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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Erótico, Intriga

Silencio de Blanca (11 page)

—¿Por qué no me tocas? —dijo.

Movió la cabeza: no supe si me veía. Respetó mi silencio con el suyo y se mantuvo en aquella postura, de pie frente a mí, rozando con los dedos de los pies la piel rígida de mis zapatos. Dejé pasar el tiempo, que sin embargo no transcurrió: pareció hacerse húmedo y lento como su cuerpo. Dije por fin:

—Siéntate frente a la mesa.

Abrió la boca como para replicar, pero giró con lentitud y se alejó de mí, un paso tras otro, hasta que su erróneo cálculo le hizo golpear con los muslos el borde de la mesa de cristal donde habíamos comido. Frotó su carne contra ese borde hasta encontrar la silla. Se sentó sin valerse de las manos, recogió las piernas, quedó erguida, esperando.

Entonces salí del comedor y entré en la cocina: no tardé en encontrar un tarro de mermelada de fresa casi lleno y dos cucharillas de café. Regresé con las tres cosas y las deposité desordenadamente sobre la mesa, frente a ella, que se tensó con los ruidos del cristal pero no habló.

Hundí una de las cucharas en la mermelada y la acerqué a su rostro. No la avisé: toqué su boca entreabierta y ella gimió y se retiró. Volví a tocada con el borde dulce de la cuchara y se la introduje entre los labios: sacó un poco la lengua y la lamió con lentitud; erró en los gestos, y la mermelada se deslizó por su barbilla. Alcé un poco la cuchara y ella alzó la cabeza, persiguiéndola; se incorporó aún más, inclinándose hacia atrás en el asiento.

Con la mano derecha llevé la otra cucharilla, vacía, hacia su pecho izquierdo, mientras proseguía el juego en su boca. Rocé apenas el pezón erguido y ella volvió a gemir y se retiró hacia el respaldo. Repetí el gesto con ambas cucharas: hacia los labios y hacia el pezón. Se tensó, cerró los puños, se sujetó al borde de la silla como si se hallara cabeza abajo, a punto de caer. Sostuve su pezón tieso con el óvalo de la cuchara, como un bocado de algo: se hallaba tan recio que apenas se venció con mi suavidad; también muy sensible, ya que su garganta soltó un gemido leve, en sordina, apagado como la propia luz del salón, un conjunto de emes enhebradas que escaparon de entre sus dientes; la fresa que tentaba su boca se derramó otra vez.

Dirigí el pezón a un lado y a otro con el borde metálico; lo abandoné pronto. N o supo en qué momento exacto decidí abordar el otro: percibí toda su piel erizada. No aparté la cuchara de su boca, pero jugué a hacerlo, provocando que ella la buscara. Volvió a gemir cuando rocé el otro pezón, acariciándolo con levedad. La sorprendí regresando al anterior de inmediato y golpeando su base rojiza: abrió mucho la boca, lamió el extremo de la cuchara que la atosigaba. Se movió entonces como si fuera a levantarse del asiento pero lo que hizo fue afirmarse más en él, respirando con fuerza. La dejé: me fascinó la tensión de su torso, los pechos alzados con la erección potente de los pezones, la boca enrojecida.

Apretaba los muslos, pero los rocé con el frío tibio de la cuchara vacía y los separó de inmediato.

