—Creo que harías bien dejándolos en Bannister II.
—No puedo —dijo Cole—. Les ofrecí una elección. No puedo romper mi palabra.
—Wilson, confía en mí —dijo Sharon—. Esos dos son un peligro.
—Vale —dijo—. Vamos a dejarlos en un mundo con oxígeno.
—Hay uno a tres años luz de aquí, un planeta agrícola llamado Zarzaverde.
Cole negó con la cabeza.
—Si son demasiado peligrosos para tenerlos a bordo, no puedo dejarlos sueltos en una comunidad de campesinos. Asigna a uno de tus hombres para que los vigilen las veinticuatro horas hasta que lleguemos a un mundo con al menos una fuerza del orden, aunque sea rudimentaria.
—Está bien —dijo Sharon. Después agregó—: ¿Sabes? Podríamos hacer que toda la tripulación que vino de la
Esfinge Roja
pasara una falsa revisión médica, decir que hemos encontrado algo sospechoso o contagioso en esos dos y que los confinamos hasta que lleguemos a una instalación médica.
—¿Y nadie más que haya convivido con ellos la tiene? —dijo Cole—. Nadie se lo tragará.
Sharon le sonrió.
—Nadie tiene que hacerlo. Tú eres el capitán. Tu palabra es la ley. Si les dices que tú crees que existe esa enfermedad contagiosa y ordenas que los aíslen, entonces no importa lo que piensen los demás.
—Lo consideraré —dijo Cole, y bebió un sorbo de su café—. Somételes a esa prueba falsa tuya. Luego, ya veré qué decido.
—Tan pronto como acabemos la conversación —dijo Sharon— haré que Vladimir Sokolov se reúna conmigo en la enfermería y veré qué podemos urdir que parezca convincente. ¿Qué tal le va a Val con los que se han quedado en su nave?
—Hablé con ella hace un minuto, y todo parecía ir como la seda. Ese tal Pérez, el tipo que la capitaneaba, parece muy capaz.
—¿Capaz de arrebatársela?
—¿A ella? —preguntó Cole.
—Olvida que lo he preguntado.
—Cuando hablé con Val le estaba enseñando cómo acceder a los protocolos —señaló Cole—. De todos modos, no hará ningún daño ver qué tal le va. —Pulsó un botón de la mesa, y un pequeño holograma del puente apareció de repente—. ¿Rachel?
Una guapa rubia cobró forma ante él.
—¿Sí, capitán? —dijo Rachel Marcos.
—Conécteme con Val otra vez.
El puente desapareció instantáneamente y fue reemplazado por la imagen a tamaño real de Val.
—¿Ya tienes lo que necesitas? —preguntó Cole.
—Estamos a punto. Khan tiene ocho naves más, y todas están en el sistema Cicerón.
Cole frunció el ceño.
—¿El sistema Cicerón? —repitió—. Pensaba que no había nada más que gigantes gaseosos.
—Así es. —Val sonrió—. Se figura que es el último lugar en el que nadie lo buscaría.
—Tenía razón, hasta hace unos pocos minutos —dijo Cole—. ¿Vuestro armamento es completamente funcional?
—Toro Salvaje dice que uno de los cañones de plasma está inutilizado, pero todo lo demás funciona.
—¿Tenéis bastante munición para una batalla?
—Sí.
—¿Cuándo quieres que estemos listos?
—En cuanto me aprenda los nombres de mis nuevos tripulantes —dijo Val.
—¿Y cuánto tiempo le llevará a tu nave llegar a Cicerón? —preguntó Cole.
Ella miró a su izquierda y se oyó la voz de Pérez diciendo:
—Quizás cuatro días, como unas cinco horas a través del agujero de gusano de Bannerman.
—Gracias, Pérez —dijo Cole—. ¿A qué distancia del sistema estarán cuando salgan del agujero de gusano?
