Read Silencio de Blanca Online

Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Erótico, Intriga

Silencio de Blanca (12 page)

Me acerco y permanezco adrede muy próximo a ella, mientras a nuestro alrededor las aceras estallan con la lluvia. Estorbo su cuerpo, la empujo levemente, se tambalea sin peligro, su lengua repasa cándidamente los labios, baja de nuevo la cabeza con cierta resignación inconsciente. Permanezco así, a una distancia tan íntima de su cuerpo que ya todos los que pueden vernos nos suponen juntos. En un momento dado, llevo mi mano abierta hasta su trasero y aprieto con fuerza sobre la falda: está desnuda, es fácil descubrirlo. Si la lluvia la empapara, ni siquiera el vestido podría ocultarla por más tiempo: dibujaría su cuerpo como otra piel. He oído su respiración, pero no ha gemido siquiera. La sorpresa de sentirse tocada de repente la impulsa a moverse: da dos breves pasos pero se detiene y retrocede. Manoseo su culo sobre la falda una y otra vez, y mi ímpetu la empuja de nuevo hacia delante. Entonces la abandono. Ella no me abandona a mí.

Miro a mi alrededor: hay bares cerrados, comercios oscuros, un portal y una cabina telefónica, todo bajo la agresión de la tormenta. Entonces, sin prevenirla, la cojo con fuerza del brazo izquierdo y avanzo hacia la calle desprotegida. Al moverla casi resbala sobre sus tacones, pero no me preocupo demasiado y de un tirón la hago avanzar. La pareja de jóvenes ya se ha marchado, corriendo de cornisa en cornisa: mejor así. Tras un breve instante de lluvia recia entro con ella en la cabina telefónica cercana. Al cerrar la doble puerta percibo aún más la tremenda humedad de nuestras ropas empapadas. Fuera, tras los rectángulos de cristal protegidos por anuncios, el mundo ha empezado a derretirse en negro; la gente sólo existe cuando alguna luz la ilumina, pero incluso entonces todo se resuelve en breves siluetas. Me arriesgo a pensar que, al menos durante un instante, dispondremos de intimidad.

Por supuesto, no hablamos: la empujo de cara contra una de las paredes de cristal y sus gafas golpean el vidrio; se aplasta contra él y eleva los brazos, las manos enguantadas arañan siempre en silencio la superficie; el bastón de ciega resbala dos veces y choca en dos esquinas.

El lugar no deja suficiente espacio para nuestros movimientos, pero tampoco necesito demasiados: me uno a ella con la misma fuerza que ella lo hace con el cristal; mi mano derecha atrapa su cintura y la sujeta, percibiendo el mecanismo creciente de sus jadeos; la mano izquierda tantea su falda con violenta torpeza, la desgarra tirando con fuerza desde el grueso imperdible. Ella, inmóvil, de espaldas, no se protege.

Vigilo el cristal opuesto: algunas figuras se acercan. Abandono su falda un instante, simulo abrazarla, descuelgo el auricular, las figuras toman forma, pasan junto a nosotros, nadie nos observa, o quizás alguien, pero nuestra ternura no les interesa.

Cuando se alejan, vuelvo a empujarla y le arranco la falda del todo, aunque la presión de mi propio cuerpo contra ella impide que la prenda se caiga. La estrechez de la cabina se llena de vaho y empezamos a respirar nuestros propios jadeos. Imagino hacer sexo bajo sábanas de acero, en pulmones artificiales, o en alguna profunda máquina submarina: violar a Blanca entre los abismos negros del océano.

