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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Erótico, Intriga

Silencio de Blanca (10 page)

—Vete ahora —dije.

Cuando abrí los ojos ya no estaba. Pero hasta mucho tiempo después, con un silencio ya antiguo, no pude reaccionar: llegó la noche, la noche completa, con su propio silencio, su oscuridad invasora, su cansancio.

Soporté la ausencia de alivio: volví al piano y toqué con sordina. Percibí el calor del asiento —su calor, olvidado allí— y me mantuve alerta, tenso, expectante.

Hemos caminado hasta su casa: le gusta hacerlo, es fuerte y ágil. En su apartamento de Juan Bravo todo es similar: hay desorden, pero plagado de color, como un paisaje del trópico; muchas habitaciones pequeñas, lámparas ocultas o demasiado evidentes, escabeles en diversos tonos de mezcla, una alfombra roja con el tacto de la angora en el salón. Me ha sorprendido con su afición a la pintura: le gustan los temas geométricos, particularmente circulares o elípticos, sobre distintos fondos monocolores; me contó que había expuesto en una pequeña galería de la Costa del Sol, pero que apenas lo consideraba un pasatiempo. Todo lo demás está repleto de muebles de diseño: es una casa curiosa, parece preparada para una multitud de seres invisibles, porque todo tiene uso, todo es variado y se repite —interruptores inútiles, luces sin significado, butacas en ángulos que nadie ocuparía, pantallas verdes de televisores; incluso el simulacro de una chimenea—, pero apenas hay espacio real para que convivan a gusto más de dos personas con sus respectivos cuerpos. Su decoración, como sus cuadros, es un vértigo, y éste se prolongó en la bebida. Al principio hubo vermuts y brindamos, ella agazapada en su sofá rosado de cojines malvas, sin zapatos, como un animal doméstico. Los vasos chocaron y Verónica pronunció la primera intimidad:

—Por los desconocidos.

La frase me sorprendió y traté de indagar:

—¿Quieres decir que es mejor no conocernos mutuamente?

—¿Tú no piensas lo mismo?

Sellamos el pacto: pensé que también se puede firmar con un seudónimo. Aquel preámbulo me tensó: además, la notaba bastante diferente del otro día, deseosa de hacer algo inolvidable, con la necesidad urgente de la locura en su mirada. No permanecía quieta un solo instante: se levantaba, controlaba la comida en la cocina, volvía a sentarse, olvidaba el vaso, olvidaba la botella, parecía acorralada por algo distinto a mi presencia. En un momento dado puso música en el admirable equipo del salón: eran los
Preludios
que yo le había regalado. Me escuché a mí mismo tocar a través del tiempo y el espacio, lo que interpreté como una caricia invisible por parte de ella.

Sirvió la comida y cambiamos de bebida, un denso vino tinto en copas finas. En contra de lo que esperaba, comimos en absoluto silencio, salvo algunos comentarios sobre el plato —un asado que elogié merecidamente—. Pero nos mantuvimos fieles a nuestro pacto y continuamos desconocidos: en ella me pareció aquel deseo un exceso de heridas viejas; en mí, el temor a la primera.

No había vuelto a calzarse desde los vermuts, pero casi era lo mismo, porque había llevado zapatos planos.

Vestía esa noche un moldeado conjunto rojo, tan tenso que pensé que conservaría su figura como un maniquí cuando ella se lo quitara: por encima era una flor y un escote sin tirantes, oblicuo, dejando los hombros desnudos; por abajo, de nuevo tajante, con una horizontal prieta sobre la carne superior de los muslos, sus ubicuas piernas siempre descubiertas, ese día tras la fina oscuridad de unos panties negros y lisos. Iba elegante y maquillada, pero sus manos continuaban desnudas y limpias, las uñas como uñas de muchacho.

La cinta llegó al final y un mecanismo sin inteligencia la hizo retroceder. Por entonces ya no nos importaba la repetición de la música: habíamos empezado a crear una leve incomodidad con las miradas. Volvimos a brindar y dije:

—Por el placer.

Ella no lo repitió. Entrechocó su vaso y dijo también algo, aunque muy distinto, con cierto acento de tristeza:

—Por la Hermandad de los Amantes de la Música.

De repente tuve ganas de descubrir su pasado, de saber por qué se hallaba tan herida, de espiar en la historia que no quería contarme, pero me sentí más impúdico que si deseara su desnudez. Bebimos sin dejar de mirarnos y el silencio pareció una burla tácita, el preámbulo a las risas o a los aplausos que suceden siempre a una broma excitante. Observé su figura frente a mí, en la mesa. Había escogido para la comida una enorme mesa de cristal transparente, redonda, y sus piernas cruzadas parecían como hundidas en un lago de agua clara.

Cuando regresamos al sofá rosado y malva, aún sin hablar, me ofreció coñac en una copa fantástica: pensé en todos los objetos que la rodeaban, en los colores y las formas rebeldes que escogía, en el contraste de geometría y tonalidades atractivas que reflejaban sus propios cuadros inundando las paredes del salón. Entrometido en ella, aunque en silencio, quise imitarla con una estúpida observación psicológica: «Le gusta todo lo exótico, pero hay algo dentro de ella que maldice ese deseo».