Allí, en la convergencia de los músculos y el pubis, distinguí su sexo rojizo, húmedo; ella temblaba; jugaba a repasar el contorno de su boca con la lengua manchada. Acerqué la cuchara vacía hasta un punto en el que su ceguera no podía advertirle de mi intención, y sin embargo la intuyó, porque juntó de repente los muslos. Los volvió a separar cuando la rocé de nuevo: tenía la piel erizada, como si la hubiese dejado a la intemperie toda la noche. Rocé su pubis con el borde metálico, vencí los vellos lentamente, me dirigí con absoluta paciencia hacia los carnosos pliegues ofrecidos, semiocultos. «Ooohh», murmuró, pero con una voz repleta de sinceridad. Me detuve y repitió su plegaria desde la profundidad de la garganta. Llegué hasta su intimidad con mis improvisados dedos curvos, romos, metálicos, desprovistos de tacto. Se venció cuando quise separar delicadamente sus pequeños pétalos, juntó de nuevo los muslos, se protegió el sexo con las manos, respiró con un sonido potente, como si hablara. No volvió a abrir las piernas, se inclinó sobre la mesa de cristal, derramó sus compactos rizos sobre la superficie, escondió la cara enrojecida.

Permanecí un rato observándola hasta que la vi sonreír.

He llegado a casa y me he entrenado de nuevo en la oscuridad del primer opus 27. De repente me dejé llevar por la tentación de los sueños, y retorné a mi biografía falsa de Chopin, y en concreto a su estancia en Valldemosa.

Tuve una idea que fue casi una imagen: la soledad abre los ojos. La ciudad ciega, pero la vida en un remoto monasterio provoca complejas visiones, aun en el hombre sobrio. Por ejemplo, la luna: la he mirado (ahora está completa) y la he visto sólida y blanca como un ojo de mujer vieja. Eso me ha inspirado la continuación de los retazos oníricos de Valldemosa: Fryderyk Chopin escribe una carta al editor Pleyel, un poco antes o un poco después de remitirle el manuscrito con los Preludios:

«1839, Valldemosa.

Amigo Pleyel: me gustaría poder comunicarle que mi salud corre pareja a mi estado de inspiración, pero por desgracia no es así: mi cuerpo no me obedece, salvo las manos, que uso para escribirle a usted y para tocar. Estoy enfermo de tisis: vomito hilos rojos que trenzan un telar desde mis labios hasta las paredes de mi celda, incluso rellenan los filos de las teclas largas en el piano. Mitos, amigo Pleyel, está resultando semejante a mis últimas obras: concisa, constante, seca, debilitadora. Parece la palabra de un hombre muerto. Me atormenta, amigo mío, la idea de terminar mis días en la caverna fría y oscura de esta celda, pero debo resignarme ante el destino que me aguarda. Y, sin embargo, qué contarle de mis visiones. Asómbrese ante esta revelación: George (Aurore) no existe. Ayer vi su rostro entero en la noche, fuera del monasterio. Quiero decir que lo contemplé en el cielo, gigantesco como Dios: el perfil lo formaban los árboles desgarrados, la luz de la luna y los jirones de nubes partidas. No le miento: la cara de Aurore abarcaba todo el cielo. Su ojo era el círculo albino de la luna, y su contorno un halo de estrella lejana; los labios eran la madeja de la niebla nocturna: tan enormes eran sus labios que al abrirse para hablarme me envolvieron, y aunque no entendí sus palabras, percibí el aliento helado de la noche y la humedad infinita de una lengua invisible. Regresé al monasterio empapado por ese beso descomunal, cubierto por el rocío de su boca.

Usted replicará para tranquilizarme: ¡no existe, sólo es una visión! Yo le respondo: precisamente por eso me tortura. Es una visión, en efecto, y, por lo mismo, inalcanzable y perfecta como la música o la propia luna.

El terror de un sueño es su absoluta indefensión: se tiende junto a nuestra conciencia como un perro blanco, escuálido y fiel.

Todo lo que no existe permanece para siempre.

Mi cruda enfermedad, que casi palpo en mi pecho, me llevará a la muerte, pero ¡ese sueño inagotable y vacío que levita por encima de mi cuerpo moribundo...!»

Toco el primer opus 27 y la noche se cierra sobre mí. Debo volver con Verónica: necesito encontrar un camino seguro y firme en medio de esta noche eterna. Pero, ¡Dios mío, el luminoso sueño de Blanca! Abandonarla es tan imposible como ella misma.