Sus nalgas están ahora descubiertas: la debilísima luz de la calle las muestra como dos hermosas semilunas gemelas; las rayas negras del portaligas cruzan en vertical su carne tensa. Ella se aprieta aún más contra el cristal. Con la mano izquierda golpeo el interior de sus muslos, separándolos: Blanca colabora de forma tan dulce que casi parece burla, y abre las piernas todo lo que permite el pequeño espacio que ocupamos. Pero vuelvo a golpear el interior de nailon negro de sus muslos, cada vez con más fuerza; ella se equilibra a duras penas sobre los tacones, golpea la puerta metálica con un pie, se aturde por no poder abrirse más, flexiona un poco las rodillas y proyecta toda su intimidad hacia mí arqueando la espalda. La dejo así un instante: inmovilizada contra el cristal, las piernas en una uve inconstante, temblorosa, la desnudez ofrecida de sus nalgas. Cuando llevo mi mano izquierda hacia la abierta separación entre las cachas la veo apretar los dedos contra el cristal y resbalarlos con lentitud como las gotas de lluvia por fuera; el vaho de sus labios aureola la proximidad de su rostro; la mejilla derecha se aplasta contra el vidrio.

Finjo innecesaria violencia, jadeo sobre su oído, como insultándola, mientras mi mano busca entre los pliegues secretos de su carne. Palpo la cerrada roseta del ano y clavo allí el dedo medio; su músculo me ciñe, tibio como una boca, y responde a mi intromisión con leves sacudidas: me dejo envolver por esa carne y llevo mi dedo hasta el límite; los suyos, entre guantes blancos, se abren y cierran sin daño sobre el cristal de la cabina mientras ella exhala jadeos de enferma. Su gemido en sí no existe, pero todo en ella parece preparado para gemir: el cuerpo tenso, las piernas temblando muy separadas, el rostro golpeando el vidrio, la boca abierta, la lengua trémula, todo así, pero en silencio.

Cuando muevo mi dedo en el interior de ese guante de carne suave la noto temblar; juego con la inconsciencia de sus músculos, con el vacío que engulle mis falanges dentro de ella: distiendo los contornos de ese ojo con otro dedo y amenazo con introducirlo. El silencio le cuesta: se echa hacia atrás con tal violencia que mi hombro golpea el auricular del teléfono y lo desprende; la cabina se llena de un silbido leve y perenne, una sola nota electrónica, la o si, que grita como un niño lejano.

La presencia de gente vuelve a amenazar, pero no me importa: hundo en ese ojo ciego mi otro dedo; los gestos se repiten con más fuerza; su equilibrio es tan tenue que se desploma sobre mí; su cadera derecha acaricia mi sexo sin voluntad pero con asombrosa eficacia; las gafas se desprenden solas, descubriendo la ceguera de la venda. Está hermosa así, abriendo la boca para morder lo invisible: el gélido vapor del cristal, su escurridiza materia, tan a salvo de nuestra obsesión. La beso en el cuello con un cariño que desmienten con violencia mis dedos dentro de ella. La veo alzar los brazos, las manos rígidas buscando el techo o alguna clase de ángulo donde sostenerse; el balanceo creciente de sus caderas ha terminado con el equilibrio de la falda, que cae sin ruido. Pronuncio algunas palabras a su oído, insultos, humillaciones, mientras mi orgasmo acude con enloquecedora rapidez. Ella no sabe cuándo finalizará mi placer, en qué instante la dejaré: la exquisita conciencia de ese hecho acaba con mis fuerzas y gimo mientras mi cuerpo se estremece y noto una densa y tibia lengua ensalivando mi vientre.

Blanca, mi locura.

Ella permanece con las piernas abiertas, semidesnuda, aun cuando ya he retirado mi mano y me he apartado de su cuerpo; se halla rígida, helada y húmeda como el cristal sobre el que se apoya. Vuelvo a besar su cuello, recibo su hermoso perfume, cierro los ojos y la amo así, durante esa fugacidad, como un nuevo orgasmo.

Regreso hasta el coche con lentitud, bajo la lluvia. Los letreros luminosos de la calle se diluyen en mis ojos: la lluvia a veces es un artificio del llanto, y en ese instante imito a la tristeza y lloro sus gotas continuas. Pienso: «Todo puede ser arte, y todo arte es falso». Y concluyo: «Por eso te amo, Blanca».