A los dos sorbos de coñac me sentí completamente liberado de pensamientos. Hice oscilar mi copa entre las manos hasta encontrar, como un joyero, el reflejo justo del licor, una luz mortecina semejante a la del propio salón. Dije:

—Los Amantes de la Música, como tú y yo, disfrutan solamente con experimentos.

—Adoro los experimentos —dijo.

—Pero odian mantener relaciones —continué.

Guardó silencio un instante sin perder la sonrisa:

entonces extendió los largos y fuertes brazos desnudos sobre el respaldo del sofá.

—¿Así te llevas con tu chica de los sábados? —preguntó.

—Sí: ése es justo nuestro pacto.

Pareció interesada de repente por sus propias piernas extendidas hacia mí, o por algún punto en el suelo, más allá de ellas. Entonces murmuró:

—Tan sólo dime cómo se llama. N o quiero saber nada más.

—Blanca.

—¿Es bonita? —aguardó un instante la respuesta, pero añadió, rápida—: De acuerdo, agoté mis preguntas, lo siento.

—Déjame preguntarte yo ahora y te responderé después —dije.

—Adelante. Lo que quieras.

—¿Por qué quieres saber si es bonita?

—Porque cuando hablas de ella, aunque apenas la menciones, tus ojos se iluminan como lámparas —contestó con suavidad, sin titubeos.

Medité un instante lo que había dicho. Ella malinterpretó mi silencio y añadió:

—Perdona: pura deformación profesional.

—No, me parece bien —dije—. Ahora voy a responder a tu pregunta: no. No es bonita.

La respuesta la hizo palidecer de una forma tan repentina y extraña que casi pensé que había entendido justo lo opuesto. Pero entonces dijo:

—La adoras, ¿verdad?

Mis ojos se perdieron en una larga mirada inmóvil.

Mi mente se hallaba igual: fija en un punto sin significados. No respondí.

—Dios mío —respiró ella profundamente—, qué suerte has tenido. ¿Cómo la conociste? —se echó a reír sin transición—. ¡Hay que ver! ¡Quedamos en ser dos desconocidos y yo ahora salgo con este interrogatorio!

—No importa —dije y agregué: La conocí un día.

No sé nada sobre ella, salvo que se llama Blanca. Ella tampoco sabe nada sobre mí. Nos reunimos los sábados y hacemos cosas...

—¿Experimentos? —sonrió.

Asentí con un gesto. Me sorprendió hallarme tan excitado: hablar de Blanca era como contar un secreto; y toda exhibición de un secreto tiene algo de placentera impudicia. Además, era la primera vez que hablaba con alguien sobre ella: en ese instante me asombró la monstruosa soledad que me había rodeado siempre.

—Tiene que ser maravilloso mantener una relación así sin pretender nada más que el goce... —murmuró ella—. Es la mejor terapéutica que conozco —sus ojos, húmedos y brillantes, estaban fijos en los míos.

—Ella nunca me habla...

—¿Nunca? —se mostró divertidamente incrédula.

—Nunca: ya no recuerdo cómo era su voz. Todo lo demás son cosas que hemos aprendido a fuerza de repetidas. Yo las llamo «rituales».

—Gracias —dijo al cabo de un instante, en voz baja.

—¿Por qué?

—Por contármelo.

Llevó el borde de la copa hasta sus labios con la actitud de beber de un cáliz. N os mirábamos en silencio. Al final, casi como si la pausa hubiera sido una especie de pulso entre ambos, sonrió con aire de derrota:

—Nuestra relación aún no es tan perfecta —dijo—: no hemos conseguido todavía dejar de hablar.

Me sorprendió el tono de repugnancia con que me lo decía. Sonreímos sin ganas y continuamos bebiendo. Entonces propuse:

—¿Hacemos experimentos?

—De acuerdo —replicó con suavidad.

Le pregunté si había pensado alguna vez en caminar a ciegas, en sentir, sólo en sentir, como si todo su cuerpo fuera una mano abierta.

—Dime cómo —susurró, conmovedora.

Le expliqué que sucedía a veces cuando se oye una música muy hermosa, o durante ciertos sueños. Entendió la primera comparación pero no supo a qué me refería realmente. Sin embargo, se mostró dócil y dispuesta. Le pregunté entonces, en voz baja, con un tono casi pueril: —¿Te quitarías ahora mismo la ropa?

Durante un instante buscó en mis ojos algún indicio de broma. Después pareció recobrar la tranquilidad con la que estaba sucediendo todo. Dijo:

—Claro que sí.

Se puso en pie y se desnudó sin afectación. Fue casi un desnudo reflexivo, porque se detenía a veces como si quisiera meditarlo. Más tarde pensé que era su manera de evitar la expresión del placer que sentía al mostrarse poco a poco, sin excusas. Se desprendió del vestido rojo, deslizó los panties con dificultad a lo largo de sus inmensas piernas, quedó desnuda por completo —incluso pendientes, pulseras, reloj— con rapidez y eficacia, como en la soledad blanca de un cuarto de baño. La ropa y los objetos se amontonaron en la alfombra y ella los reunió con sus pies descalzos. Cuando habló, sin embargo, mientras se echaba toda la espesa melena de pequeños rizos hacia atrás, percibí su temblor:

—¿Y ahora?