Estamos contagiados de silencio: Lázaro y yo no nos miramos al vernos durante las breves ocasiones en que nos cruzamos al entrar o salir de casa. Pero en estos días ha invitado a un amigo a compartir su propia indiferencia: es joven como él, y es un gato; al menos, así es su rostro: ojos verdes de gato, pasos sigilosos de gato, encuentros inesperados de gato en los rincones. Sus labios son finos y rojos y sus pómulos altos y modelados, los rasgos con aires de oriental, el rostro creado para sonreír, el cabello muy negro y abundante, rizado, lleno de brillo. Son como dos duendes: Lázaro y él —no sé aún su nombre— avanzan con rapidez suave por los pasillos, y al encontrarnos por sorpresa apenas si nos saludamos. No sé qué es lo que más me molesta de todo: quizás que su amigo también participe del juego de la indiferencia. ¿Qué hacen juntos? Ha dejado de importarme.

En su día ya abandoné todo interés por insistirle a Lázaro para que estudiara: sé que lleva varios meses —quizás más de un año— sin acudir al colegio donde tantos cursos ha repetido. Hace tiempo que me he acostumbrado al trámite de pasarle una pequeña cantidad de dinero para sus gastos diarios sin hacer más preguntas. Por lo mismo, apenas me interesa lo que hace o con quién lo hace, adónde va cuando sale por las noches y dónde pasa estas últimas cuando no regresa. Así que tampoco me importa la compañía que traiga a casa.

Mi tiempo, breve y ocupado como el de un moribundo, no me deja oportunidad para interesarme por su vida. Salvo por sus recientes coqueteos con la droga, sé que Lázaro puede cuidarse por sí mismo.

No son necesarias las explicaciones entre nosotros.

He querido seguirla con lentitud, como corresponde al ritual, y mientras lo hacía pensaba en el mismo símil: la música no requiere ojos. La seguí ayer sábado sin dificultades: había nubes negras que apresuraron la noche y cierta atmósfera resbaladiza de lluvia. Su pelo blanco, traicionado por las luces artificiales de la calle, resultaba llamativo; se desplomaba denso sobre su figura envuelta en ese vestido negro y entallado de chaqueta y falda ceñidas, esta última con la profunda abertura en el costado que cierra tan sólo un grueso imperdible dorado, aquélla con un elegante corte muy femenino, estrecha en la cintura, sosteniendo un broche con la figura de un ojo egipcio bordeado de khol. Después, el resto de los detalles: las gafas negras, de cristales grandes y opacos; el bastón blanco sin empuñadura con el que tantea la acera mientras camina; las medias negras, preciosas, llenas de reflejos; seguramente el portaligas debajo, su única prenda íntima; y los guantes blancos de doncella elegante.

Su ceguera es real, pero sólo yo sé la razón: lleva una venda bajo las gafas, muy ajustada, presionando sus ojos cerrados, invisible debido al tamaño de los cristales y al pelo que se agolpa alrededor de su rostro.

Hemos ido juntos hasta las calles del centro y nos hemos abandonado a una lánguida persecución: ella ignora cuándo le daré alcance, ya que su maravillosa lentitud al moverse lo deja todo a mi voluntad, eso es lo único que varía con cada ritual. Sonrío como siempre al comprobar que la gente se aparta para dejarle paso e incluso algunos parecen ofrecerle ayuda en los cruces. La piedad que despierta no me parece sólo divertida: ella camina a ciegas, verdaderamente. De igual manera, su recorrido no es una elección consciente: hay algo de instinto en sus pasos, en la decisión de doblar una esquina o seguir calle adelante. Nunca elegimos un rumbo: ella se tambalea por las aceras, sumergida en su negrura elegante, destinada a encontrarse conmigo en algún punto; su ceguera me aguarda, y eso me estremece.