Cuando entro en casa y me enfrento al silencio íntimo del salón, nada se me ocurre. Contemplo esa hogareña oscuridad con ojos cansados.

Ritual del encuentro

Nocturno en re bemol mayor opus 27 número 2

(En la partitura: lento sostenuto, iniciando el acompañamiento la mano izquierda con figuras de seis semicorcheas ligadas.)

De repente hoy lo he sabido: se han desplegado como alfombras todas las habitaciones, el dormitorio de Lázaro, cerrado y desocupado, la cocina casi innecesaria, mi propio dormitorio, ampuloso, con esa cama casi matrimonial donde apenas duermo aunque la habite. He entrado en casa y la he descubierto alejada de mí, no sólo vacía sino distante, como si lo observara todo a través de una lente de cámara o la mirilla de una puerta.

De vez en cuando identifico ese vacío: es como un espectro que me hechizara de mes en mes; pero su terror consiste en que dejo de creer en él cuando por fin me abandona. Finjo, por lo tanto, que no existe y que jamás regresará, y me considero felizmente solitario, incluso un hombre afortunado, me enmascaro en la sonrisa, cumplo con mi trabajo e ignoro esa presencia helada junto a mí hasta que por fin quedo atrapado por su mirada vacía cuando me encierro en casa.

Creo saber qué es, pero, sabiéndolo, no puedo conjurarlo: una vasta sensación de artificio. Imagino que a la dama elegante y romántica también le llega un momento parecido: frente al espejo, el carmín a punto en la mano, los collares y pulseras destellantes, los párpados nublados de azul; imagino que se mirará un instante de repente, o mejor dicho, que aquello que la mira a ella se dará a conocer en algún aterrador instante, esa mirada vacía desde más allá del reflejo, y pensará: «Toda mi belleza no son más que pinturas y adornos dorados». Y las propias lágrimas de la revelación, destruyendo su aspecto, le asegurarán la verdad.

Todos caemos, pero mi abismo es particularmente solitario. Apenas conozco seres: conozco hermosas postales. Me he dedicado demasiado a cultivar esos momentos que otros guardan en el recuerdo: me empalago de situaciones inolvidables. A mi alrededor han tomado forma, excesiva forma, esas ideas que los poetas dejan a un lado cuando finaliza la inspiración para dedicarse al vivir diario. Pero llega un momento en el que la poesía es inútil y la música no puede llenar todas las necesidades: entonces es preciso hallar sentimientos para aliviar la soledad.

He descubierto algo: no amo. Sin embargo, esta falta de un amor no es una negación —ojalá lo fuera— sino una afirmación en el vacío.

Amo a Blanca, y eso significa que no amo. Pero no amo porque he derramado mi amor en el abismo, hacia su fantasma.

Quienes creen conocerme, quienes me oyen hablar de música, me consideran el último romántico, pero supongo que blasfemarían si contemplaran los aquelarres sabáticos de este romántico pianista. No lo soy: Chopin, por ejemplo —no mi Chopin onírico, el espíritu que me posee cuando lo interpreto, sino el cierto, el que alguna vez existió y tuvo manos que tocaron lo que su mente creaba—, amaba a los seres. Alguna vez amó también los ideales; pero los ideales son seres para el idealista, o al menos son cosas. Sin embargo, yo amo aquello que es absolutamente falso, quiero decir, aquello que, dentro de su falsedad, es ampliamente sincero. No soy romántico: soy un hombre enamorado del rostro de su soledad. Pero ahora que la contemplo, y que ella me mira con sus ojos vacíos, descubro que amar una ficción es el sacrificio más espantoso, porque nada se recibe a cambio. Este abismo no tiene ecos para tus gritos. Y sin embargo, si huyo de ella, si huyo de Blanca, no hallo dónde entregar todo este amor, qué ser lo despertará para recibirlo completo y devolverme el suyo, su compañía, Dios mío, esa mirada intercambiada de afecto, o esas palabras únicas que se escuchan muchas veces después de oídas.