—Quizás a medio año luz. Está deshaciéndose unos pocos años luz más allá, y te expulsa en el otro extremo de la Frontera Interior, pero nuestro oficial de navegación piensa que es tan seguro como el sistema Cicerón.
—¿Tendrán algún aviso si se equivoca?
—Deberíamos —dijo Pérez—. Pero ¿quién diablos lo sabe con los agujeros de gusano?
—Por eso es por lo que todas las naves deberían tener un piloto Bdxeni —dijo Cole—. Contacte con el nuestro y ejecute la ruta conforme a sus indicaciones.
—¿Cómo se llama?
Cole se encogió de hombros.
—Pregúntele a alguien que pueda pronunciarlo, o limítate a llamarle «piloto».
—Son parte de la República —replicó Pérez—. Aquí no se los encuentra muy a menudo, y cuando los encuentras, no puedes permitirte pagarlos.
—Creo que es mejor que nosotros nos aproximemos solos a Cicerón —dijo Val—. Si la
Teddy R
. está cerca de mí, es probable que nos hagan volar por los aires a ambas sin hacer preguntas.
—Estoy de acuerdo —dijo Cole—. Déjame pensar un minuto.
—Tómese dos minutos —dijo la voz de Pérez—. Me gustaría salir vivo de ésta.
—Está bien —dijo Cole tras una pausa—. La
Teddy R
. se va a dirigir a Cicerón ahora mismo. Lo haremos por el espacio o, si nuestro piloto nos puede encontrar un agujero de gusano que no sea el Bannerman y que nos deposite a unos pocos años luz más allá, eso nos valdrá. Pero asumamos que no puede, y que tardaremos cuatros días en llegar allí.
—Vale, lo estoy asumiendo —dijo Val—. ¿Y ahora qué?
—Usa el agujero Bannerman y preséntate allí dentro de cuatro días y medio. Has obtenido los códigos de identificación y los protocolos, y tienes a Pérez si alguien pide confirmación visual de quién está al mando de la nave. Después, cuando estés lo bastante cerca como para no fallar, envía a Khan y su nave al otro barrio.
—¿No le va a ofrecer el mismo trato que me ofreció a mí? —preguntó Pérez.
—No —dijo Cole—. Los capos no se conforman con el segundo lugar y no sé cuán leales le son sus hombres y sus naves.
—No está mal… teniendo en cuenta lo que dijo en mi nave sobre ser un hombre civilizado —señaló Pérez.
—¡Es mi nave! —atronó Val.
—Cierto —admitió Pérez—. Pero era mi nave cuando lo dijo.
—Y para responder a su comentario —dijo Cole—, sepa que hay una diferencia entre ser un hombre civilizado o un idiota civilizado.
—¿Qué vas a hacer mientras me ocupo de Khan? —preguntó Val.
—Una vez que hayas inutilizado o destruido su nave, ofreceré a los tripulantes de sus naves que se unan a nosotros, y la
Teddy R
. interceptará a cualquier nave que intente escapar. Van a tener dos opciones: unirse o combatir contra nosotros. No habrá una tercera opción. —Hizo una pausa—. ¿Pérez?
El holograma de Pérez apareció junto al de Val.
—¿Sí?
—Conoce las naves, sus capitanes y su personal. ¿Cuántos cree que lucharán?
—Contra la
Estrella del Sur
… perdón, la
Esfinge Roja
. La mayoría. Contra la
Theodore Roosevelt
, quizás la mitad. Algunos no querrán medir su artillería con la de una nave de la República, aunque sea una antigua, y otros simplemente querrán servir con Wilson Cole después de haber recibido órdenes de Gengis Khan.
—Cualquier cosa que pueda decirles una vez que nos hayamos librado de Khan será apreciado.
