfuerzo volvió a provocarle oleadas de mareo, que combatió esperando a que pasara antes de volver a comenzar.
Finalmente, bajo la alta ventana se alzó una pirámide improvisada. Tras subirse a la última fila de alfombras dobladas, Maia pudo por fin asomarse a la estrecha rendija y ver una enorme extensión de pradera que comenzaba justo bajo ella, al pie de la muralla cortada a pico. El agujero parecía demasiado estrecho para pasar a través de él, pero de conseguirlo, habría hecho falta todo un almacén de alfombras y cortinas, atadas unas con otras, para fabricar una cuerda lo bastante grande con la que alcanzar el suelo del valle. Esta habitación tal vez no había sido diseñada como prisión, pero hacía muy bien esa función.
.Pensar que solía soñar con ver el interior de un santuario masculino, pensó Maia con ironía, y se bajó.
Intentó abrir un par de cajas, pero no lo consiguió. Logró en cambio desenrollar algunas alfombras para improvisar una especie de cama (más parecida a un nido) en una esquina. Su estómago gruñó. Bebió y volvió a utilizar el bacín. Aparte de eso, no parecía quedar mucho que hacer.