Blanca me da la espalda en silencio: yo la amo así.

Pero eso no es compañía.

He pensado en Verónica Arcos, pero la estoy utilizando como a Blanca, para redimirme en ella de lo inaccesible. No puedo amarla, ni siquiera puedo sentir su presencia: es una figura más, como mi alumna Elisa. Todo se ha inmovilizado a mi alrededor: vivo en una isla plagada de hermosas estatuas. O mejor: inmensos salones vacíos.

No sé cómo regresar a la vida. Ni siquiera sé si lo deseo.

La repetición dispar de armonías, el uso exótico de adornos, los acordes que nunca se solucionan, que no alivian la disonancia, todo eso es música del futuro. No cabe hablar de Chopin como de un «romántico» ni de su obra como la banda sonora de un melodrama. N o me hartaré de repetirlo, aunque, debido a mi escaso prestigio profesional, nadie lo escuche, ni mis alumnos, ni los doctos profesores que conozco, ni siquiera esos aficionados con los que charlo en los descansos de los conciertos: Chopin es únicamente música, y por lo tanto indefinible. La música, en palabras de don Alvaro Segura Ruiz, mi inolvidable profesor de teclado, es una mariposa única y jamás capturada que ha vivido desde el comienzo del mundo y que se extinguirá con el último sonido de todos. «¡No pretendas, Héctor», me decía, «clavar un alfiler sobre ella y clasificarla dentro de la brevedad enorme de las épocas!»

Así es el placer, pensé siempre, aunque nunca se lo dije a don Alvaro.

Mendizábal, con su sonrisa dental, se ha interesado por mis progresos con los Nocturnos: «Bien», le dije. «Ensayo todos los días.» Entonces me hizo pasar a su repleto despacho y golpeó con el índice un almanaque de horrendos números gruesos, donde las fiestas, en rojo, casi parecen amenazas. «La fecha prevista es el 13 de diciembre», me dijo. Yo ya lo sabía, pero fingí recibir la noticia por primera vez, quizás para no sentir su desdicha ante la pérdida de tiempo. Me explicó que el recital no puede retrasarse más, debido a que después llega Navidad y entramos ya en el año que viene, con todas las complicaciones que ello supone para la programación de otros conciertos. Me ha informado de que ya están listas las invitaciones, en tarjetas cerradas y rectangulares de cartulina elegante como avisos de boda: yo dispondré de una decena para entregar personalmente a quienes desee. El evento se anunciará además con la debida anticipación en carteles blancos con grandes letras azules: habrá un pequeño dibujo de teclas en la parte superior, o un atril, o ambas cosas, para que todo el mundo sepa desde lejos de qué va el espectáculo. Se colgarán carteles en las paredes del conservatorio, pero también en las universidades y en algunas escuelas. Habrá una pequeña nota, mucho más pequeña que las que anuncian a los muertos, para indicarlo también en los periódicos una semana antes.

Al final de todo esto me ha mirado con sus ojos afectuosos de pastor alemán:

—¿Todo bien? —dijo.

—Sí, muy bien —dije.

Pero sucedió algo: en el instante de mi respuesta el interfono de su despacho resonó avasallador. Él perdió el interés por su pregunta y yo respondí al vacío y me despedí con rapidez sabiendo que ambos, por pura casualidad, habíamos caído de repente en el punto ciego del otro.

De improviso, en la tarde de mayor desconfianza y tras faltar a dos clases consecutivas, ha venido Elisa.

Yo estaba ultimando la lección con Luis Fernando, un niño de once años negado para las teclas pero voluntarioso como la frustración de sus padres, cuando oí que llamaban dos veces a la puerta, casi con urgencia.

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