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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Erótico, Intriga

Silencio de Blanca (15 page)

Ritual de la pérdida

Nocturno en do sostenido menor opus póstumo número 16

(En la partitura: acordes lentos, ligados, que se repiten desde el inicio.)

A veces, ausente de casa, la sueño: veo sus pasillos vacíos, los cuadros sin miradas contempladoras, el salón del piano despojado de vida, el dormitorio con los fantasmas de mis pesadillas. Me gusta pensar que, en su ausencia, Blanca es comparable a mi casa solitaria: frialdad geométrica de objetos.

Ese pensamiento tomó forma en el ritual de la pérdida: soñarla y crearla a partir de ese sueño, sólo con el deseo. Fue esta mañana, fría, sin ilusiones, de últimos de noviembre, al salir hacia el conservatorio, cuando la encontré, enterrada en el buzón: una tarjeta blanca dentro de un sobre blanco. La arrugué con calculada lentitud. «Bien», pensé. «Así que ella se irá y tendré que imaginarla. »

No hay nada más hermoso que ese vacío que aguarda para llenarse. Y en esta ocasión he conseguido incluso esa tristeza lánguida de lo irremediable, imprescindible en toda pérdida, que a veces falta, porque soy consciente de la mentira; esa melancolía que fabrica la ausencia y que queda después casi como su único testigo. De repente percibí que todo ayudaba: el viaje en coche, las calles grises, los rostros que desaparecen; todo fugaz, como transcurren las cosas para un hombre abandonado, y en el conservatorio, dentro del pequeño bastidor de mi despacho, la mano apoyada en la mejilla mientras escucho los errores de mis alumnos, he llegado a decir:

—Tócalo de nuevo con el sentimiento de haber perdido a alguien.

He descubierto que su ausencia, ya consciente, me vuelve ligero como un espíritu: no acorta el tiempo, no lo toca, pero me aleja de él y no lo siento transcurrir; las cosas ocurren leves a mi alrededor, como si viviera en el cielo...

Regresé a casa este mediodía, invadido por su pérdida, y de refilón atisbé a Lázaro leyendo en un sofá. Nos hemos cruzado un breve saludo, y yo he sido el primero en hablar, aunque él ya me había percibido. Comía algo —quizás almendras— y se aletargaba descalzo sobre el sofá, hojeando una revista. No hemos hablado nada más.

En el dormitorio, entre las sombras, he encontrado la primera señal, el primer rastro de su fantasma, doblado en cuatro. Ver y tocar este pañuelo blanco con su inicial bordada en caligrafía antigua —ese detalle: la B mayúscula rodeada armónicamente de líneas curvas —me ha conmovido. Y su perfume dentro, como olvidado. Es fácil soñarla así.

Ahora, tras el silencio de la tarde, aguardo otra señal.

(En la partitura: comienzo del tema; dos notas blancas, la segunda con trino; acompañamiento de cuatro corcheas en bloque; la melodía se desgrana con lentitud.)

Ha venido, se ha sentado en un sofá —espléndida siempre: hoy de azul oscuro, un pañuelo rojo al cuello— y no ha aceptado una bebida. Ha terminado haciéndolo, pero sin hablar: cogiendo el vaso entre las manos sin transición; sin embargo, no la he visto beber: ha jugado con las curvas del cristal mientras hablaba.

Nos hemos distanciado, Verónica y yo, como no podía ser de otra manera: creo que todo comenzó cuando ella empezó a apreciarme. O quizás un cúmulo de cosas: la proximidad del recital, al que dedico casi todo mi tiempo; también mi propia inercia, y la suya, o el temor de ambos a que un nuevo encuentro terminara mal.

Sea como sea, no nos hemos visto en varios días, hasta que ella decidió llamarme.

—He venido para decirte que lo he pensado mejor, Héctor, y quiero dejar de verte —explicó.

—Ya —dije.

Se encogió de hombros, aún sin mirarme, el vaso entre ambas manos. Y esta vez sí, las uñas pintadas.

—Quizás lo que ocurre es que todo esto es demasiado raro para mí —dijo.

—Demasiado raro —repetí, no porque no fuera capaz de comprenderla.

En mi voz hubo un tono que quizás pudo equivocarla, porque dijo entonces:

—Lo lamento.

—Oh, no —protesté.

—Lo nuestro empezó de forma extraña, así que puede terminar igual.

—Así es.

—Retorno a mis hábitos comunes —sonrió, y casi al instante prefirió la seriedad; una seriedad inquietante, madura, bordeada de carmín y polvo blanco y azul, pintura de ojos, sombras en los párpados—. He empezado a salir con alguien.

Su declaración no me sorprendió. Ella me observó asentir en silencio y comenzó una sonrisa vacilante:

—Creo que he sido demasiado brusca —dijo.

—No. Tú misma lo has dicho: esto termina igual que empezó.

Lanzó un profundo suspiro y su perfume se removió a su alrededor. Contemplé su tórax bajo la chaqueta recta y el jersey ceñido, amplio, ostentoso.

—No sirvo para estas escenas —afirmó—. Hablaremos otro día.