—Seré honesto —dijo Pérez—. La mayoría de nosotros nos pusimos a las órdenes de Khan por el dinero, y estoy seguro de que llegarán a la misma conclusión a la que llegué yo: que les irá mucho mejor sirviendo bajo las órdenes de Wilson Cole que bajo Khan o por su cuenta. Tiene usted toda una reputación.
—Sí —dijo Cole sarcásticamente—. Hay recompensas por mi cabeza en todos los mundos de la República.
—Las mismas cosas que lo han convertido en un fugitivo en la República van en su favor aquí, en la Frontera —repuso Pérez. Miró fijamente el rostro de Cole con curiosidad durante un momento—. Sólo hay una cosa que no entiendo.
—¿Qué es?
—No ha preguntado nada sobre Khan. ¿No quiere saber cómo es?
—No especialmente —dijo Cole—. No importa lo que usted me diga, no va a vivir lo suficiente como para que me sirva.
—Bueno —dijo Pérez—, es educado y tiene buenas maneras, y es razonablemente moderado en el lenguaje, pero es usted un hijo de puta calculador.
Val sonrió.
—¿Por qué crees que acepté servir con él?
—El tema que nos ocupa son las naves de Khan, no mi personalidad —dijo Cole—. ¿Volvemos al tema?
—Creo que el tema ya está claro —dijo Val—. Vuelve con tu directora de Seguridad. Si hay algo más que necesite saber, contactaré contigo.
Cortó la conexión y Cole se volvió hacia Sharon.
—¿Qué opinas? —preguntó—. ¿Soy un hijo de puta calculador?
—No entre las sábanas —dijo, sonriendo—. El resto del tiempo, lo de ser un hijo de puta calculador va con el hecho de ser capitán, porque, ¿cuándo ha sido la última vez que no has estado enfrentándote a un enemigo que quería matarte?
—Hace bastante —admitió.
—¿Media vida?
—Más —se puso de pie—. Supongo que será mejor que hable con el piloto y le diga adónde vamos.
—¿Y luego qué?
—Después nos relajaremos hasta que lleguemos allí, y esperemos que todos los hombres de Khan sean tan listos como Pérez y no tengamos que disparar un tiro.
Normalmente, los planes de batalla que tardan meses en diseñarse y en cubrir cada detalle concebible tienden a ir mal. Quizás por eso, el plan de Cole, concebido en menos de cinco minutos, funcionó como un reloj.
La
Esfinge Roja
usó los protocolos que los oficiales de seguridad de Khan le habían dado, se aproximó a cincuenta mil kilómetros de su nave y abrió fuego. La nave de Kahn se vio reducida a escombros en cuestión de segundos.
Cole, que había pasado cuatro días adiestrando a los nuevos miembros de su tripulación (y arrojando a un mundo con oxígeno a tres de ellos que no podían o no querían seguir sus órdenes) transmitió su oferta a la
Esfinge Roja
e hizo que Val la transmitiera a las ocho naves restantes. Dos intentaron huir y la
Teddy R
. las abatió, como había amenazado. Dos más prefirieron combatir, y la
Esfinge Roja
y la
Teddy R
., respectivamente, se encargaron de ambas. Las otras cuatro aceptaron los términos de Cole. Éste hizo que todos los capitanes fueran transferidos a la
Teddy R
., donde les explicó lo que esperaba (o mejor dicho, lo que exigía) de cada uno de ellos y después los devolvió a sus naves.
Dos días después, Cole y seis naves atracaron en la Estación Singapore, donde fue en busca del Duque Platino, listo para misiones mayores y más lucrativas.
—¡Extraordinario! —exclamó el Duque Platino—. ¡Simplemente extraordinario! En verdad, deberías pagarle al Cártel Apolo en vez de cobrarles. ¡Te fuiste con una nave y regresas con una flota!
—Sí —dijo Cole, un tanto menos impresionado—. Trescientos millones más de barcos y podremos enfrentarnos a la República en igualdad de condiciones.