Mientras la sigo —manteniendo la distancia—, me gusta imaginar que no la conozco, que me ocurre como a todos los que la observan, que de repente puedo cruzarme con una muchacha ciega y hermosa como ella, de cabellos tan puros y traje enlutado.

En cuanto a ella, ¿qué siente? La imagino húmeda. Pienso que entre sus piernas se extiende cada vez más la sensación de calor de una presencia que la sigue. Envidio su terrible incertidumbre: los roces casuales, las palabras que oye desde labios extraños, el aliento repentino de alguien junto a ella, tantas amenazas leves en esa oscuridad por la que camina, sintiendo su cuerpo desnudo bajo el decorado de un traje clásico, sabiendo que yo lo sé, y que estoy tras ella. Tanto le daría, a mi entender, mostrarse desnuda frente a esos ojos que la compadecen: porque realmente ella no puede verse, siente tan sólo el frío entre los muslos, bajo el débil corte de la falda, frío sobre el calor de su vientre, frío en las nalgas descubiertas, frío en el torso sin ropa oculto por la chaqueta. Su vergüenza ya existe, porque no puede cerciorarse de que nadie sabe la verdad salvo yo. En el fondo es una máscara: al verla avanzar a pasos cortos, medidos, golpeando el suelo con la punta roma del bastón, me dan deseos de gritar: «Oh Dios, es una pequeña puta desnuda con los ojos vendados; cualquiera, en cualquier momento, puede tomarla: ni siquiera protestará; cualquiera, en cualquier momento, puede hacer con ella lo que yo voy a hacer».

Tantea en las aceras: la inexperiencia la obliga a caminar con tal lentitud que tengo que entretenerme en disimular frente a varios comercios para no alcanzarla y terminar el juego. Tampoco sé lo que haré: existe el acuerdo tácito, que se ha hecho costumbre, de que será algo violento, inesperado, humillante; pero la perenne amenaza de testigos me impulsa a ser prudente y aguardar la mejor ocasión.

La vi llegar hasta una esquina y situarse frente a un paso de cebra, rechazando con silenciosa amabilidad los ofrecimientos de varias personas para ayudada a cruzar. La calle, próxima a Recoletos, es concurrida pero pequeña. Me acerqué hasta una distancia que a nadie intrigó y me entretuve en contemplar su silueta inmóvil. Justo entonces comenzó la lluvia.

Fue como una improvisación más en nuestro ritual: al principio breves gotas, después un recio aguacero. Alguien —un hombre elegante y apresurado de aspecto extranjero— se acerca a Blanca y le dice algo: entonces ella se deja conducir dócilmente hasta la protección de una cornisa cercana a la mía. El hombre la abandona, y pronto la calle se convierte en un río negro de coches inmóviles y gente que huye. La contemplé: se hallaba a dos metros de distancia de mi mano derecha, tranquila, erguida, con las hombreras de su traje manchadas de lluvia, los dedos enguantados sobre el extremo del bastón.

Todo se transforma en una neblina fugaz, como el tránsito hacia el sueño.

(En la partitura: piu mosso en crescendo hasta llegar a un appassionato fortísimo.)

Es la hora de mi propia ceguera: la calle a nuestro alrededor se vacía pronto; sólo una pareja de jóvenes escoge la cornisa más cercana para protegerse de la salvaje fuerza de la lluvia, pero no importa. Me acerco más a esta muchacha ciega, que no me conoce, que no me espera —y en algún instante esto puede llegar a ser cierto—, con los zapatos negros y altos tan mojados, su extraño y elegante traje de luto, su porte distinguido y la excitante evidencia de su indefensión.

Me acerco y ella lo nota: no sabe quién soy, aunque me supone en toda presencia repentina; su rostro se alza, con las grandes gafas negras, los labios muy rojos y entreabiertos, la expresión preocupada de una dama solitaria, aunque confiada. No puede verme, pero me mira con exactitud.

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