Se levantó de improviso, enérgica como siempre, consultando su reloj. La acompañé hasta la puerta, y cuando la vi limitada por el umbral oscuro, próxima a desaparecer, le dije:

—No quiero que te vayas.

Su expresión de asombro me hizo sonreír, pero fue una sonrisa triste: lo supe al hacerla, como si yo mismo la contemplara desde sus ojos.

—No quiero que te vayas —repetí—, porque Blanca no existe pero tú sí.

—Estás loco, Héctor —ha dicho ella, pero con cierta dulzura admirada, como si eso fuera precisamente lo que más ama de mí.

Esta noche, hojeando mis partituras, descubrí entre las páginas sus guantes blancos, aplastados como una flor dentro de un libro. Una agonía feliz, cierta tristeza extendida ante mis ojos como un velo, me nubló por un instante: se llora por igual en los encuentros y en las despedidas, pero en el momento de mi hallazgo sentí ambos: ausencia presente, regreso de algo que se marcha para siempre. Su espectro habita estos dedos fláccidos y tibios como una promesa a punto de cumplirse.

«Valldemosa, 1840.

Amigo Pleyel: aquí, en muchos sentidos, me hallo más cerca de la muerte.

Por ejemplo, suelo visitar el cementerio donde los monjes se entierran unos a otros, y mis paseos han removido en mí un deseo íntimo y extraño: que mis restos reposen en este camposanto, junto a la pequeña estatua de Venus o de Diana cazadora.

Se asombrará, sin duda, de mis palabras, pero la he descubierto durante mis rondas nocturnas, bajo la luz de la luna, e irremediablemente la amé.

Es diminuta y forma la cúspide de una columna de piedra mohosa, donde se supone que debería hallarse un ángel custodio (pero no hay más bello y perfecto ángel), protegiendo su casta desnudez con un ramo de flores (he creído ver rosas) talladas contra su pecho. No logro advertir qué función, profana o sagrada, cumple en esta tierra de estatuas, pero conocí su secreto ayer noche, y es lo que me decide a escribirle.

Pude verla moverse: no viva, porque no pertenece a nuestro mundo. Tampoco muerta, porque se agitaba bajo la luz de la noche. Quizás como la música: perteneciente a ese lugar intermedio de lo que no existe pero conmueve; o quizás como el deseo: tan terrible.

Su rostro, hermoso como un reencuentro, se volvía de perfil hacia el de la luna, y ninguno de los dos mostraba esa otra parte oculta, llena de sombras. Decoraba sus pechos con el mismo ramo puro de flores (rosas, he creído) que adornan su reproducción en piedra, pero se derramaban mientras ella caminaba sobre las tumbas con pasos de aire: cada gesto era una flor que huía.

Hasta el momento, amigo mío, aún conserva flores en su regazo. Yo aún conservo música, y vida, y palabras.

Pero se van yendo cada noche, con cada gesto. Y su desnudez y mi muerte atraen mi ánimo por igual: y esperándolas se consume toda mi paciencia.»

Hallé también su blusa, inmóvil sobre el respaldo de la silla, en mi dormitorio; y su falda, plegada bajo mi almohada. Las largas medias negras con liguero aparecieron extendidas sobre el teclado del piano, la otra noche; sus gafas de sol, con su mirada ausente, reposando sobre la mesa. Todo impregnado de su perfume, lleno de su presencia, como si se hubiera despojado de cada uno de estos objetos en un solo instante y me aguardara desnuda y oculta, por sorpresa, como su propia ropa.

Por fin, hoy sábado, encontré su pelo blanco sobre la alfombra del salón. He construido con todo esto, en la soledad del ritual, una mujer invisible y vacía sobre la cama: cabellos, gafas de sol, blusa extendida, minifalda, medias. Entonces retrocedí para contemplarla y sonreí: allí estaba, por fin, todo lo que es ella y que ella oculta cuando se muestra, pero que se revela con fuerza cuando no está. Por fin ella misma, ya que ella misma no existe: en esa interrupción, en ese abismo entre sus prendas, en esa nota de su silencio que también es música, y que se percibe precisamente porque no se escucha, porque no suena.

Y me he desnudado por completo —del todo por fin, frente a ella— y me he entregado a este fantasma; he abrazado sus esquinas vacías y besado los cabellos falsos y los ojos invisibles de sus lentes. Mi deseo dio forma a su cuerpo: desde mi sexo percibí su propio vientre, extendiéndose, ascendiendo; mis manos se cerraron sobre sus pechos recientes; mis piernas, entrelazadas, crearon las suyas; mis labios besaron por fin sus labios de seda, tras una agonía solitaria.

Hice el amor, penetré ese vacío ofrecido —si alguna vez se ha hecho el amor, o ha tenido algún sentido esta misteriosa frase diaria, ha sido en este instante—: un amor tan invisible como ella, pero «hecho» allí, sobre su ausencia. He murmurado: «Blanca», confuso de deseo. Y toda la noche anidé entre sus formas. Y el sueño las encarnó en una criatura perfecta.