A mi derecha, cerca de donde me hallaba sentado, se erguía una lámpara de pie. Enfoqué su luz sobre el atlético cuerpo desnudo y la pared que había detrás se convirtió en pantalla de una sombra enorme de mujer, casi simbólica, repleta de curvas exactas, de pechos increíbles y oscuros donde los pezones destacaban más que en su propio cuerpo iluminado. Encontré un regulador y aumenté la intensidad de la luz hasta un grado de escenario. Verónica se protegió los ojos con las manos para mirarme.

Se hallaba alta y espléndida, los hombros firmes, los pechos copiosos, la cintura apretada por una argolla invisible, el vientre suavemente ondulado, la figura del ombligo como una perforación exacta, las caderas amplias, los muslos largos y firmes. El sexo formaba apenas un espacio de vello oscuro donde convergían las ingles.

—¿Tienes algo con que pueda vendarte los ojos? —pregunté.

—Espera.

Regresó con un largo pañuelo negro. Me levanté, cogí el pañuelo y le di dos vueltas sobre su rostro antes de atarlo con firmeza en la nuca, dividiendo inevitablemente su melena rizada. Ella se mantuvo de espaldas durante la actividad, y lo bastante cercana como para que yo la rozase. Y eso fue lo que hubo: roces; y creo que la electricidad fue mutua y ambos resultamos excitados por el contraste de tactos, mi pantalón de lana deslizándose con la indiferencia del aire sobre la redondez extrema y fuerte de sus glúteos, las mangas de mi jersey contra su espalda.

—Ya —dije.

Volví a sentarme y bebí otro sorbo de coñac. Ella no se había movido: me mostraba todavía su espalda, entre la inmensa sombra de la pared y yo, con las nalgas tan abultadas y prietas que la línea que las separaba constituía apenas una leve curva que parecía dibujada sobre la piel.

—Camina de un lado a otro —le pedí.

Empezó a moverse. No caminaba, claro: tentaba. Buscaba con los pies las oquedades seguras de la alfombra, vacilaba exquisitamente antes de cada paso, y ese titubeo era como un reflejo delicioso de su cuerpo, un molde trémulo de sus formas. Por ejemplo: no movía los brazos, los hacía vibrar como varas; los pechos se agitaban, pendientes y esféricos, con cada paso, como abultados adornos; las caderas se balanceaban con algo más que provocación consciente: un reflejo sin voluntad, como el paso casual de un hermoso caballo indómito. La seguí con la mirada, observando ya el rastro de sus huesos en la espalda, ya el escalofrío de sus nalgas. Dio la vuelta en un cierto punto, bajo mi mirada silenciosa, y regresó insegura por el mismo camino, las mejillas calentándose más allá de la venda. Dijo algunas cosas a las que no respondí:

—Me excita.

O bien:

—¿Y ahora?

O bien:

—¿Ya?

Su ceguera era como una cuerda que apretara sus músculos, como una red bajo la que se tambaleara, apresado, su cuerpo desnudo. Se hallaba indefensa como una obra de arte sobre una pared. Detrás, su sombra gigantesca me fascinaba.

—Ven —le dije por fin cuando daba otra vez la vuelta.

Supo de repente que no podía hacer preguntas: tan sólo moverse a ciegas. Se detuvo al oírme y avanzó torpemente hacia mí, o hacia su creencia de mí. Supo también no extender los brazos sino abandonarlos junto al cuerpo: esa atadura otorgó a su andar una cualidad casi obscena, una desnudez superior. Era como si me hubiese regalado la visión de sus propios ojos y yo contemplara su cuerpo con doble intensidad.

Caminó perdida hasta que su muslo derecho rozó el sofá donde yo me sentaba. Pero no le hablé. Giró su cuerpo adulto con torpeza y los pechos temblaron con el gesto. Las piernas golpearon el brazo del sofá y ella gimió: se aturdió un instante y volvió a girar, recorriendo la longitud del mueble y, al perderlo, mis propias piernas, el tacto endurecido de mis zapatos. Entonces se detuvo frente a mí. Jadeaba. Sus pezones se habían desplegado, recios. Todo su cuerpo transpiraba con un brillo oscuro y fuerte de metal.

Bebí un sorbo de coñac mientras la contemplaba.

Hubiera querido no hablarle: que ella sintiera mi voluntad como un aura o el roce del viento. Decirle: «Aléjate» sin que la palabra surgiera, sin sonidos, como a mil metros de una oscura y enorme profundidad. La observé. Sus rodillas se tensaban, los dedos acariciaban los muslos distraídamente, el sexo permanecía cercano y aun así persistía pequeño, en la convergencia de los pliegues de la carne.

La abandoné a la mirada hasta obligada a hablarme:

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