—¿Sabes? —dijo Sharon mientras el camarero le traía un humeante bistec de ganado mutado—, no me importaría convertirme en la propietaria de un casino.
—Da más problemas de los que parece desde aquí —respondió el Duque Platino, sentado a su mesa con Cole, Sharon, David Copperfield y Pérez—. Hay aproximadamente setecientos hombres y alienígenas en el edificio en este mismo minuto, y te garantizo que al menos doscientos de ellos están intentando engañar a la casa.
—Es justo —comentó Pérez—. La casa tiene unas ganancias del diez por ciento.
—Mi querido amigo, la casa tiene gastos —explicó el duque—. Los jugadores no.
—No me preocupa el juego —dijo Sharon—. Todo lo que sé es que la casa tiene un chef condenadamente bueno.
—No es de la casa —dijo el duque—. Es mío. Y sólo cocina para mis amigos.
—No sabía que era tu amiga —dijo Sharon,
—Estás sentada a mi mesa. Sería descortés comer mientras estás sentada y mirando. —El duque echó una ojeada a su alrededor—. ¿Dónde está la excepcional Valkiria? Tengo un par de jugadores que han estado ganando a la casa con demasiada frecuencia esta semana. Me gustaría que les echara un ojo.
—Está al mando de los ejercicios de entrenamiento de nuestras naves —dijo Cole—, y la
Teddy R
. está reabasteciéndose en uno de los muelles de carga. Además, hemos hecho correr la voz de que estamos buscando médicos, y Sharon revisará las credenciales de los cuatro que se han presentado. Sólo dos son humanos. Demonios, espero que uno de ellos tenga un pase. —Hizo una pausa—. Cuando la nave esté lista para partir, en otro día o dos, Cuatro Ojos se hará cargo del entrenamiento y Val se cogerá un permiso en tierra mientras Pérez, aquí presente, asume el mando de la
Esfinge Roja
temporalmente.
—¿Era tu nave? —le preguntó el duque a Pérez.
—Sí.
—¿No te duele que ella esté al mando?
—Avatares de la guerra —respondió Pérez—. No tenía muchas opciones y el capitán Cole me ha prometido encontrar una nave para mí. —Se volvió hacia Cole—. Aunque entiendo que, con Val al cargo de su propia nave, se abre la vacante de tercer oficial en la
Theodore Roosevelt
.
—Nos será más útil dirigiendo su propia nave —respondió Cole.
—Deja que lo adivine —dijo el duque—. Tú habías servido en la Armada.
—Hace mucho de eso —dijo Pérez.
—¿Qué pasó?
—Dejé la Armada.
—Qué pena —dijo el duque—. Estaba esperando que te pusieras a hablar mal de Susan García para descorchar una botella de mi mejor coñac cygniano.
—¿Estás hablando de la almirante García? —le preguntó Pérez.
El duque asintió.
—Por supuesto, la conocí cuando sólo era una tirana menor. Creo que Cole también ha coincidido con ella en cierto número de ocasiones.
—Unas pocas —dijo Cole.
—¿Y?
—No puedo decir que congeniáramos —comentó Cole—, pero me dio algunas medallas.
—Algunas medallas —dijo el duque en tono divertido—. Te dio la Medalla al Coraje en tres ocasiones.
—A regañadientes.
—Por supuesto —dijo el duque—. Hiciste quedar mal a la Armada.
—Serví a la Armada toda mi vida adulta —dijo Cole—. No diré nada contra ella.
—Yo lo haré —se ofreció Sharon—. Estaban más preocupados por no parecer incompetentes que por ganar la puñetera guerra. Por eso lo sometieron a un consejo de guerra.
—¿Y eso te sorprendió? —preguntó el duque con una sonrisa.
—Salvó a cinco millones de humanos —continuó Sharon amargamente— y lo arrojaron al calabozo por ello. La capitana que depuso, la que iba a matar a nuestros propios ciudadanos, todavía es un oficial en activo en la Armada.