Ritual de la muñeca

Nocturno en do menor opus póstumo número 8

(En la partitura: ritmo lento, melodía de corcheas y semicorcheas; ballet triste.)

Un cuerpo se mueve en la oscuridad mientras tocamos. Es posible verlo, sentirlo: el aire se agita a su alrededor. En este Nocturno es fundamental mantener la atmósfera de danza lenta, de ballet clásico: evoca la aparición de una muñeca en una caja de música.

Queda una semana justa para el recital: será el miércoles que viene. Pero estoy en el extremo opuesto a la ansiedad: llevo demasiado tiempo con la carga de estas melodías en mis manos y estoy deseando entregarla. Más bien es la espera lo que logra impacientarme. También la soledad: pensar en Verónica y en su abandono repentino de nuestro pacto. Y soñar con que ella pueda compartir mi dicha algún día, y me comprenda. Para ello me propongo hacerla venir este sábado y regalarle algo: regalarle mi mundo.

En el buzón, esta mañana, el aviso innecesario de nuestro ritual: un pequeño recortable infantil en cartulina amarillenta. Pero la muñeca que encierra bajo los vestidos plegados no es enorme y redonda como las de ahora, sino esa clase de esbelta dama de ojos grandes pintados de azul con el aspecto distinguido de una princesa.

El regalo perfecto.

(En la partitura: desarrollo persistente del tema con variaciones en semicorcheas; danza de resorte, de mecanismo de cuerda.)

Ocurrió lo que debí pensar que ocurriría. Sin embargo, y aunque no me lo esperaba, aceptó venir a casa y compartir unos instantes conmigo. Fue puntual: llegó a las nueve y media, cuando había empezado a pensar que no vendría. Siempre tan vital, tan directa —chaqueta, falda gris, elegante— que todo lo falso se revela a su alrededor irremediablemente; tan real que mi mundo parece siempre ficticio junto a ella. Le dije:

—Me alegra mucho que hayas venido, Verónica.

—Creía que los sábados no recibías a nadie, salvo a Blanca —replicó.

Mis ojos se detuvieron con exactitud en su mirada:

—He hablado con ella, y está de acuerdo —dije—. Hoy vendrá y podrás conocerla.

No supo contestarme: sonrió, parpadeó varias veces como si la cegara una luz poderosa. Había encendido su primer cigarrillo y se ajustaba imperiosamente los bordes de la falda sobre las rodillas. Me adelanté a su réplica sonriendo:

—Estás muy hermosa. ¿Te lo ha dicho el hombre con el que sales?

—Es de pocas palabras —sonrió.

—Mejor así —dije.

—¿Piensas mudarte? —señaló el piano en el salón, que se hallaba cubierto por una gruesa sábana azul, aglomerada sobre la tapa en bultos irregulares.

—No. Pero hoy no quiero tocar —dije.

Me miraba con cierto asombro triste: consideré de repente que algo había retrocedido entre nosotros al primer día, algo había detenido un tiempo completo de intimidad, y ahora ella volvía a ser psicóloga y yo músico, o quizás cliente, y sus ojos me contemplaban con un interés distinto, repleto de pensamiento. Por lo demás, se hallaba nerviosa, impaciente, poco propicia para revelaciones o sorpresas: lo percibí en su lejanía, en la manera de relajarse apoyando la cabeza en el sofá y lanzando el humo hacia el techo, como si pretendiera demostrar que aún era una «buena amiga» y me otorgara con ese gesto su confianza. Dijo algunas cosas sobre los cuadros del salón mientras yo servía bebidas, se detuvo en la imitación picassiana que poseo sobre los acróbatas del circo y me insistió —no sé por qué— en que leyese a Rilke. Por fin se adaptó al silencio, pero inquieta; el mío propio, persistente, la provocó como una tentación a lanzar más y más frases sin trascendencia hasta agotar incluso aquellas que un hombre y una mujer se dicen cuando no desean serlo: cuando desean mostrarse sólo personas; pero recaló en el silencio como en una cosa que no fuera su meta, ni su deseo, sino algo que encuentras al final de un camino y que salta a tu paso; evitó el juego de mis miradas y dejó transcurrir el tiempo, indefensa ya.

Yo no me había sentado: me recostaba en la pared, entre el piano cubierto y ella, y hacía entrechocar los hielos del vaso con cierto aire culpable. Ella dijo entonces:

—¿Y bien?

Yo pensé que existen varias clases de silencio: mi preferido, como artista, es la expectación, el preámbulo lleno de sugerencias que precede siempre a algo. Lo noto en la mirada del público, detenida en mi perfil cuando me acerco al piano, ya sentado, y me dispongo a tocar; pero también en los roces innumerables de las cosas, que forman el sonido de la inquietud. Verónica, por ejemplo cruzó y descruzó las piernas en un gesto cansado, se removió con sutileza en el asiento, volvió a beber y a fumar, pero siempre «expectante», aguardando aquello que yo tendría que decirle, o aquello que iba a ocurrir.

—Hablaste de un abandono —dije entonces—, pero yo te propongo compartir.

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